DEPORTES
el nuevo racing

Deconstrucción del campeón

Con el torneo que ganó hace dos meses, la academia logró romper con la épica del fracaso, ese paradigma que se instaló durante las peores décadas del club.

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Me enamoré del fútbol en la desgracia, una noche en la que Racing perdió con Boca en cuartos de final de la Supercopa y quedó eliminado. Tenía diez años, era 1989, y ya llevaba un tiempo siendo un pequeño hincha a conciencia, yendo a la cancha, pegándome a la radio si Racing jugaba lejos, sufriendo casi siempre en los últimos minutos si Racing iba ganando. Pero esa noche pasó otra cosa, algo nuevo: esa noche lloré. Después del partido, uno más de los tantos que iba a perder mi equipo, me tiré sobre mi cama todo moqueado, con el gusto salado de una tristeza que para mí era novedosa.

A los diez años, yo había visto a Racing campeón de la Supercopa, lo había visto pelear títulos, el campeonato que terminaron sacándole por el petardo a Carlos Navarro Montoya en un partido contra Boca; lo había visto a Rubén Paz, había disfrutado del juego de mi equipo cuando el que lo dirigía era Coco Basile y me había pavoneado con el 6-0 a Boca. Era muy chico en el descenso, tenía cuatro años, y para mí el ascenso contra Atlanta fue una alegría precoz, casi el festejo de un campeonato. La primera tapa de El Gráfico que amé lo tenía a Néstor Sicher gritando el gol contra Atlanta en la cancha de River: “Racing otra vez en Primera”. La B para mí fue esa celebración.

Ya era un hincha sin intermitencias, sin dudas, un hincha que leía todo lo que se relacionaba a su equipo, que colgaba posters en su habitación, que compraba El Gráfico y la Solo Fútbol y, cuando podía, la Súper Fútbol, que estudiaba las guías antes de los torneos, pero que había transitado un camino bastante plácido. Necesitaba curtirme, así que esa noche fue mi prueba de sangre.

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Necesité de esa derrota gris, de esa leve desgracia posiblemente olvidada por otros miles de hinchas de mi edad para decidir que nunca más me separaría de Racing. Esa noche lloré y también decidí que el fútbol iba a acompañar las emociones de mi vida. Tenía que verme en las malas.

Osvaldo, mi papá, me tranquilizó, me explicó por qué no había que llorar por un partido de fútbol, que tampoco era tan importante y que Racing ya había ganado la Supercopa el año anterior, que no me hiciera tanto drama. Pero también recuerdo que al poco tiempo, quizá ese mismo año, a la salida de un partido en Avellaneda, mi viejo prometió que nunca más volvería a la cancha, empujado por el desánimo que le produjo una derrota contra un rival que ya olvidé, hastiado de la mediocridad que, ahora que lo pienso, también se resumía en los escalones grises de una cancha resquebrajada, con toda la bandera superior cerrada, con el olor a meo del último escalón de la tribuna, el rellano del final, donde la pestilencia de la orina se mezclaba con otro aroma iniciático de esa edad, el olor dulce del porro. El Cilindro, por esos años, también era una mole que nos pesaba sobre los hombros.

El ejemplo de mi padre, su ejemplo extremo, su renuncia a las canchas, su exilio en la radio y los resúmenes de Fútbol de Primera, su crisis radical de hincha que había visto al Chueco García, a Tucho Méndez, a Corbatta, al Racing del 61, al equipo de José, hizo que entonces yo tomara la decisión de no perderme jamás un partido de Racing. Sin quererlo, mi padre me indicó el camino a seguir, el contrario, mi rebelión familiar, mi guerra de guerrillas hogareña. Empecé a ir a la cancha con Gustavo, mi hermano.

Me construí como hincha en las malas y sentí desde ese momento que pertenecía a un colectivo bravo, que ya era mayor, que ya era como esos que habían llorado con el descenso, que se habían comido los palos de la cana contra Racing de Córdoba, que ya era como los que habían atravesado la monocromía de los setenta; que hasta podía respetarme el Gordo Dardo, uno de los capos de la vieja barra, al que miraba embobado cuando bailaba sobre el paraavalancha. Nos construimos como hinchas de Racing a los golpes, algo que también fue parte de nuestro morbo y que nos entregó a esa necesidad de sobreactuar. Ser hincha también es una sobreactuación de lo que nos pasa en la vida, la hipérbole de la pasión, una carrera de caricaturas.

Pero ahora, tantos años después, con Milito y Lisandro en las banderas, para los hinchas como yo, los que atravesamos el desierto, los que nos construimos en la épica de la derrota, llegó el momento de saldar las cuentas con el pasado. Llegó el momento de deconstruirnos. De ayudar a deconstruir al resto. De entender la época. Mientras hablábamos sobre este libro, a Saborido se le ocurrió que lo que se apagaba era la imagen de la belleza sacada del fracaso.

—Teníamos mucho de eso –me dijo durante uno de esos días en los que éramos campeones–. Como si la condición sine qua non para querer a la hinchada y al equipo fuera la derrota. Tenemos que sacarnos el saco de la épica del fracaso. Esa adicción. Porque yo lo siento como una adicción.