A principios de los años 50, todo el que viajaba a Colombia se daba perfecta cuenta de cuál era la obsesión nacional, aunque fuera en los rincones más remotos del país. En 1952, un par de médicos argentinos aventureros aparecieron en una motocicleta después de haber comenzado su viaje desde la punta de Sudamérica, con la intención de descubrir el continente, abrir sus mentes y ofrecer asistencia médica a las comunidades que la necesitaran. Se alegraron al descubrir que el pueblo colombiano estaba enamorado del fútbol y sabían que los argentinos eran expertos en la materia.
El más joven de los viajeros era Ernesto Guevara, al que se conocería como Che Guevara y, posteriormente, con su barba y boina, sería la icónica cara que aparecía en los carteles que adornaban las paredes de miles de dormitorios universitarios. Pero mientras viajaba por Chile, Perú, Ecuador y después hacía un desvío no planeado en balsa para cruzar el Amazonas y completaba más de 11 mil kilómetros para llegar a la ciudad de Leticia, en la punta de Colombia que linda con las fronteras de Brasil y Perú, todavía no era el famoso revolucionario. Entonces tenía 24 años y era simplemente un estudiante de Medicina y de la sociedad, intelectualmente curioso, y un buen arquero, la posición que había elegido en su deporte favorito, debido a que era asmático.
Su compañero de viaje por Sudamérica, Alberto Granado, tenía cuatro años más que Ernesto y se consideraba un buen segunda punta. Su nacionalidad, habilidad y la entendida forma en que hablaban sobre el fútbol los ayudó a conseguir un insólito trabajo, por el que se les recompensó con hospitalidad y unos muy necesitados pesos. En Leticia, los intrépidos viajeros entrenaron y jugaron en el equipo de una fábrica local.
Guevara anotó en su diario que los precisos pases de Granado consiguieron que los que se habían reunido para ver el torneo lo apodaran Pedernerita, en honor del cerebral estratega que Guevara y Granado conocían por los excelentes partidos de River que habían visto cuando eran niños y adolescentes. Los colombianos lo conocían como el Maestro Pedernera; como jugador, cazatalentos y entrenador había dado vida al Millonarios, el club que en ese momento se encontraba en la cima de la liga de El Dorado de Colombia. A Granado le encantó que lo compararan con él. “Me honraron con ese apodo”, escribió.
Cuando unos días después Guevara y él llegaron a Bogotá, una de sus prioridades fue conocer a algunos de sus famosos compatriotas deportistas, hombres que tenían historias que contar sobre la rebelión contra el sistema. En 1952, Pedernera y el resto de las antiguas estrellas del campeonato argentino y de la selección nacional llevaban tres años en su norteño exilio. Guevara y Granado, los idealistas e hinchas de fútbol, querían conocerlos.
Y lo que era más importante, querían conseguir entradas para el mayor espectáculo que ofrecía la ciudad. El 8 de julio, gracias a un contacto y después a otro, se reunieron con Alfredo di Stéfano, que tenía 25 años, en el restaurante Embajadores. Le contaron algunas de sus aventuras, y él les contó las suyas. Y como eran jóvenes compatriotas argentinos lejos de casa, se permitieron cierta nostalgia. “Conversamos sobre fútbol, medicina y, como tópico final, de las sierras de Córdoba”, escribió Granado. Di Stéfano tenía un regalo para aliviar la añoranza de sus visitantes, un poco de mate argentino con el que reconfortarse antes de la siguiente etapa de su viaje. También les dio entradas para el partido del Millonarios del día siguiente en el Campín.
Cuando Guevara escribió a su madre, se quejó de que los asientos estaban en “la más popular de las tribunas, los compatriotas son más difíciles de roer que ministros”. Aunque Granado disfrutó con el encuentro: “En general, fue un partido digno de ser visto. Creo que lo puedo poner en la galería de los buenos encuentros vistos en mi vida, que no son pocos, pero tampoco demasiados”. El Millonarios mostraba la elegancia de Sudamérica en todo el equipo y le sorprendió la calidad del puntero argentino Reinaldo Mourín, que nunca le había parecido un gran virtuoso en su país, pero que había mejorado mucho gracias a sus nuevos compañeros. “Rossi, Pini, Báez y Cozzi cumplieron muy bien su cometido”, escribió Granado, aparentemente tan envalentonado por su breve período como entrenador pago como para dar una opinión de experto sobre el partido. “Di Stéfano estuvo insuperable”, añadió.
Di Stéfano estaba insuperable muy a menudo en esa etapa de su carrera, al tiempo que el Millonarios se establecía como el abanderado de aquel apasionante experimento futbolístico. Su liga rebelde había visto desaparecer a algunos de los escépticos y participantes a corto plazo, y estaba imponiendo un nivel muy alto. Guevara y Granados vieron a los campeones nacionales de Colombia en su mejor momento. El Millonarios había vuelto a ganar el título en 1951 y había dominado una liga que crecía y en la que cada vez querían participar más equipos. Aquel año, la Primera División contaba con 18 en vez de con 16 conjuntos.
A algunos les costó mantenerse en ella. El Huracán, un club con nombre tomado del fútbol argentino, acabó los 34 partidos con sólo 9 puntos. Pero estuvo lo suficientemente afinado con el atrevido estilo que reinaba en El Dorado como para marcar casi un gol por partido.
El equipo más goleador de la Dimayor hizo lo mismo. Los 31 goles de Di Stéfano favorecieron que el Millonarios consiguiera el título de 1951 y lo colocaron a once puntos de distancia del segundo en la tabla, el Boca Juniors de Cali, con el Cúcuta, plagado de uruguayos, en el tercer puesto, a 12 puntos de los líderes de Bogotá. El récord del Millonarios de veintiocho victorias y dos derrotas quizás haga pensar que su conquista del título fue pan comido, pero el esfuerzo de Di Stéfano por acabar siendo el máximo goleador no lo fue. Alejandrino Genes y Angel Berni, los dos delanteros paraguayos del Boca Juniors, que tenía el ataque más potente de la liga, marcaron 54 goles entre los dos. Julio, Stuka, Avila –apodado así por el bombardero alemán–, del Deportivo Caldas, mantuvo una decidida disputa en lo alto de la tabla de goleadores y acabó la temporada con sólo un gol menos que Di Stéfano. Sus veinticuatro dianas en una liga de treinta partidos fueron la causa principal por la que el Caldas interrumpió la serie de títulos del Millonarios en 1950.
Ese contratiempo y la creciente competitividad en la parte alta de la Dimayor obligaron al Millonarios a reforzarse más después de haber contratado a Di Stéfano y Rossi. Pedernera empezó a dedicarse a entrenar y trabajar como cazatalentos; su presencia en la delantera se fue reduciendo con el paso del tiempo. Pero incluso cuando el Maestro no estaba en el terreno de juego, el Millonarios seguía teniendo el mejor ataque de la liga. Di Stéfano había mejorado muchísimo y Millos contaba entonces con el inteligente juego del segunda punta Antonio Báez, que había sido suplente en River de la fabulosa Máquina. El Millonarios, al igual que River de los años 30 y de principios de los 40, se había ganado un apodo por el elegante fútbol que practicaba. Era el Ballet Azul, por las camisetas de color azul marino.