DOMINGO
LIBRO

Democracia en jaque

El filósofo Carlo Galli analiza en El malestar de la democracia el desengaño con las promesas fundamentales de un régimen político que promete igualdad de derechos. Y el historiador Emilio Gentile explica en El líder y la masa por qué ese descontento se encarna en políticos que se presentan como “salvadores de la patria” como Donald Trump o Jair Bolsonaro.

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Basta. Aunque los valores fundamentales democráticos no están en cuestión, sí se rechazan las prestaciones del sistema. | cedoc / afp

Ciudadanos indiferentes

Existe un malestar de la democracia. No es el malestar (en realidad, un rechazo) que, en el curso de la historia occidental, alimenta la rica producción de ideas “contra” la democracia, ni ese otro que linda con la angustia “ante” la democracia, como el que podía experimentar Tocqueville, para quien ésta constituía un equivalente de las aguas del diluvio; ni es tampoco el malestar “en” la democracia, el desasosiego que veía Ortega en el interior de la democracia en la época de la rebelión de las masas.

Es exactamente el malestar “de” la democracia, de sus instituciones políticas y de su realidad social, hoy, en esa parte del mundo –en la cual se encuentra Italia– que la ha alcanzado desde hace tiempo y que se pregunta si no la ha superado (y que por lo tanto podría considerarse también como un malestar “después” de la democracia, el malestar de la posdemocracia).

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El malestar de la democracia es doble: es en primer lugar subjetivo, el del sujeto que debe considerarse “ciudadano”. Se manifiesta como un desafecto, como una indiferencia cotidiana hacia la democracia que equivale a su aceptación pasiva y acrítica, al rechazo implícito de sus presupuestos más complejos y comprometedores. El tipo de hombre que vive hoy en día en las democracias reales tiene hacia la política una actitud que hace cada vez más difícil la democracia: una repulsa rabiosa o resignada, generada por el desconcierto de una muerte que no se puede anunciar. Este malestar no es “odio”, porque no nace de una precisa voluntad oligárquica de dominio que enfrenta con hostilidad a las masas democráticas, sino que proviene más bien de abajo, del hecho de que tanto la política como la sociedad son percibidas más o menos oscuramente como lejanas a la democracia, y que ésta, aunque negada en los hechos, continúa de todos modos dominando de manera indiscutible en el léxico político como si estuviera dotada de un derecho casi natural, como si fuese un destino. Así aparece la apatía junto con la protesta. Y precisamente este elemento de contestación rabiosa, si bien pasiva, convierte el malestar en algo más que en un simple “desencanto” o una resignada desconfianza hacia la democracia.

Es también un malestar objetivo, estructural. Nace de la inadecuación de la democracia, de sus instituciones, para mantener sus propias promesas, para estar a la altura de sus objetivos humanísticos, para otorgar a todos igual libertad, iguales derechos e igual dignidad. La democracia ha sido arrasada por las transformaciones del mundo. Por más que nuevas oleadas de democracia se precipiten sobre el globo –después de la tercera, posterior al fin de la Guerra Fría, existe una cuarta que arremete contra las dictaduras del mundo árabe, y se especula, con vacilaciones, sobre la que debería alcanzar a la nación más populosa y dinámica, China, y derrocar a las dictaduras supérstites, como las de Birmania, Corea del Norte y otras similares–; por más que avance impulsada por el Zeigeist y no se la enfrente con un pensamiento abiertamente antidemocrático; aun cuando el desarrollo económico –que no coincide con ella, pero a menudo está asociado a ella– se afirme en Asia, Africa y América Latina; no obstante todo esto la “democracia real” está en crisis, mientras la democracia como ideal triunfa en las últimas revoluciones democráticas, acontecimientos emocionantes, ricos en pathos y en esperanza. Dicho de otro modo: aunque los presupuestos lógicos y los valores de la democracia no son abiertamente impugnados, a menudo se cuestionan sus reglas y sus instituciones, lo que equivale a decir que, aunque estén presentes algunos de los prerrequisitos de una democracia, ésta no remonta vuelo, o, más bien, sus prestaciones son decepcionantes para un número cada vez mayor de personas. Por cierto, se la invoca donde falta, y se la persigue con coraje como aspiración esencial de los pueblos, pero allí donde hace tiempo que está consolidada sus instituciones van perdiendo su aliento vital y cada vez con menor frecuencia se hacen cargo de la política real, que se manifiesta, en sus flujos de poder, por vías y con modalidades que poco tienen de democrático y mucho del “dominio” oligárquico. En diversos contextos y con diversos grados de intensidad, la democracia se ha opacado y su supervivencia es larval, aunque todavía no se haya extinguido.

