DOMINGO
LIBRO / El debate sobre las protestas callejeras

Derechos en pugna

¿Mis derechos terminan donde empiezan los de los demás? ¿Es más importante el derecho a la libre circulación que a una vida digna? ¿Qué respuesta ofrece la justicia? Carta abierta sobre la intolerancia entabla un diálogo con aquellos que exigen del derecho una respuesta más severa hacia quienes protestan, y con quienes cortan calles en reclamo de sus fuentes de trabajo o de mejores condiciones laborales.

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La violencia callejera argentina, uno de los ítems que la Cancillería británica destaca en sus advertencias a viajeros. | Cedoc Perfil
El objetivo de las líneas que siguen es reflexionar críticamente sobre un tema grave y de actualidad como es el de la protesta en las calles y las reacciones del poder público –en particular, de la justicia– frente a ella. En lo personal, me rodean una cantidad de dudas acerca de cómo pensar el tema. Pero creo que allí está la aventura, allí está lo interesante: comenzar a pensar con cuidado sobre una cuestión difícil, antes que actuar o juzgar a partir de pálpitos, prejuicios o inercias de algún tipo. Por supuesto, no es sencillo decir con exactitud cuál es la mejor respuesta sobre el tema (aunque sugeriré algunas alternativas). En cambio, entiendo que resulta más fácil descartar malas respuestas, como las que encontramos con tanta frecuencia. Creo que si logramos eso, si conseguimos reconocer que muchas de las cosas que hoy se dicen cuando se discute sobre la protesta social son insostenibles, habremos dado un paso importantísimo para seguir debatiendo.  La estrategia argumentativa que voy a desarrollar es la siguiente. Voy a examinar de manera crítica las principales razones que han dado nuestros jueces cuando se han enfrentado a este tipo de problemas, e intentar demostrar hasta qué punto esas afirmaciones resultan teóricamente inteligibles y valorativamente aceptables. Optar por esta vía de ingreso a la discusión tiene algunas ventajas, que son las que me han llevado a adoptarla. Me referiré aquí, con cierta brevedad, a tales ventajas.

En primer lugar, me parece que cuando separamos los formalismos jurídicos, el palabrerío innecesario, la jerga judicial empleada de manera indebida, notamos que los jueces ofrecen argumentos que no difieren demasiado de los que encontramos todos los días en la calle o en cualquier bar, cuando dos amigos conversan sobre el tema. Por eso, al repasar y criticar las argumentaciones judiciales, estaré repasando y criticando una serie de consideraciones que muchos de nosotros empleamos, con mayor o menor sofisticación, en nuestras discusiones cotidianas.

En segundo lugar, es muy importante prestar atención a lo que dicen nuestros jueces ya que al fin de cuentas son ellos los que (para bien o para mal, aunque yo diría que para mal) definen el significado “verdadero” de la Constitución. Si los jueces dicen que la Constitución no acepta los cortes de ruta, o que prohíbe que los manifestantes utilicen pasamontañas, o que rechaza que se hagan protestas en nombre de intereses sectoriales (y aunque, en los hechos, su texto explícito no mencione absolutamente nada al respecto), entonces, y en principio, la Constitución dice eso. Esto es, siempre tenemos que prestarles mucha atención a los dichos de nuestros jueces, ya que sus dichos –quiérase o no– determinan en buena medida los límites posibles de nuestras acciones e iniciativas. Por otra parte, me interesa decir que la argumentación judicial es, o debería representar, el escalón más alto en materia de discusión pública. Los jueces están forzados a decidir sobre las principales cuestiones de interés colectivo (todas las relacionadas con la Constitución, que incluyen temas importantísimos como la libertad de expresión, la libertad religiosa, la privacidad, los límites de la democracia). Y están obligados a hacerlo con argumentos, lo que significa que no pueden dictaminar en un caso sin dar razones al respecto. Más todavía, los jueces tienen la obligación de argumentar utilizando razones públicas en sus decisiones, esto es, razones que todos pueden entender y en definitiva aceptar. Ellos no pueden fundar sus fallos, por ejemplo, con frases como “Y decido de este modo porque a mí me parece” o “Decido de este modo porque los simpatizantes de este gobierno (o los peronistas, o los católicos, o los progresistas, o los hinchas de Boca) pensamos así”. Los argumentos judiciales deben apoyarse en la Constitución y, como tales, ser aceptables, en principio, por cualquiera de los integrantes de nuestra comunidad. Así, los jueces tienen una responsabilidad muy especial, que debería llevarlos a hacer un esfuerzo para respaldar sus decisiones en argumentos claros y persuasivos para cualquier ciudadano, un esfuerzo que ni siquiera se esperaría de un legislador.

