Miralos, Mecha, ¡qué buenos mozos son!”.
La observación orgullosa de Potota hacia su esposo y Eduardo Lonardi, que caminaban delante de ellas, fue hecha mientras los dos matrimonios realizaban sus habituales paseos por el centro de Santiago de Chile. Así lo recordaría años más tarde Mercedes Achával, cuando decidió volcar en sus memorias inéditas aquellos amargos días que le tocó vivir junto a su marido.
Cuando los Lonardi arribaron a la estación Mapocho, en el verano de 1938, Perón y Aurelia ya los estaban esperando (...).
Hasta que Perón dejara Chile, el 23 de marzo, las dos parejas pasaban mucho tiempo juntas. “Estábamos con ellos de la mañana a la noche”, recordó la esposa de Lonardi. Las parejas habían congeniado naturalmente, como si hubiesen sido amigos desde tiempo atrás. “Perón era un hombre fuerte, de modales afables y atento, nos impresionó bien. De su señora, se desprendía una evidente simpatía”.
(...) Chile no era el destino esperado por el nuevo agregado militar. El año anterior el joven matrimonio había visto frustrada una gira de estudios por Alemania y, a último momento, a Lonardi lo habían asignado al país trasandino, un destino que no estaba en sus planes. En sus recuerdos, la esposa de Lonardi escribió sobre el viaje a Alemania que “ya estaba casi resuelto, cuando una interferencia de un general influyente hizo primar una recomendación”.
A comienzos del año 1937, el joven mayor había solicitado el mando efectivo de tropas, pero el ministro de Guerra Basilio Pertiné había rechazado su solicitud. Hasta que el 18 de enero de 1938, a sus 41 años, fue nombrado agregado militar y aeronáutico en Chile.
(…) Antes de partir para la capital trasandina, ya nombrado, Lonardi se presentó al Estado Mayor a fin de solicitar las órdenes correspondientes. “Fue el comienzo de la aventura”, recordó Mercedes Achával. Le indicaron que debía recibir instrucciones del teniente coronel Perón por una misión a cumplir, calificada de secreta y delicada. Asimismo, se le proveyó del pasaporte diplomático Nº 387, fechado el 31 de enero de 1938. Incluía las fotografías de su esposa y de sus pequeños hijos Eduardo, Luis, Marta y Mercedes.
En esas salidas entre ambos matrimonios, con las mujeres como testigos involuntarios, Perón le adelantó a su sucesor la misión secreta que tenía por delante. Le relató que en uno de los viajes que había realizado a Buenos Aires, el jefe del Estado Mayor General del Ejército le impuso la orden verbal de establecer un servicio de informaciones en Chile y obtener documentos secretos, de interés para la Argentina.
Puso al tanto a su sucesor de los detalles de una operación de espionaje que había armado con el propósito de obtenerlos, especialmente los relacionados con planes de ataque chilenos a la Argentina. Y le brindó las instrucciones necesarias para que cerrara lo que él había iniciado, ya que el asunto estaba muy avanzado.
Perón había arreglado el pago de cien mil pesos chilenos para adquirir el documento de la idea operativa, con sus respectivos fundamentos; otros cien mil para hacerse del plan de movilización del Ejército chileno, y una cifra igual por el plan de concentración.
—Yo le dejo todo listo para que usted abra las manos y los documentos le caigan como una breva pelada –recordó años más tarde la viuda de Lonardi que le escuchó decir a Perón.
¿Por qué motivo el agregado militar en funciones no concluyó lo que había iniciado? Porque solo se esperaba la confirmación final del Estado Mayor General del Ejército –que aún no había llegado– y que se le enviara, al agregado militar, el dinero correspondiente para adquirir esos documentos. No solo se solicitaron los fondos por los canales reservados habituales, sino que Perón había hecho interesar del tema a algunos superiores que habían estado ocasionalmente en Chile, como fue el caso del coronel Juan Carlos Sanguinetti.