Desde el punto de vista objetivo, el malestar de la democracia reside en que no parece adecuada para regular y dar forma a la política en el mundo actual; y desde el punto de vista subjetivo, en la sensación, espontánea o inducida (el punto debe aclararse), de que esto es cierto. Se trata, por lo tanto, de un malestar distinto del que planteaba Freud, que consistía en el hecho de que la cultura debe sacrificar la libido del individuo, tanto del erotismo como de la agresividad, a favor del bienestar colectivo. Se trataba de un sacrificio parcial, de una reorientación: Eros se transforma en el vínculo universal entre los hombres, y Tánatos, la agresividad, se convierte en el superyó, el sentimiento de culpa que condiciona éticamente al yo y hace posible la cultura. Y ésta es la casa del hombre precisamente porque el hombre no se siente allí de inmediato como en su casa: el malestar –das Unbehagen, la falta de comodidad, de familiaridad, la desorientación– constituye la condición de la cultura. El malestar de la democracia, en cambio, no tiene el carácter forzoso y progresivo presupuesto por Freud; se parece más a aquello de lo que habla Charles Taylor, del malaise que surge de la combinación de individualismo, desencanto técnico y pérdida de la libertad que constituye la traición al ideal moderno de autenticidad, de la plena capacidad de expresión del individuo.

El malestar de la democracia no es la incertidumbre que aparece cuando uno se ve obligado a elegir entre dos opciones diferentes. Es la insatisfacción que produce la democracia unida a la sospecha de que no existen alternativas, es una desorientación que corre el riesgo de convertirse en constante e insuperable, pero nunca en productiva. Es un malestar que va acompañado por la idea de que estamos siendo engañados, una idea típica del siglo xx que se extiende al siglo xxi. Y por ello se vuelve necesario un saber crítico y genealógico, que nos diga qué es lo que podemos conocer, qué es lo que debemos temer y qué es lo que podemos esperar. Hablar del malestar de la democracia y de sus paradojas solo será posible si logramos previamente definir y reconstruir el concepto del término “democracia” y sus realidades institucionales.

Hablar del malestar de la democracia, en resumidas cuentas, constituye una ocasión para intentar entender lo que queremos decir con la palabra “democracia”, término polisémico en el cual se superponen distintas opciones y distintos significados; la complejidad de la democracia representa, junto con el malestar, el segundo foco teórico y político de este ensayo, cuya tesis de fondo es que un remedio parcial y posible para ese malestar reside en la toma de conciencia y la reactivación selectiva de esa complejidad, dentro de la cual existieron y siguen existiendo diversas y múltiples posibilidades. Y son estas posibilidades las que hay que redescubrir y analizar, si se aspira a entender si la democracia no ha dado lo que podía dar, es decir, si no ha mantenido sus promesas (y en este caso se deberá también comprender por culpa de quién o de qué), o bien si esas promesas se han cumplido y la democracia, por lo tanto, ya agotó sus potencialidades. Si se debe convivir con amargura con una ilusión cuyo fuego ya se ha convertido en frías cenizas, o se puede argumentar de manera razonable a favor de una democracia esencialmente “por venir”.