El enfoque que voy a presentar tiene su punto de partida en un estudio que realizo desde tiempo atrás, referido al modo en que los jueces han reaccionado frente al disenso, frente a los críticos del poder. Por fortuna o no, en los últimos tiempos ha habido muchas decisiones judiciales sobre el tema de la protesta, muchas de ellas coincidentes en sus fundamentos. Como línea general, uno detecta una gran debilidad en las argumentaciones judiciales dominantes, lo cual resulta muy preocupante si se tienen en cuenta las consideraciones anteriores. No porque sea obvio cómo deben resolverse los casos que involucran cuestiones de protesta social, sino por la notoria pobreza que se observa en este terreno, por la cantidad de reflexiones y discusiones que se echan en falta. Por lo general, uno se encuentra con aproximaciones más bien simplistas y dogmáticas sobre cuestiones que implican, finalmente, que algunas personas queden presas, que otras queden en libertad, que algunos sean sancionados y otros  absueltos.

Todo esto debería forzarnos, como ciudadanos, a exigir mucha más seriedad en quienes están tomando decisiones. Este sería mi punto de partida. En todo caso, tendremos oportunidad de examinar si los argumentos habituales de nuestros jueces son realmente débiles o no. Vamos a retomar uno a uno esos argumentos, de modo de ponerlos a prueba, sondear hasta dónde resisten y ver cómo han intentado superarse unos a otros. Lo que voy a hacer es presentar esos argumentos no tanto en el orden cronológico en que han aparecido sino en orden de importancia: iremos de los menos trascendentes a los más interesantes, y veremos en cada caso en dónde radica su interés y su valor, o sea, en definitiva, hasta qué punto las razones que presentan nuestros jueces resultan atractivas desde el punto de vista constitucional.

Además, realizaré tres comentarios breves: uno sobre la cuestión de lo que llamaría comunidad, otro sobre la cuestión de la democracia y el último se referirá a la cuestión de los derechos. Veremos, entonces, de qué modo estas reflexiones impactan o podrían impactar en la resolución de las cuestiones ligadas a la protesta social. Anticipo que, en mi opinión, dichas reflexiones sugieren que comencemos a pensar en decisiones diferentes: vienen a argumentar en una dirección que es contraria a la que en nuestros días se percibe como dominante dentro de la justicia. ¿Dónde terminan los derechos de cada uno? Comenzaré, entonces, por un argumento que es el más común y el más pobre de todos pero que, a pesar de ello, ha tendido a aparecer como decisivo en una multiplicidad de fallos. Me refiero a la idea obvia, más bien vacua, de que todos los derechos tienen un límite; luego, los derechos no son absolutos y no se puede hacer cualquier cosa en nombre de un derecho. Esa idea de un límite resulta inteligible para todos, pero hasta que no nos digan cuál es ese límite, por qué razones y qué hacemos a partir de que lo descubrimos, no nos habrán dicho nada. Por eso es que hay en dicho reclamo una apelación a algo que todos en principio podemos suscribir (“los derechos tienen un límite”), pero que deja encubierto todo lo que interesa ver, relacionado con qué hacemos si es que descubrimos ese límite y cuándo aparece.