Perón le hizo entrega a su sucesor de una memoria, en donde estaban incluidos todos los detalles de la operación. Luego de familiarizarse con todas las aristas de la misión, Lonardi debía destruirla, tal como hizo. Otro ejemplar de ese documento lo llevaría Perón a sus jefes en Buenos Aires.
Según se desprende de los testimonios y declaraciones, la operación era obra de Perón que, como es norma en estos casos, la había armado a espaldas de la Embajada, cuyo titular y el resto del personal nunca se habrían notificado.
“No olvidaré el asombro que se produjo en Lonardi al enterarse de la misión”, escribió su viuda. Enseguida sobrevinieron las dudas y las prevenciones.
Luego de conocer los detalles de la maniobra que estaba en pleno desarrollo, el nuevo agregado militar desconfió del plan que su antecesor le había expuesto. Había detalles que no le cerraban, aun para un oficial como él, formado como artillero y sin experiencia en el área de la inteligencia militar.
Oficialmente, el 10 de febrero Perón le hizo entrega a Lonardi de los efectos existentes en su despacho de la agregaduría en Chile (…).
La primera reacción de Lonardi fue la de comunicarse con sus superiores en Buenos Aires, a fin de solicitar instrucciones a partir de las indicaciones recibidas. Sus jefes fueron claros: le ordenaron continuar con la operación que Perón había iniciado.
Como buen militar, Lonardi acató la orden.
(…) Desde que Perón comenzó a urdir la operación de inteligencia, mientras desarrollaba su trabajo en la Embajada argentina, hasta que llegó su reemplazo, varios fueron los acontecimientos que habían tenido lugar.
Para comprender la magnitud de la trama, debemos regresar al segundo semestre del año 1937. El argentino se había convertido en un militar popular en los círculos castrenses chilenos, y ganado la simpatía y el reconocimiento de la sociedad chilena, donde ya era conocido.
Entre sus tareas en la agregaduría y los compromisos sociales, buscaba a alguien con acceso al Estado Mayor del Ejército chileno que pudiera obtener la documentación secreta que sus jefes en Buenos Aires le habían ordenado conseguir. Fue entonces cuando se cruzó en su camino el ex subteniente del Ejército de Chile, Carlos Leopoldo Haniez Haniez.
(…) ¿Quién era Haniez? De 28 años de edad, había nacido en Santiago un 3 de mayo. Hasta ese entonces, en su prontuario Nº 521.577 no registraba antecedentes. Había sido dado de baja del Ejército chileno en marzo de 1931. Cuando le preguntaban el porqué de su alejamiento de las Fuerzas Armadas, cosa que ocurrió al poco tiempo de haber egresado del Colegio Militar, se justificaba diciendo que lo habían echado por su condición de judío, aunque sus antecedentes no lo favorecían. Según él mismo lo admitía, era adicto al juego y a las carreras de caballos. En los círculos de apuestas era conocido con el apodo de El Marqués.
(…) En octubre de 1937 solía cruzárselo a Juan Perón circunstancialmente en la calle, donde intercambiaban saludos de ocasión. Versiones periodísticas de medios chilenos aseguran que ambos fueron presentados en la Escuela de Leyes de la Universidad Católica, a la que Perón asistía en calidad de oyente. Hasta que un día pasaron de los saludos a la conversación en la calle Ahumada, y pronto el agregado militar lo invitó a su céntrico departamento 221 del Pasaje Matte.
El primer movimiento, dado por Perón, había dado sus resultados: captar el interés del chileno. (…) En la segunda reunión, realizada días después, primero en forma velada y luego más abiertamente, Perón le dijo que estaba interesado en conseguir para un amigo suyo, un tal señor González, informaciones generales del Ejército de Chile y de su organización.
El chileno se mostró interesado por la propuesta, aunque no hizo demasiadas preguntas. Perón le reveló que el nombre del amigo en cuestión era González Quin, domiciliado en un residencial del quinto piso en el Portal Fernández Concha, y le recomendó que lo visitara de su parte. El Portal Fernández Concha es un edificio de siete pisos, que data de comienzos de 1871, construido en el centro de Santiago, cuando las edificaciones de dos o más pisos no eran usuales.
