Un Juego Olímpico dura un larguísimo día con dieciséis siestas. Esta teoría, que corroboré cuando viajé a Atlanta para los Juegos de 1996, tuvo su primera expresión durante Seúl 88. Entre Corea del Sur y la Argentina hay casi 20 mil kilómetros de distancia. En tiempos normales, son doce horas de diferencia. A quienes trabajamos en la tele se nos suele complicar esto de seguir con fidelidad los husos horarios, especialmente a quienes programan. Para simplificar la cuenta, cuando en la Argentina es mediodía, en la capital surcoreana ya es la medianoche del mismo día. En Sidney 2000 o Beijing 2008, más de un amigo me advertía sobre los inconvenientes de laburar en las antípodas: “No vas a poder dormir. Si cuando allá se acuestan, acá nos estamos levantando”. Verdad absoluta, salvo por el hecho de que, en tanto estés “allá”, no vivís con el ritmo de “acá”. El asunto es estar en el lugar de los hechos, algo que no me sucedió durante los Juegos coreanos. Muy por el contrario, lo peor que te podría pasar después de que te bajaran del avión días antes de semejante cobertura es, además de quedarte en casa, tener que escribir sobre los Juegos pero a distancia. O transcribiendo lo que te dictaban o grababan los enviados especiales, en este caso, del diario La Nación. Peor aún: las notas que me tocó editar fueron, mayormente, las de Eduardo Alperin, quien me clavó un pulgar para abajo para esa cobertura. Sin embargo, lo peor de Seúl no fue este asunto de tener la oreja roja de apoyar el teléfono para copiar lo que te dicta otro –a veces, traducirlo–, sino haber descubierto que, a falta de cobertura doméstica, el cable te permitía seguir los Juegos a través de Bandeirantes, canal brasileño cuyo eslogan olímpico era “400 horas en el aire”. Mientras la televisión argentina transmitió los pésimos partidos del seleccionado de fútbol –llegó lastimosamente a una eliminación en cuartos de final contra Brasil– y la final que Sabatini perdió con Steffi Graf, los brasileños me regalaron Juegos Olímpicos que no hubiera podido disfrutar ni en el mismísimo lugar de los hechos. Creo que fue Canal 13 quien transmitió lo poco que se vio en vivo de esos Juegos. Y estoy seguro de que era en Canal 13 donde Marcelo Tinelli conducía unos compactos de un par de horas por fin de semana donde resumían los resúmenes –admítase la reiteración para afianzar el concepto– que llegaban vía satélite. Pocos meses después, Marcelo dejó de hablar de Calvin Smith y de Ben Johnson para empezar a convertirse en el hombre más popular e influyente de los últimos veinticinco años de nuestra televisión. En línea con el ya explicado desprecio de nuestra tele por el olimpismo, la memorable final por la Medalla de Bronce que la Argentina le ganó en vóleibol a Brasil la vimos a través de la televisión brasileña. Sospecho que no fui el único que sostuvo esa rutina de laburar de día y mirar los Juegos de noche: hubo un par de jornadas de zozobra en los que Cablevisión cortó la señal de Bandeirantes debido al reclamo de los dueños de los derechos en nuestro medio, que advirtieron una inusual solicitud de conexiones de cable durante esos días.
Ese registro fue uno de los motivos que me permitieron suponer, en 1996, que hacer una megacobertura olímpica podía ser no sólo una muestra de prestigio para TyCSports, sino también un éxito de audiencia. No sé si tuve razón, pero veinte años más tarde TyCSports ya no estará solo en la aventura: la Televisión Pública, DirecTV, ESPN y Fox cubrirán Río 2016. Mirar los Juegos por tele durante la madrugada y trabajar en el diario desde el mediodía hasta entrada la noche está muy lejos de parecerse a la sensación inconmensurable de participar de una cobertura olímpica de hasta 16 horas diarias en vivo. La gran coincidencia pasa por la adrenalina, esa droga orgánica y silenciosa que te hace sentir todopoderoso y omnipresente. Si los seres humanos estamos modelados para funcionar más o menos normalmente en tanto descansemos, por lo menos, un tercio del día, un Juego Olímpico rompe con todos los moldes. Y hasta mejora el rendimiento.