DOMINGO
Muerte de Ezequiel Demonty

“Civilización porteña” y “barbarie del Conurbano”

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

En septiembre de 2002, Ezequiel Demonty y sus amigos fueron detenidos y obligados por agentes de la Policía Federal Argentina a cruzar el Riachuelo desde Pompeya, Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), hacia Valentín Alsina, Lanús, sin usar el Puente Uriburu. A nado. Ezequiel no sobrevivió, y sus amigos fueron testigos y víctimas claves para contar lo ocurrido. Muchos años después, el puente recibió oficialmente el nombre de Ezequiel Demonty. Su asesinato fue un punto de inflexión. Ocurrió en un momento de profunda crisis del modelo neoliberal abrazado por la Argentina durante los 90, cuando el sistema de referencias morales y los horizontes de vida quedaron en cuestión.

La muerte de Ezequiel indicaba una manera de administrar ciertas poblaciones en los bordes, entre la supuesta “civilización porteña” y la “barbarie del Conurbano”, y en la región de la CABA más degradada y con mayor concentración de villas. Precisamente allí donde esa utopía se desmoronaba como nunca, aceleradamente.

Pero esa intervención de la Federal también expresó una crisis en la forma de construir y gestionar a la población “excluida”, crisis preanunciada en la brutal represión de diciembre de 2001, que había dejado un saldo de 12 muertos y cientos de heridos, más la renuncia y fuga del entonces presidente, Fernando de la Rúa. El homicidio de Demonty ha sido un acontecimiento paradigmático como pocos, ya que puso en evidencia las condiciones más amplias que se juegan en el ejercicio situacional de la soberanía estatal. Ese ejercicio de la soberanía por parte de los agentes de la Federal no se producía en un vacío simbólico: hacía uso de valores vigentes para trazar las fronteras entre jóvenes policías –en su mayoría procedentes del Conurbano– y no policías –pobladores de la Villa Illia en la 1-11-14–. ¿Por qué empujarlos a cruzar hacia el Conurbano si eran porteños? ¿No era acaso un modo de volver a poner las cosas en su lugar, de donde nunca debieron moverse: los pobres lejos de la policía de la “civilización porteña”, y sobre todo, fuera de la Capital? La valoración en juego se vuelve más nítida si la comparamos con los hallazgos en otras latitudes. Mientras en Francia los policías gestionan –u hostigan– a la población de origen africano o árabe desde la radicalidad de la diferencia social, puesto que ellos son blancos y de clases medias (Fassin, 2016), en la Argentina cualquier gestión de las poblaciones “conflictivas” o “criminales” se funda en condiciones contrarias. Aquí, la distancia social entre policías y no policías es lábil. El mestizaje atraviesa a nuestra población; aunque no lo nombremos, cuelga como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. La crisis alcanza a esa Policía Federal demasiado aislada del resto de la Argentina, muy concentrada en la CABA como para gestionar conflictos sin potenciarlos.

Los esfuerzos del gobierno nacional que asumió en 2003 por dejar atrás el neoliberalismo impulsaron el fortalecimiento de una fuerza federal para controlar y gestionar la conflictividad en los amplios bordes móviles de la economía informal y la desprotección que había dejado la profunda retracción del Estado de bienestar. Así las cosas, el ejercicio de la soberanía estatal reinventó a una fuerza no porteña, federal y militar –la Gendarmería Nacional Argentina–, cuyos integrantes reivindicaban su origen provinciano (Melotto, 2017) y su misión como Centinelas de la Patria (tal como se llamaba a la gestión de poblaciones en la frontera nacional).

El recurso progresivo a estos funcionarios militares fue, creemos, una clara expresión de los obstáculos encontrados para restituir los modos de protección social del Estado forjados con el primer peronismo, cuyo imaginario dominó al gobierno nacional entre 2003 y 2015. La protección militar a través de esos recursos políticos operó como sustituto de esas otras formas de protección ya inaccesibles. En un escenario nacional y global fuertemente posneoliberal –o, mejor dicho, pos-Estado benefactor–, esas formas antiguas de la soberanía estatal, de reconocimiento de la autoridad pública obtenido a través del bienestar social, parecían irrecuperables.

Esa transferencia velada del ejercicio de la regulación política a una fuerza militar, sobre poblaciones que bordeaban la pretendida inclusión social en todo el territorio nacional, se hizo evidente en el crecimiento del número de gendarmes, que en 12 años pasó de 17 mil a 37 mil efectivos, mientras se debilitaba la Policía Federal. La mayoría de los gobiernos provinciales acompañó el incremento de su personal policial. Solo en la provincia de Buenos Aires, en el mismo período se pasó de 54 mil a 100 mil efectivos. Este aumento en el número de policías llevó a la Argentina a duplicar la cantidad de agentes policiales por habitante que recomienda Naciones Unidas, estimada en 250 cada 100 mil ciudadanos.

Mientras las policías provinciales crecían, la Gendarmería no solo serviría para controlar o reprimir acuartelamientos en el interior, sino que ampliaba sus competencias. Por orden del gobierno nacional, diversificó su despliegue para incluir los “policiamientos de proximidad”, que expropiaron el patrullaje a la Federal en ciertos territorios y poblaciones “excluidas”, “vulnerables” y o “criminalizadas” de los márgenes de la CABA. Nueve años después del homicidio de Demonty, la Gendarmería fue la fuerza elegida para quitarle el patrullaje callejero a la Federal en la jurisdicción de la comisaría donde había ocurrido ese hecho (y otros de tenor similar), tal como había sucedido en 2003 con la exclusión de la Policía Bonaerense de Fuerte Apache y luego de La Cava, San Isidro.

Aunque resulte paradójico, fue un gobierno progresista el que decidió valerse de una fuerza militar –a la que duplicó en tamaño en menos de una década– para atender la conflictividad social y política y dar seguridad.

*Autora de La Gendarmería desde adentro, SXXI Editores (fragmento).