Cumpliendo lo indicado por Perón, Haniez concurrió a verlo a González Quin. Este fue quien le reveló que el que lo mandaba era Juan Perón, agregado militar argentino. Según remarcaría Haniez al juez, era la primera vez que escuchaba ese nombre.
El teniente coronel Rafael González Quin se desempeñaba como agregado militar de Bolivia en Chile desde mediados de 1936. Cuando conoció a Haniez, había recibido del gobierno chileno la condecoración al mérito. El boliviano le explicó que intentaba conocer detalles confidenciales acerca de la organización del Ejército local, especialmente los referidos a la frontera chileno-boliviana.
Cuando Haniez mencionó la cuestión monetaria, el agregado militar le contestó que su país recién salía de una guerra, la del Chaco, que la situación económica era delicada y que, por su papel en la Embajada, no estaba en posición de ofrecer sumas considerables de dinero a fin de adquirir dichos documentos. Quizás aventuró que a Haniez podría conformárselo con poco.
González Quin le explicó que la Argentina tenía mucho interés en hacerse de documentación secreta y poseía dinero para tal fin. De todas maneras, le aclaró que, por su condición de agregados militares, les era difícil acceder personalmente a dicha información. Por eso buscaban a una persona que los ayudara.
—Mi asunto puede postergarse –expresó, resignado.
Con las manos vacías, ya que el boliviano pocas esperanzas le había dado, Haniez regresó a verlo a Perón, quien también le confesó que estaba detrás de documentos militares muy específicos. Seguro de sí mismo, Haniez creía que lo que buscaba el agregado militar argentino eran detalles de carácter general e informaciones corrientes conocidas por cualquier persona y de fácil acceso. Era un negocio del que podría obtener dinero rápidamente.
(...) De todas maneras, existía un obstáculo. ¿Cómo podría llegar a esos documentos? El chileno se encontraba en una disyuntiva. Necesitaba dinero, pero como Perón le estaba solicitando información reciente, y él hacía seis años que se había alejado de un ejército que literalmente lo había echado, decidió recurrir a viejos compañeros de armas que estuvieran en el servicio activo y que pudieran ayudarlo en esa tarea. En este punto, aunque Haniez aún ni lo imaginaba, comenzaría su perdición y la incipiente trama de espionaje sufriría una grieta irreparable.
Haniez comenzó a visitar lugares frecuentados por sus ex compañeros de armas, hasta que la persona que tanto había comenzado a buscar, de pronto apareció: Gerardo Roberto Ilabaca Figueroa, un teniente de 30 años, quien revistaba en la Escuela de Aplicación de Infantería.
Ilabaca había nacido en Santiago el 7 de febrero de 1908, y a los 19 años ya era alférez de la Escuela Militar. Revistó en los regimientos de Infantería O’Higgins, Carampangue y Chacabuco. A comienzos de 1936 estuvo a disposición de la Dirección General de la Armada, con el propósito de ser nombrado instructor de Educación Física de la Escuela de Grumetes. Luego de su paso por la Escuela de Infantería, a principios del año en que iba a ser contactado por Haniez fue aceptado como alumno en el Curso General de Armamento de la Academia Técnica Militar.
Para Haniez, el joven teniente era la persona ideal. No sólo le era familiar de su antigua vida en los cuarteles, sino que lo veía con frecuencia en las carreras, y conocía su endeble situación económica, producto de la mala suerte que suele perseguir a los apostadores consuetudinarios.
No resultó casual, entonces, que fuera a la salida del casino de Viña del Mar que se lo cruzara en diciembre de 1937. Fue abordado por Haniez de la misma forma en que Perón había hecho con él, en forma reservada y disimulada. Pero el trámite no le resultaría del todo sencillo.
Al ver que Ilabaca perdía grandes sumas de dinero en la ruleta, Haniez le ofreció su ayuda. En un primer momento, la rechazó. Sin embargo, Haniez insistió. Lo invitó a cenar, lo hizo sentirse cómodo, lo rodeó de favores y atenciones. Hasta que finalmente cedió.
