No. Lo siento, pero no.
OK, ya lo dije. Soy un ansioso. Debí plantear la pregunta del millón antes y dejar la respuesta para el final, como conclusión de mi modesta tesis sobre el asunto. En fin, así son las cosas. Resolvamos el crimen en el inicio del guión, como sucedía en las inolvidables historias del detective Columbo, aquella serie de culto de los 70:
—Oh, por cierto, señor Asch, hay algo que me gustaría saber... (Columbo se detiene en la puerta, se toca la frente, sonríe y despliega su escena clásica: va al grano, brutalmente) ¿Cree usted que Lionel Messi es el nuevo Maradona, ahora que demostró que puede repetir su gol más célebre?
—Sin el cuerpo no hay crimen ni asesino, usted lo sabe Columbo (contesté, algo sobreactuado, sintiéndome un personaje de novela negra); y el gordo todavía está vivo, involucrándose en problemas, como siempre. Pero si quiere mi opinión, teniente: no, el chico jamás lo logrará. Olvídelo .
¿Cómo hago para remontar esto, ahora? En esta misma columna escribí que Messi “todavía era más grande en los carteles de publicidad que en la cancha” y ahora el pibe me hace esto. ¿Será posible? Pues huiré hacia adelante, lo diré otra vez: Messi es crack, está en la elite del fútbol mundial, es un fenómeno y por lejos, el mejor jugador argentino. Lo que quieran. Pero no es ni será Maradona, aunque lo operen. Y diré por qué.
Maradona –como lo fue Pelé hasta su sobreadaptación al establishment–, es producto de la falta hecha virtud, de la furia indomable de la naturaleza. Quien haya jugado alguna vez en un potrero o en una calle poceada con una pelota Pulpo (dura como un puño, de dudosa esferidad y furiosamente rebotadora) debía saber cómo pisarla, amasarla, guiarla con los costados de la zapatilla para que no se escape, fatalmente, como un conejo loco. La habilidad del jugador sudamericano es hija de esa dificultad. Hacer la pared con la pared, frenar en una baldosa rota, gambetear en los pasillos, evitar zanjas, abuelas con changuito, o colectivos, acelerar para esquivar patadas criminales. Maradona creció haciendo de lo imposible una rutina. Hoy todo es diferente.
Lo increíble, la señal mística si se quiere, es la abrumadora similitud de los goles. Por lo tanto, la tentación de entronizar ya mismo al heredero no es para nada descabellada. Pero no olvidemos el contexto. Maradona hizo su gol en un Mundial, contra Inglaterra y a cuatro años de Malvinas. Messi se abusó del modesto Getafe, con algunos suplentes, en una semifinal de la Copa del Rey, un día de semana. ¿Le quita valor eso a la jugada genial del chico? Para nada. Pero un gol, por más impresionante que se vea, no te convierte en Maradona de un día para otro, colegas. Ni el opio en Artaud, ni rebanarte una oreja en Van Gogh, ni no dar reportajes en los Kirchner. Es cierto: Messi aceleró más, fue más rápido. Pero Maradona, zigzagueó acariciando la pelota con su zurda todo el tiempo (¿recuerdan la ley del potrero?), levantando la cabeza, pensando. Otra onda. Messi es una flecha, un fórmula 1 preparado científicamente en los mejores campos de Europa. El Barcelona lo recibió a los 14 años e invirtió una fortuna para acelerar su crecimiento y su sustento muscular. Messi es el resultado de la inversión, un producto perfecto de la tecnología moderna.
¿Juegan igual? No, estos jugadores no pueden ser encapsulados en una función, en un deber ser. Ninguno es/era delantero, ni enganche, ni un media punta definido. Juegan de ellos mismos. Maradona hacía girar al universo a su alrededor y era el dueño de las otras 10 almas que lo rodeaban, incluyendo la del técnico. Todos se sentían más de lo que eran capaces solo por estar al lado de Maradona. Messi no tiene la influencia, el liderazgo, el panorama, la dimensión del juego que en un microsegundo se instalaba en la cabeza de Maradona y viajaba hacia su pie zurdo. Es fatalmente rápido, gambeteador en velocidad con precisión de cirujano, le gusta arrancar por derecha y ahora hace goles. Es un fenómeno de la época e inevitablemente será entronizado como el nuevo Maradona, nos suene bien, mal o regular. Los argentinos necesitan un heredero porque su Dios sigue empeñado en definir por penales con la muerte. Y el voraz negocio del fútbol necesita nuevas estrellas: chicos sonrientes, sanos, que no desafíen a ningún poder, que no se ahoguen con químicos y alcohol. Talentos light, vendedores, previsibles, sin conflicto. Nuestro chico es ideal.
No niego el touch genial de Messi. ¿Cómo podría? Ojalá sea el mejor del mundo y que solo consuma yogurt, zumos de estación y sopitas. Pero nunca será Maradona, lo siento. No podría. Messi es un eficiente, Maradona, un fundamentalista. Messi es un crack entre cracks, un individualista; Maradona un líder que potenciaba al resto y que no negociaba nada, nunca. Messi es un chico que desborda talento y está manejado para que el mundo lo consuma. Maradona fue inmanejable, el exceso en casi todo. Messi es una póster, Maradona una bandera (algo deshilachada quizá, patética si quieren, pero que todavía flamea en estas pampas de crisis). Messi es el orden, Maradona la furia. Messi es lógico, Maradona, mágico. Messi es más “de allá”, Maradona nunca dejó de ser “de acá”, –¡y tan de acá!– en Fiorito o Montecarlo.
Su bendita y maldita condición. Nuestro espejo.