Y un día ocurrió lo que nunca debió haber ocurrido: jugué un partido en el Libertadores de América.
Resulta que Independiente organizó una actividad por el Día del Periodista con el objetivo de cumplir el sueño de todos: jugar un partidito en la cancha. Armaron seis equipos para que se cruzaran en un torneo relámpago, con partidos de veinte minutos para que nadie los sufriera, medallas para los campeones y almuerzo para todos. Una jornada perfecta.
Cuando armamos los equipos en el grupo de WhatsApp fui categórico: “Juego de 2”. Y agregué, como si hiciera falta: “De último hombre”. No iba a tener mis 20 minutos de fama, sino algo mucho mejor: iba a tener mis veinte minutos de Villaverde.
Pero el sueño se derrumbó cuando toqué la primera pelota. Acá los detalles son importantes. Mi equipo saca del medio, el diez al nueve, el nueve al diez, la pelota va para atrás y de primera sale para la derecha a uno que debe ser el ocho, el ocho la para, amaga devolverla pero se la da cortita al cuatro. Van cinco pases y la pelota sigue al ras del piso, como manda la historia, por eso cuando al cuatro se le ocurrió tocármela para atrás yo tampoco barajé la posibilidad del pelotazo largo a dividir. Y acá empieza mi pesadilla: paro la pelota y veo que el nueve de ellos, un pibe de veintipico y barba recortada, viene embalado para apretar la salida, convencido de que este pelado que juega abajo debe ser fácil, pero yo también estoy convencido de que si amago para la izquierda y salgo para la derecha, a lo Gabi Milito, el muchacho de veintipico va a seguir de largo. Entonces lo intento, pero el pibe de veintipico es más veloz de lo que imaginaba y con un solo movimiento me puntea la pelota y me toca el pie de apoyo, entonces yo quedo tirado y él se va solo, mano a mano con mi arquero. Lo que sigue es en cámara lenta: revolcado en el césped levanto la cabeza y veo al nueve que encara, a mi arquero que sale disparado, al nueve que se perfila, a mi arquero que se planta para achicar el tiro, al nueve que se hamaca y la cruza, a mi arquero que cierra los ojos.
Desde el suelo, humillado, lo único que se me ocurre es reclamarle al árbitro la infracción. La pido con vehemencia, a lo Trossero. Fue una de esas faltas dudosas, que algunos las cobran y otros no. Bueno, este no la cobró. Es más: me ignoró. Ni siquiera se molestó en darme una explicación razonable. Siga, siga.
Del partido tengo recuerdos fragmentados, borrosos. Pero esa primera jugada no me la puedo sacar de la cabeza. Es como esas canciones pegadizas de Miranda! que escuchás en un taxi y las cantás toda la tarde. Una pesadilla recurrente que me tortura desde hace una semana. Lo curioso es que veo la jugada a distancia, no como la padecí. Es como si alguien la hubiera grabado a unos metros y me la pasara en loop. Ahí estoy yo, que caigo una y otra vez, y el nueve, que se va solo una y otra vez.
Al karma que me persigue desde el sábado pasado le pondría un título: la primera pelota que toqué la primera vez que jugué en la cancha de Independiente me mandé una cagada descomunal. ¿Había necesidad de que el fútbol me demostrara de manera tan inexorable que no iba a tener mis veinte minutos de Villaverde?
Decí que no fue gol, que cuando el nueve definió la pelota salió mansita a medio metro del palo. Si hubiera entrado, si los de pechera amarilla se hubieran puesto uno a cero a los quince segundos de juego, no tendría ánimo ni para escribir esta catarsis.