Si la crisis que atravesamos es una crisis de la democracia como sistema político –y quizás como expresión de una cultura– o bien una crisis de algunos de sus aspectos y factores. Para dar un comienzo y una dirección al propósito de hacer ver la intrínseca complejidad de la democracia, y sin la pretensión de escribir su historia, se debe prestar atención a coyunturas que son, al mismo tiempo, históricas y conceptuales: la relación entre la tradición y la modernidad y entre la modernidad y la globalización. Relaciones que, medidas en referencia al lema “democracia”, al “poder del pueblo”, se revelan, prima facie, más distantes que cercanas, y en todo caso considerablemente accidentadas.

 

Política personalizada

Los historiadores son pésimos profetas, siempre que admitamos la existencia de buenos profetas. El futuro, que no deja de ser imprevisible, no es el tiempo de la historia. El tiempo de los historiadores reside por entero en el pasado. Con todo, a veces puede suceder que, al observar el presente desde la perspectiva del pasado, el historiador vislumbre cuál será el desenlace de procesos que en su época están en pleno desarrollo, y esto mientras estudia su génesis y las modalidades que adoptaron, de modo que se caracterizan como fenómenos no contingentes, sino con probabilidades de duración en el momento actual.

El fenómeno contemporáneo, que en las páginas de este libro delineé según su desenvolvimiento actual, es la transformación de la democracia representativa en democracia recitativa, en que toma un papel predominante en el manejo del poder la relación directa que, desde el momento mismo de su elección, el líder democrático entabla con la multitud de gobernados, proclamando ser la expresión y el intérprete de la voluntad popular, por encima de las demás instituciones que –en su división, independencia y control recíproco– forman la estructura de un Estado democrático.

El casi simultáneo (e igual de repentino) ascenso al poder de Donald Trump y de Emmanuel Macron aporta los más recientes casos emblemáticos de personalización de la política y del poder en situaciones que corresponden a la génesis de la democracia recitativa, prefigurada hacia el final de este libro. De hecho, los ejemplos históricos de personalización de la política presentados en El líder y la masa se detenían a comienzos de los años 60 del siglo pasado, específicamente en las figuras de Charles De Gaulle y John Fitzgerald Kennedy.

La elección de estos dos personajes –nacidos y formados en épocas muy distintas, tan distintas como los respectivos países y regímenes políticos– pretendía demostrar que, en los regímenes democráticos, la personalización de la política y del poder es un fenómeno condicionado decisivamente por la peculiar personalidad del líder, pero no depende crucialmente de la edad, de la generación en que hayan nacido, del país ni de sus instituciones. El viejo francés y el joven estadounidense tenían muy poco en común, más allá de la pretensión de ser ellos, y solo ellos, los únicos líderes capaces de volver a engrandecer su país en cuanto a prestigio y actuación en el mundo. Para eso, el anciano general fundó una nueva república, la Quinta República, caracterizada por una fuerte concentración del poder en el jefe de Estado. Por su parte, el joven político estadounidense intensificó los poderes presidenciales, incitando al pueblo a conquistar una nueva frontera, decidido a inaugurar una nueva era de grandeza para los Estados Unidos. Además, De Gaulle y Kennedy fueron los primeros gobernantes democráticos occidentales de la segunda mitad del siglo XX en entablar una relación directa, personal y constante con sus gobernados, ya fuese gracias a los frecuentes viajes en sus países de origen, acompañados por discursos y baños de multitud, o bien por medio de la televisión, que esos dos presidentes transformaron en un púlpito personal para comunicar sus mensajes aun dentro de los hogares de los ciudadanos.

Más de medio siglo después, se da la singular coincidencia de que en las dos primeras democracias de Occidente llegaron a la cumbre del poder un viejo y un joven, que en común tienen la pretensión de ser los únicos líderes capaces de reponer bienestar, seguridad, prestigio y grandeza a sus países. Solo que esta vez el viejo es el presidente de los Estados Unidos, mientras que el joven es el presidente de Francia.

Trump y Macron son dos figuras emblemáticas del fenómeno de personalización de la política y del poder a comienzos del tercer milenio.