A pesar de la sorpresa del primer momento, luego de escuchar la propuesta de conseguir documentos militares, Ilabaca aceptó, aun sin saber para quién eran ni qué uso le darían.
Haniez, ansioso, le comentó las novedades a Perón y éste, entusiasmado, lo apuró a que continuara las gestiones con ese oficial, y que lo mantuviera informado.
En un siguiente encuentro, Ilabaca no fue con las manos vacías. Le ofreció dos documentos: uno titulado “La Organización en Pie de Paz” y otro relacionado con la organización de un regimiento.
Grande sería la desilusión de Haniez cuando le mostró a Perón los papeles que le había llevado Ilabaca. Los desechó de plano, explicándole que eran superficiales y que no le servían.
—¡Lo que estoy buscando son ideas de operaciones, concentraciones y movilizaciones! –se quejó Perón.
Entonces, para que Haniez comprendiera, anotó en un papel lo que estaba pretendiendo. Sin siquiera imaginárselo, ese papel manuscrito integraría la batería de pruebas que serviría para acusar a los frustrados espías, ya que habría de terminar en manos de los investigadores.
Textual, lo que Perón pretendía era lo siguiente:
◆ Los cuadros de organización de guerra: Estado Mayor. División Operaciones y organización. En todas las unidades del Ejército.
◆ Ordenes de batalla. Correspondientes a los cuadros antes mencionados. Estado Mayor y unidades.
◆ Plan de Operaciones. Idea operativa - zonas de concentración. Estado Mayor. División Operaciones.
Y pedía que, en lo posible, estos documentos fueran registrados en copia fotográfica. Ilabaca debía retirarlos de la caja fuerte donde se guardaban, fotografiarlos en un lugar seguro a determinar y regresar a donde se encontraban, sin que nadie se percatara de ello.
Cuando Ilabaca supo de estos nuevos requerimientos, tomó conciencia de que lo que querían eran documentos del Estado Mayor, al que no tenía acceso directo. Y como Haniez no poseía ningún contacto en la cúpula del Ejército, las gestiones se suspendieron. O eso es lo que el propio Haniez había deducido, porque su contacto había dejado de comunicarse.
En realidad, el supuesto parate de las negociaciones obedeció a que Ilabaca había comenzado su propia jugada. En la primera quincena de enero de 1938, este joven oficial había solicitado una entrevista formal con el Jefe del Estado Mayor del Ejército. A Ilabaca le bastaron un par de minutos para informar que había recibido una propuesta delictuosa de vender documentos secretos militares chilenos. El militar, luego de escuchar atentamente los detalles, le indicó que continuara con esas conversaciones, a fin de determinar las intenciones, las personas implicadas –además de Haniez– y el verdadero alcance de esta operación. Querían llegar a la raíz. Porque se desconocía quiénes estaban detrás. El jefe chileno ordenó planear una operación de contraespionaje. La persona elegida: Federico Japke, teniente coronel de 44 años que se desempeñaba como comandante del Estado Mayor del Ejército. Federico Japke Guttmann era descendiente de alemanes, una comunidad que tenía una presencia por demás significativa en el país. Y como sucedía con la mayoría de ellos, se sentían plenamente identificados con Alemania y el momento político que allí se vivía. Lo más importante era que estaba consustanciado con las operaciones de inteligencia militar. Este oficial jugaría un papel clave en esta historia.
Como primera medida, elevó la jerarquía de Ilabaca en la burocracia militar. Lo hizo nombrar ayudante del comandante de la Escuela de Infantería, un cargo que –por su cercanía a la cúpula– le otorgaría suficiente credibilidad a la hora de negociar. De esta manera, Ilabaca tendría acceso a los altos mandos y, por consiguiente, al material reservado que en sus despachos se guardaba.
Para coordinar este trabajo, la jefatura militar también se valió de la colaboración de la División Investigaciones de la Policía chilena. Una vez concretado este primer movimiento, era el momento en que Ilabaca debía contactarse nuevamente con Haniez, mostrándose interesado en continuar las gestiones.
La trampa se había puesto en funcionamiento.