Así, nos encontramos en realidad con lo que constituye sólo la frase inicial de lo que debería ser un razonamiento. Permítanme citar algún ejemplo al respecto, proveniente de la doctrina argentina; más específicamente, de Gregorio Badeni. Dice Badeni (1999): “La libertad de expresión es una libertad legítima, propia de las repúblicas pero no es una libertad absoluta. El derecho de peticionar, como toda libertad, no es absoluto pues su ejercicio debe adecuarse a las leyes reglamentarias”. A esa afirmación podríamos responder: “Bueno, eso está muy bien, pero lo que en realidad importa es todo lo que usted no nos ha dicho”. Y lo que uno normalmente encuentra en las decisiones judiciales, al menos en las muchas que yo revisé (y en esto les pido que confíen en mi palabra), es que esta primera frase, que debería ser la línea inicial de un razonamiento completo, se convierte en premisa única de la cual se deriva la resolución del caso.
Se nos dice –a partir de aquella declaración inicial, vaga, tan abstracta– que es necesario condenar a tal persona o impedir tal otra marcha o denegar respaldo a esta manifestación porque los derechos tienen un límite. Pero en realidad no nos han dicho de ningún modo por qué debe tomarse esa decisión tan drástica. Los jueces no nos han aclarado absolutamente nada al decirnos que los derechos tienen un límite. ¿Cuál es el límite? ¿Es mi palabra, la palabra del presidente, la opinión de la mayoría? ¿O está en las preferencias particulares del juez? Porque si consideramos que los derechos tienen –como merecen tener– un peso extraordinario, entonces los jueces tienen que darnos una razón muy fuerte si es que con determinada decisión quieren, finalmente, justificar la remoción de un derecho.

La estrategia que critico es, sin embargo, muy habitual en nuestro medio. Se la pudo observar, por ejemplo, en un reciente fallo que deniega la excarcelación a los llamados presos de la Legislatura (me refiero a los manifestantes detenidos luego de que se expresaran de modo violento frente a la Legislatura de la ciudad). La decisión del caso por parte de la Sala V de la Cámara resultó muy simplista, brutal, tanto que podríamos decir que entonces la justicia vino a devolver golpe con golpe, violencia con violencia. La Cámara denegó entonces la excarcelación de esta gente básicamente apelando al argumento citado: “Es que los derechos” –de los manifestantes, en este caso– “tienen un límite”. Pero, como advertimos más arriba, con afirmaciones de ese tipo la Cámara no nos dice absolutamente nada de interés, nada que logre fundamentar el contenido de su drástica decisión. De todos modos, ha habido intentos más sofisticados sobre la cuestión, orientados a dar contenido a la idea de que los derechos tienen límites; a ellos quisiera abocarme a continuación. Algunos han dicho, por ejemplo, “Los límites de los derechos tienen que ver con el interés de todos los demás, con el bien común, con reclamos en nombre del interés general. Hay un interés general que cuidar, hay un bien común que custodiar”. Y estas personas podrían agregar: “Usted tiene derecho a protestar, pero eso no significa que pueda protestar de cualquier modo, por ejemplo, pasándole por encima al interés común, descuidando el bien de la nación, el interés general”.

Ahora bien, este reclamo, que uno escucha muy a menudo en autoridades jurídicas y en comunicadores sociales, no deja de ser muy pobre. ¿Por qué? Porque, dentro del ámbito jurídico, resulta, no sé si obvia pero casi, la posición opuesta, la idea de que los derechos nunca pueden removerse en nombre de semejantes generalidades. Presumimos que, si la idea de derechos tiene sentido, es porque estos son capaces de vencer cualquier reclamo realizado en nombre de nociones tan inasibles como las de bien común o interés general. Justamente, uno podría decir que la idea de derechos nace para oponerse a reclamos efectuados en nombre de tal tipo de vaguedades.

