Acá. Las camisetas azules y rojas, brillan; los asientos son tan cómodos como los de un escritorio; un televisor grande y táctil se asoma en el centro del vestuario; un aire caliente sale del aire acondicionado y bucea en la habitación; las zapatillas colgadas brillan. Abajo: piso de madera. Arriba: luz cálida. Es lindo, incluso, quedarse sentado y no hacer nada. Afuera está la gente simple: el utilero con el asado, con sus historias, con la música al palo en otro vestuario. Está Toro, su amigo de la vida, tomando cerveza con Coca. Está su hermano, que recién llegó de Entre Ríos “porque lo extrañaba”. Está Andrés, el papá de Toro, que es kinesiólogo y que, por mucho tiempo, lo cuidó: aprovecha un silencio de la charla para hacerle masajes en la espalda. Hay paz. Todos los que están sentados, en algún momento cumplieron el rol de padre. Con la gorrita para atrás, Tortu saborea un trozo de carne, se chupa los dedos. Mira el plato. Levanta la vista. “Ellos son mi gente”, dice, sin cara de dormido. Hay un hall que parece el de un hotel cinco estrellas. Un gimnasio de alta gama. Y un vicepresidente –Marcelo Tinelli– poderoso y supermediático. Acá, parece que Gabriel Deck ya está en la NBA.
—Sueño con ir, pero no me mueve el piso: diría que prefiero estar en Colonia Dora… con mi vieja, riendo, tomando unos mates, recorriendo el campo. Cada vez que voy, cargo energías. Si es por mí, estaría allá.
Allá. En Colonia Dora, un pueblo en el que todos se conocen con todos, en el que se mata y se come al rato, en el que se hace guiso con lo que haya, el que está al ojo de un auto al paso en la ruta, el que tiene yuyos, nadie conocía a Gabriel y Joaquín. Carlos Deck –el Gringo: el padre– arrancó el volante de un tractor y le cortó la parte de adentro; quedó ovalado: para que los dos pudieran jugar. Gabriel nunca olvida sus principios. Menos cuando volvía de Santiago, miraba los yuyos, el frío del tren, llegaba, al fin, y nada: no había –nada– para comer. Tampoco pelota oficial, ni shortcito original. Y hacía mucho frío en las largas horas de la noche. Y hacía mucho calor en las largas horas de la noche. Pero no importaba. Un día se fue con su hermano de la casa. “Fue para sacarles dos platos de comida a mi papá y mi mamá: la situación estaba muy mal. Me iba de mi pueblo... Eramos muy chicos y nos íbamos a una ciudad grande. Mamá estaba muy mal: lloraba todos los días, nos llamaba todos los días. Al igual que el viejo”, recuerda.
–Todas las imágenes que tengo son de ahí, en esa cancha. Los mejores momentos son los que comparto con mi familia. Siempre, cuando me toca jugar algo importante, lo primero que pienso es en eso. Si me dieran a elegir, jugaría al lado de mi casa.
Desde Santiago. “La calle me ha enseñado el respeto, la amistad, la importancia de portarse bien, porque en la calle no te podés hacer el loco. Además, no le tengo miedo a nada. Me fui de mi casa y me ha costado, pero ¿miedo? Nunca”, dice desde un departamento no tan lujoso. Y mira un collage de fotos pegado en la pared. “El es feliz sin un peso: está con el Chino –señala luego Fede, un amigo, a solas–, el típico amigo que habla pavadas todo el día y te morís de risa. Con Chuchi, otro personaje con el que va a cazar cabrito. Una vez trajeron milanesas de eso. Con otro que jugaba en Quimsa, cuando eran pendejos: Lechi, que en la final también estuvo acá. Y el hermano”.
Deck nunca se fue de Colonia Dora.
Viajó –solo– a muchos lados. Pero, sobre todo, empezó a jugar La Liga con Quimsa –y salió campeón–, llegó a San Lorenzo –y salió campeón– para alcanzar su mejor nivel. Y tener un buen salario. Con eso, está haciendo cuatro departamentos para que alquile su familia. Quiere que tengan un emprendimiento, que no les falte nada. Porque todo, confiesa, todo es para ellos. “Con Joaquín le pudieron comprar un Smart TV a cada abuela para que vean los partidos tranquilas, porque si no tenían que ir a lo del Gringo. También para que vean la novela. Están chochas las viejas. Imaginate: todavía usan aljibe. Se sienten en su hábitat: no las sacás de ahí”, cuenta Fede, un amigo de Deck. Y a Tortuga le pasa algo de eso. Está acostumbrado a vivir del sol, a cerrar los ojos temprano. Le gusta irse a lo de la abuela, mirarla cómo ríe en la reposera, tomar unos mates con ella, que le haga la comida. Juntarse con amigos, ir a cazar al monte, no tener señal ni nada del teléfono. O tomarse un vinito entre todos. Morirse de calor. Morirse de frío. Y que no importe nada. Deck tiene la posibilidad de conocer otras cosas, de dormir en un hotel lujoso y que le masajeen los dedos. Pero no: quiere quedarse. Sabe que su gente está allá. Y que nunca se va a ir. ●