Cuarenta veces se alzo el telón para saludar al Cyrano de Bergerac. Fue hace más de 100 años en un teatro de los bordes de París, y Edmund Rostand supo que había creado un personaje para todos los tiempos. Cyrano era el reivindicador de quienes, siendo exteriormente “feos”, portaban en su interior las antorchas que se ofrecen ante las diosas de la belleza. Hombres como Grondona y Muñoz, Di Zeo y Alan, los del Tribunal de Disciplina, los del Colegio de Arbitros, ejemplos al voleo de lo que parece una irreversible victoria de la estética de lo feo, ¿cuánto tiempo tardarán en revelar la verdad de sus corazones? A qué injusticias arrastran a la opinión pública con su hermetismo? ¿Lo imperturbable y críptico de sus actos, la aureola de impunidad que los envuelve, impide conocerlos de verdad?
Baja desde lo alto una línea gruesa y sinuosa que falsea la armonía de las proporciones. La línea del todo pasa, negocios con los amigos, ley sólo la mía, las sanciones que dan risa y a los que no les guste, afuera. Allá abajo, en la cancha, los jugadores, por caso los de Gimnasia en el partido frente a Colo Colo, parecen captar el orden establecido. Y ofrecen una noche como para que el telón se levante cien veces porque aunque Gimnasia pierda, el triunfo de la fealdad de las patadas y las provocaciones es abrumador. Pedro abandona su diminutivo. Troglio se pone las ropas que Muñoz reparte en el vestuario y juega para ese equipo de Muñoz. Chilenos acá, no. Hay un reglamento y no hago más que cumplirlo. No voy a poner mil policías a cuidar a cincuenta chilenos. El recitado de Muñoz levanta plateas, las tribunas arden en aplausos, vociferan. Urdapilleta, en el medio del Teatro San Martín, resucitando al Rey Lear, no es capaz de superar esa escena. Los poderosos derraman su conducta hasta ser ellos mismos las víctimas. Troglio capta el mensaje y lo reenvía. Es una cadena y hay que respetarla. Ahora son los jugadores que desdeñan el placer del empeine y la pelota y castigan molares con los codos. Las tribunas, ¿ingenuas, domesticadas?, siguen la corriente, inclinan el pulgar ante la mirada atónita de los visitantes. El árbitro, señor Ruiz, de Colombia, provoca campanarios con su risa desembozada toda vez que hace justicia. Baja y sube la venda. Primero vicha, después cobra. O no. La balanza tiene un plato en lo alto y otro bien abajo. Centellea la espada en la noche de La Plata, y el pulso no le tiembla a Ruiz. Recostado en la negrura de la noche, su uniforme se desvanece sin contrastes.
La televisión del fútbol, sinceramente comprometida con el grotesco, lo eleva, lo educa, lo premia. Es la armonía del conjunto lo que luce. Picasso y tantos otros lo hacen, ¿por qué no el fútbol de la tele y de Grondona? Acaso no se trata de afear las formas, para potenciar los símbolos? Al cabo, lo que sucedió en La Plata tiene el final que se merece: Grondona escribe a los chilenos pidiéndoles disculpas. No puedo evitar un doloroso sentimiento de vergüenza, les dice. En nombre del fútbol argentino me disculpo...”, bla, bla, bla.
Hay varios ejemplos de hombres del arte que arremeten, críticos y corrosivos, contra su propia obra. Atraviesan la tela de un puñetazo, rompen partituras, quiebran estatuas sobre el piso, piden perdón por carta. Grondona, cuyo currículum no atravesaría la delgada membrana del derecho de admisión, y por eso se priva de ver en la cancha el fútbol que preside, Muñoz sancionado con la prohibición de mascar chicles durante seis meses por sus enjundiosos pares, Di Zeo, el amparado de algún juez, los ruises del Tribunal de Disciplina y cada una de las personas que los avalan son los artistas del momento.
Que el telón se levante mil veces, no cuarenta. Como en los tiempos de Cyrano: que viva la fealdad!