La literatura feminista, con razón, ha tendido a exagerar el lugar de la familia nuclear en el debate sobre el cuidado. En efecto, la ruptura que significó la industrialización en lo que se consideraba trabajo productivo y reproductivo y la valoración que se dio al trabajo que producía bienes y servicios para la venta llevaron a desconocer el trabajo de cuidado, por lo que el centro de los estudios con respecto al género ha estado en la división sexual del trabajo. Si bien desde los años 70 las familias reportaron cambios sustanciales en su conformación y roles tradicionalmente asignados dados sobre todo por el desgaste del modelo del varón proveedor de recursos y la incorporación de las mujeres al mercado laboral, las políticas en América Latina siguen fundamentando el rol de las familias en la procreación y recargando sobre las mujeres los trabajos de cuidado ante una débil participación estatal y una compleja participación del mercado en la provisión de estos servicios.
Así, la familia nuclear sigue siendo prevalente a lo largo y ancho del mundo contemporáneo y, por cierto, de América Latina.
Es justamente esta familia la que consolida una división sexual del trabajo en el que la fuerza laboral de las mujeres se expropia por la vía de excluirla del mundo público, del mercado y del Estado, y por la vía de una ausencia de regulación sobre la remuneración de su labor. Como explicaba a inicios del siglo pasado la brillante Charlotte Perkins Gilman, el que el “ama de casa” tenga satisfechas sus necesidades no tiene nada que ver con recibir una remuneración por su trabajo. Lo que recibe no tiene relación alguna ni con la cantidad ni con la calidad del trabajo que se realiza y no se extiende después de que termina la relación afectiva con quien aporta el dinero. Sin embargo, lo cierto es que cada vez más relaciones sociales son reconocidas social y jurídicamente como familia: las formadas por parejas del mismo sexo y las de mujeres solas con hijos ya son parte de la nueva constelación de familias.
En el debate planteado respecto de la asociación de las familias con el cuidado, nos planteamos preguntas como: ¿qué ganamos y qué perdemos cuando acogemos la idea de “hogar”, por oposición a la de familia, en las políticas públicas y la acción gubernamental?, ¿cuánto de la familia se retiene en el concepto de hogar y por qué importa?, ¿cuáles son los efectos de hablar de familias, en plural, o de relaciones de familia, por oposición a la familia?, ¿qué debería cambiar en el derecho de familia para materializar el fin de la familia como concepto organizador de las relaciones sociales?, ¿cuáles son los costos y beneficios de proteger otras relaciones sociales?, ¿cómo debemos pensar en la reproducción en el nuevo mundo de las familias? ( )
Así como la familia nuclear ocupa un lugar central en el debate contemporáneo del cuidado, los niños y las niñas están en el corazón de la preocupación por las transformaciones encaminadas a reducirlo y redistribuirlo. Según estudios que analizaron la relación entre demografía y género, la igualdad de género puede alcanzarse, entre otras formas, minimizando la carga de responsabilidades de cuidado a través de la no procreación. Dicho fenómeno se volvió en los últimos años una tendencia creciente en países con tasas de fecundidad muy por debajo de las tasas de reemplazo.
Este enfoque se relaciona, de una parte, con el supuesto de que la dependencia de los viejos y de las personas en situación de discapacidad se ha resuelto con sistemas de protección social. En efecto, los esquemas de atención a la vejez y a la discapacidad responden al objetivo principal de los sistemas de seguridad social, los cuales, más allá de sus esquemas de funcionamiento y financiación, consisten en atender la debilidad por ser situaciones que afectan el ingreso. Sin embargo, en América Latina se estima que más de la mitad de los adultos mayores no recibe una pensión del sistema contributivo, lo que los obliga a buscar inserción en el mercado laboral, pese al aumento de la discapacidad que sufren con la edad. Del mismo modo, la poca participación que tienen las personas con discapacidad en los mercados laborales dificulta su acceso real a los servicios de seguridad social. (…)
Las discusiones hasta aquí recogidas obligan a plantear la pregunta sobre cómo repensar la relación entre la familia y el cuidado y de qué modo articular estas relaciones con otros actores, en el marco de un verdadero diamante del cuidado que genere interacciones entre distintos actores sociales para garantizar la permanencia de la vida.
Aunque el foco del debate de la literatura feminista en torno al cuidado sigue estando en la división sexual del trabajo, la pregunta sobre la centralidad del cuidado en el ámbito público, al cual empezaron a ingresar las mujeres con la revolución feminista, sí ha implicado repensar el cuidado como el núcleo de una política que se construye a partir de las relaciones con los demás, el reconocimiento de la fragilidad y la relatividad de la autonomía y la categoría que compartimos a lo largo de la vida tanto como receptores como dadores de cuidado. Esta aproximación supone la construcción de una definición más amplia de cuidado, que supere el espectro privado en el que ha sido estudiado como un “trabajo sucio” a cargo de las mujeres y que permita analizar la ética del cuidado como un concepto orientador de todas las acciones en el marco de una sociedad democrática.
*/** Nuevas familias, nuevos cuidados. SXXI editores. (Fragmento).