Respecto de sus predecesores, en uno y otro la novedad de su ascenso al poder consistía en la falta de experiencia política prolongada: de hecho, tanto Trump cuanto Macron se ufanan de ser hombres nuevos, que decidieron candidatearse para timonear sus países y, con eso, renovar la democracia degradada por los políticos profesionales. Los dos también se ufanan de haber adquirido dotes y capacidades de gobierno y de mando trabajando en el mundo de la economía y de la sociedad civil, no en los meandros y entre las intrigas del sistema político tradicional. Pero precisamente por esta novedad suya, el ascenso de Trump y de Macron al poder llegó como una confirmación de la previsión acerca del decurso actual de la democracia recitativa. (...)

Se consideraba que el septuagenario Donald Trump era un candidato improbable por su avanzada edad, sus ambiguos sucesos empresariales, sus piruetas políticas entre los reformistas, los demócratas y los republicanos (cuyo partido finalmente se volvió el trampolín para su ambición de poder, pero sin un impulso muy enérgico, ya que sus principales notables le eran hostiles). Por lo demás, no tenía experiencia alguna de gobierno y echaba a andar con una notoria desventaja respecto de su antagonista demócrata, tanto más aguerrida y favorita, Hillary Clinton. Por añadidura, Trump gozaba de un muy amplio descrédito en las primeras planas de la prensa escrita y en los titulares televisivos, por causa de su extremismo xenófobo, la vulgaridad de su estilo virulento y agresivo, su incompetencia e improvisación al concebir soluciones simples y brutales para complejos problemas de política interior y exterior. En definitiva, si se toman en consideración todas las condiciones adversas, en abril de 2016 la derrota del candidato Trump parecía algo que dar por descontado.

Y no mejor posicionado parecía Emmanuel Macron cuando a sus 39 años ingresaba a la contienda por la presidencia en Francia. Nunca había participado en comicios políticos; en 2014 lo había convocado el presidente socialista François Hollande para ser parte de su gobierno, como ministro de Industria. Pero en agosto de 2016 Macron renunció para, precisamente, presentar su candidatura a las presidenciales. Había militado algunos años en el Partido Socialista, pero no era estrictamente socialista; antes bien, un liberal independiente con una vaga aureola de socialidad. Muchos observadores atribuían al joven y ambicioso banquero una meteórica parábola en las urnas. El recién nacido movimiento En Marche!, un rejunte tramado desde los vértices del poder, sin arraigo territorial, era un enano entre los partidos históricos franceses. Y esa apariencia presentaba también con relación al agresivo partido de extrema derecha, el Frente Popular, que tenía décadas de trayectoria, con un considerable poder de convocatoria popular y electoral, bajo el mando de la hija de su fundador, Marine Le Pen, a quien muchos observadores temían como posible presidenta de la república, la primera mujer en el Elíseo. En ese contexto, el joven Macron, a la par del anciano Trump, no era valorado como candidato exitoso.

Con todo, tomé como base mis reflexiones acerca de la política actuada y, en conversaciones personales, aventuré la previsión de que ellos triunfarían. No me asistía don profético alguno, sino que desde años atrás estudiaba en las experiencias del pasado el fenómeno de la personalización de la política y del poder en los regímenes fundados sobre la soberanía popular, y simultáneamente observaba el modo en que ese mismo fenómeno se desenvolvía a inicios del tercer milenio en las principales democracias del mundo occidental. Por ende, formulé mi previsión de la victoria de Trump y de Macron no porque la vi en una bola de cristal de efectos mágicos, sino porque evalué la poderosa influencia que la novedad de sus figuras, exhibidas como originales y revolucionarias en antagonismo con el sistema político tradicional, tendría en una masa electoral decepcionada, enojada, descontenta y, por sobre todo, hostil a los políticos y gobernantes en ejercicio.

Desde esa perspectiva, por mi evaluación de las posibilidades concretas del triunfo de ellos dos, me valí del ejemplo de otra emblemática experiencia contemporánea de personalización de la política y del poder, la de Silvio Berlusconi. Este político italiano fue durante dos décadas –y sigue siéndolo en nuestros días, a sus 80 años de edad– el más extraordinario ejemplo de la relación entre el líder y la masa en la actual génesis de la democracia recitativa.