Hace un año y cinco días comenzó a salir la edición sabatina de PERFIL, con esta doble página de
columnas de opinión que, a mi juicio, ha sido de una calidad inusual en el periodismo porteño.
Felicito a mis compañeros de “equipo” y les agradezco las muchas veces que me llevaron
a pensar en cosas que no hubieran pasado espontáneamente por mis estrechos horizontes. Agradezco
también al editor de estas páginas, Guillermo Piro, la delicadeza de sus intervenciones, que
siempre mejoraron lo que podía mejorarse (y sólo eso).
Mi primera columna se llamaba “La poesía del pueblo” y yo pensaba, entonces, que
iba a insistir en temas vinculados con políticas culturales, porque mi formación me habilita para
eso. Hojeando las páginas del periódico, veo que en realidad hice lo que más temía: hablé sobre
cualquier cosa, me dejé llevar por la marea de discurso sobre lo más contemporáneo, intervine en
los temas más alejados de mi habitual actuación profesional. Cuanto más inseguro me sentía en
relación con un tema, más me obligaba a estudiarlo.
Es muy difícil sostener una columna de opinión, sobre todo cuando uno carece incluso de deseo
de opinión. La “opinología” reposa en un estatuto del sujeto (sujeto privilegiado que
dice cualquier cosa desde su lugar olímpico, legitimado por un cierto supuesto-saber que puede ser
tanto la microbiología como el panteísmo new age: opinar es del orden de la adherencia), que nunca
terminará de convencerme. Mejor es señalar dónde podrían encontrarse yacimientos enteros de
problemas de discurso. Opinar por A o B es adherir, finalmente, a un sistema binario de comprensión
de los problemas que nos involucran. Mejor es desplegar las figuras de lo imaginario que se
disputan el discurso.