El hecho de que los jueces deben proteger la expresión de los críticos del gobierno, y sobre todo la de aquellos que se encuentran en una posición vulnerable, merece reforzarse todavía más en países como la Argentina, donde la palabra, y en primer lugar la palabra pública, está distribuida de acuerdo con el dinero que cada uno tiene. Este aspecto no es menor y amerita que le dediquemos al menos un comentario. En efecto, criterios como los que examinamos hace instantes nos llaman la atención acerca de la importancia de determinar si, en el caso concreto, se trata de un grupo que no accede de manera equitativa a la radio y la televisión, tiene dificultades para acceder a esos medios o nota que los “métodos convencionales de petición” están muy lejos de sus posibilidades. Sin que dicho dato determine, desde luego, la resolución del caso, la idea es que tales observaciones no pueden estar ausentes en el razonamiento judicial. Es decir, el juez no puede cerrar los ojos al contexto que organiza la expresión pública en la sociedad. En países como la Argentina, ese contexto resulta muy problemático por la fuerte correlación que existe entre expresión y dinero, y por el modo extraordinariamente desigual en que se encuentra distribuido ese dinero. Estos países intensifican y agravan las preocupaciones citadas. Aquí, el acceso a los medios depende de lo que uno esté dispuesto a pagar por ese recurso, o de la capacidad que uno tenga para seducir a los que puedan pagar, dentro de un marco en el cual no son muchos los que pueden pagar ese precio.

El tema da para mucho y, por tanto, no querría extenderme en esta digresión. Sí diría que uno debe estar alerta para evitar una confusión bastante común: la de pensar que uno garantiza la libertad de expresión respetando un statu quo en que algunas voces resultan sistemáticamente silenciadas y otras se encuentran sobrerrepresentadas en la esfera política. Respetar la libertad de expresión no es sinónimo de mantenerse inactivo frente a un estado de cosas que consagra una gravísima e injustificada desigualdad de voces. Respetar la libertad de expresión requiere, por el contrario, acciones públicas destinadas a que se escuchen voces diferentes, acciones que faciliten el acceso a la escena pública de puntos de vista opuestos, acciones que rompan una inercia que castiga a quienes están peor por razones por completo ajenas a su responsabilidad.

Llegados aquí, y en un intento por complicar las cosas un poquito más, podríamos decir algo como lo siguiente: “Muy bien, vamos a aceptar lo dicho. Reconocemos la necesidad de proteger las voces críticas, como reconocemos el hecho de que los grupos con dificultades especiales merecen una protección especial. Pero esto no significa amparar cualquier cuestión. Una cosa es proteger a aquellos que buscan un medio de comunicación para expresar su reclamo y otra es darles resguardo a aquellos que sólo se mueven en razón de intereses particulares”. Permítanme citar a una famosa doctrinaria constitucional argentina, María Angélica Gelli: Las acciones llevadas a cabo con la finalidad de llamar la atención de la opinión pública y la de presionar a las autoridades con cortes de rutas, caminos o calles [merecen ser limitadas] aun cuando las autoridades suelen ser muy complacientes con aquellas por motivos políticos o sociales y en ocasiones para evitar males mayores.

En cambio, agrega luego, los reclamos y protestas ante los medios de comunicación social, en especial frente a la cámara de televisión, denotan el interés de los propulsores por hacerse visibles ante las autoridades o ante el público. Más allá de que pueden encubrir uno de los llamados operativos de prensa, no sería sino la manifestación de disconformidad o queja amparadas por la libertad expresiva.

Creo que la respuesta que merece darse a esta línea de reflexión es paralela a la que dábamos antes; es decir, aquí es importante reflexionar acerca de cuáles son las posibilidades efectivas de estos grupos de acceder a la autoridad pública y cuáles son los derechos que estos grupos ven vulnerados. En cambio, la profesora Gelli propone su argumento sin prestar mayor atención a esas violaciones de derechos y –peor aún– como si los grupos que usualmente no acceden a los medios de comunicación masivos esquivaran dichos medios por falta de voluntad, por desinterés hacia los demás o por el mero egoísmo que los mueve. Sin embargo, desde luego, el caso suele ser el opuesto: ellos no acceden a los medios porque los medios los eluden.

Por fin, quienes acceden a los medios de masas no son quienes tienen más necesidades o urgencias, sino quienes (por buenas o malas razones, y habitualmente por las malas) son más interesantes para los medios.