Vilas siempre perdía con Borg. Reutemann fue segundo hasta en las internas del PJ, y cuando pudo ganar no se presentó. Las Leonas y los del básquet ya fueron: ahora terminan cuartos. Sin conciencia de que los fenómenos mencionados son piezas sin repuesto ni recambio, los argentinos subestimamos a nuestros genios como si efectivamente estuviésemos condenados a triunfar.
Líder en el ranking de objeciones de medio pelo digno de González Oro, la historia de Gabriela Sabatini es una muestra generosa de inexplicable insatisfacción.
Hace un par de días se cumplieron 16 años de la final del US Open que Gaby le ganó a la alemana Steffi Graf. Y en pocas semanas se cumplirá una década desde que anunció su retiro. Pero, pese al tiempo que pasó, en el que ni por asomo hemos visto surgir una tenista parecida a ella –ni en la Argentina ni en el mundo–, y a que la mirada en perspectiva suele desempañar los anteojos, siento que no terminamos de dimensionar el fenómeno.
Tuve la fortuna de empezar mi carrera de cronista de viaje persiguiendo pelotas y raquetas, apenas un año antes del debut profesional de Gaby. Del mismo modo que acepto tener una visión distorsionada por una infinidad de experiencias más o menos íntimas vinculadas con ella y con su entorno –del cual, de algún modo, un par de periodistas hemos formado parte–, les aseguro que Gabriela es uno de esos casos en los que el molde se rompe apenas se apaga el horno.
En todos estos años, escuché hablar mucho más de sus derrotas con Graf que de esas cinco victorias consecutivas entre 1990 y 1991; de las ocasiones que dejó pasar que de los torneos que ganó; de su presunta condición de pecho frío que del coraje que hay que tener para vencer –léase bien– a Evert, Navratilova, Graf, Seles, Capriati, Davenport, Hingis, Sánchez, Mandlikova o Novotna compensando con talento y creatividad el hecho de ser una atleta infinitamente inferior a esas rivales; de los novios que tuvo o que no tuvo, más que de la nobleza de una condición humana decididamente solidaria; de que jamás llegó a ser número uno o dos, del hecho de que, en junio de 1991, estuvo a una victoria de quedar primera en la clasificación.
Los argentinos adoramos a Gaby. Pero nos pasamos la vida cuestionándola como si jamás hubiésemos quedado satisfechos con lo que nos dio.
Aquel abierto norteamericano del ’90 –también el de la consagración de un muy joven Pete Sampras– fue la muestra más nítida de la tenacidad y la actitud de Gabriela. Durante todo el torneo, y en especial en la semifinal con su archienemiga Mary Jo Fernández, y en la final con la alemana, Gabriela desplegó su talento de siempre, acompañado por una agresividad que hoy, en un circuito en el que las chicas apenas van a la red para darse un besito, parecería poco menos que disparatada. En gran medida, ésa, la de atacar y atacar, fue la estrategia que desarrolló con su entrenador de entonces, el excepcionalmente sensible y lúcido brasileño Carlos Kirmayr. Ni por asomo habrán visto ustedes anoche en la final de Henin con Mauresmo un tenis siquiera digno de aquella jornada del 8 de septiembre de 1991. Es más, difícilmente tengan una idea de lo que significó ver a Gaby sacar de quicio a Graf. Porque, efectivamente, Gabriela perdió mucho más de lo que le ganó a la alemana. Pero según propia confesión de Steffi, nadie supo complicarle la vida tanto como lo hacía Sabatini. No puedo dimensionar a Suzanne Lenglen, Helen Wills, Maureen Connolly o Margaret Smith más que por las estadísticas; pero, de lo que pude ver, esa alemana a la que Gabriela enloquecía sólo figura debajo de Navratilova en mi ranking de todos los tiempos.
Nada de lo que les estoy contando modificará su concepto sobre Gaby. Pero no quería dejar pasar la fecha sin honrar nuevamente la memoria de una de esas personas que dignificó la condición de una argentinidad muchas más veces puesta en duda que honrada.