Se juega como se vive”. Eso que para algunos es una verdad revelada, un axioma sin discusión en el país de la histeria social y futbolera, para otros es el peor de los lugares comunes, una frase hecha sin ningún sentido ni fundamento. Sin embargo, casi por propiedad transitiva, vale preguntarse, entonces, si los técnicos dirigen como se expresan. Porque si algo quedó claro esta semana post fecha de clásicos, es que los tres equipos que se ubican en lo más alto de la tabla de posiciones –Boca, River y San Lorenzo– cuentan con entrenadores con distintos estilos de conducción y de retórica.
Es cierto, el superclásico exacerbó las diferencias entre Guillermo Barros Schelotto y Marcelo Gallardo. Uno volvió a homologar su apodo –quizás exagerado, quizás merecido– de Napoleón, de capitán en mares tranquilos y en tempestades, mientras que el otro se hundió en una pesadilla que empezó con la derrota en la Bombonera, pero que se intensificó después, con esa imagen petrificada de su cara que se viralizó en apenas minutos, las cargadas de todo tipo que recibió en la semana y su teoría sobre el subdesarrollo argentino.
Pero entre el de River y el de Boca surgió, casi como un milagro, el DT de San Lorenzo. Un milagro porque hace menos de un mes, Diego Aguirre estaba a un partido de tomarse el barco de regreso a Montevideo, la ciudad en la que aún vive su familia. Pero su equipo, de repente, dio un vuelco inesperado y empezó a ser protagonista: le ganó a Gimnasia en La Plata con suplentes (el día de la resurrección de Mercier), a Rosario Central y a Huracán, y quedó a sólo tres puntos del líder Boca. Pero lo más épico ocurrió, sin dudas, en la Libertadores: porque aunque todos nos quedemos con el gol en la última jugada de Belluschi, el miércoles contra Flamengo, lo que hizo antes fue igual de importante: ganarle a la Católica y a Atlético Paranaense en Brasil resultó determinante.
Aguirre administró los recursos, escasos o abundantes: guardó a los titulares para visitar el Bosque, y los puso para el clásico en Parque Patricios, cuando la lógica era reservarlos. También acertó en los cambios. Resistió las críticas por la salida de Sebastián Torrico (desde que ataja Nicolás Navarro, el equipo no perdió y recibió cuatro goles en seis encuentros) y decidió el ingreso de Nahuel Barrios en el segundo tiempo ante Flamengo. La paz y la tranquilidad que irradia Aguirre, la principal razón por la que Matías Lammens lo fue a buscar para dejar atrás el ciclo de Pablo Guede, quedó validada en estos partidos.
Pero si Aguirre se sobrepuso con cambios, Gallardo se mantiene en lo alto con transformaciones. Su River, que él mismo cuenta que se gestó definitivamente en La Bombonera por la Sudamericana, ya no es el mismo que aquel del 2014 o 2015: éste busca mayor posesión de pelota y se benefició con la mejora sustancial del Pity Martínez y la categoría de sus delanteros. Ya no tiene a Kranevitter, pero Ponzio y Nacho Fernández le dan ese equilibrio de marca y juego en el mediocampo.
Es ese sector, la mitad de la cancha, lo que desconcierta a Guillermo (ver anuncio). Tanto que hoy seguirá insistiendo en encontrar la fórmula que despeje los fantasmas y haga que Boca retome el camino hacia el campeonato. Pero si el juego de los últimos partidos es un factor de preocupación, algunas declaraciones también lo son: a diferencia de Gallardo, siempre más reflexivo que polémico, Barros Schelotto encontró la vía de escape en un discurso poco cuidado: esta semana tildó de “subdesarrollados” a las personas que lo cargaron en la calle. Pasó inadvertido, pero hace tres semanas, en una entrevista con el diario El País de España, el Mellizo había insinuado lo mismo, pero de alguno de sus jugadores.