Llamamos “régimen de la información” a la forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos. A diferencia del régimen de la disciplina, no se explotan cuerpos y energías, sino información y datos. El factor decisivo para obtener el poder no es ahora la posesión de medios de producción, sino el acceso a la información, que se utiliza para la vigilancia psicopolítica y el control y pronóstico del comportamiento. El régimen de la información está acoplado al capitalismo de la información, que hoy deviene un capitalismo de la vigilancia y que degrada a las personas a la condición de datos y ganado consumidor. El régimen de la disciplina es la forma de dominación del capitalismo industrial. Este régimen adopta una forma maquinal. Todo el mundo es un engranaje dentro de la maquinaria disciplinaria del poder. El poder disciplinario penetra en las vías nerviosas y en las fibras musculares, y convierte “una pasta informe, un cuerpo inepto”, en una “máquina”. Fabrica cuerpos “dóciles”: “Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado”. Los cuerpos dóciles como máquinas de producción no son portadores de datos e información, sino portadores de energías. En el régimen de la disciplina, los seres humanos son entrenados para convertirse en ganado laboral. El capitalismo de la información, que se basa en la comunicación y la creación de redes, hace que técnicas de disciplina como el aislamiento espacial, la estricta reglamentación del trabajo o el adiestramiento físico queden obsoletas. La “docilidad” (docilité), que también significa sumisión u obediencia, no es el ideal del régimen de la información. El sujeto del régimen de la información no es dócil ni obediente. Más bien se cree libre, auténtico y creativo. Se produce y se realiza a sí mismo. El régimen de la disciplina que describe Foucault utiliza el aislamiento como medio de dominación: “La soledad es la primera condición de la sumisión total”. El panóptico con celdas aisladas unas de otras es la imagen ideal y simbólica del régimen de la disciplina. Sin embargo, el aislamiento ya no puede aplicarse al régimen de la información, que explota especialmente la comunicación. La vigilancia en el régimen de la información tiene lugar a través de los datos. Los internos del panóptico disciplinario, aislados de sí mismos, no generan datos, no dejan rastros de datos, porque no se comunican. El objetivo del poder disciplinario biopolítico es el cuerpo: “Para la sociedad capitalista lo más importante era lo biopolítico, lo biológico, lo somático, lo corporal”. En el régimen biopolítico, el cuerpo se sujeta a una maquinaria de producción y vigilancia que lo optimiza mediante la ortopedia disciplinaria. El régimen de la información, en cambio, cuyo advenimiento Foucault obviamente no reconoció, no persigue ninguna biopolítica. Su interés no está en el cuerpo. Se apodera de la psique mediante la psicopolítica. Hoy el cuerpo es, ante todo, objeto de estética y fitness. Al menos en el capitalismo informativo occidental, está en gran medida liberado del poder disciplinario que lo convierte en una máquina de trabajo. Ahora está secuestrado por la industria de la belleza.
Toda dominación tiene su propia política de visibilización. En el régimen de los soberanos, las escenificaciones ostentosas del poder son esenciales para la dominación. El espectáculo es su medio. La dominación se presenta con un esplendor teatral. Sí, es el esplendor lo que lo legitima. Las ceremonias y los símbolos de poder estabilizan la dominación. Las coreografías para impresionar al público y el atrezo de la violencia, los ritos sombríos y el ceremonial del castigo forman parte de la dominación como teatro y espectáculo. Los tormentos físicos se exponen al público. Los verdugos y los condenados obran como actores. El ámbito público es un escenario. El poder del soberano funciona por medio de la visibilidad teatral. Es un poder que se deja ver, se da a conocer, se vanagloria y brilla. Sin embargo, los sometidos sobre los que se ejerce y despliega permanecen en gran medida invisibles. A diferencia del régimen premoderno del soberano, el régimen moderno de la disciplina no es una sociedad del espectáculo, sino una sociedad de la vigilancia. Las ostentosas celebraciones de los soberanos y las espectaculares exhibiciones de poder dejan paso a las poco espectaculares burocracias de la vigilancia. Los seres humanos “no estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica”. En el régimen de la disciplina, la antigua visibilidad se invierte por completo. No son los gobernantes los que se hacen visibles, sino los gobernados. El poder disciplinario se hace invisible mientras impone una visibilidad permanente a sus súbditos. Para asegurar el control del poder, los subyugados se exponen a los focos. El “hecho de ser visto sin cesar” mantiene al individuo disciplinado en su sumisión. La eficacia del panóptico disciplinario consiste en que sus internos se sienten constantemente vigilados. Interiorizan la vigilancia. Para el poder disciplinario es esencial la creación de “un estado consciente y permanente de visibilidad”. En el estado de vigilancia de George Orwell, el Gran Hermano garantiza una visibilidad constante: Big Brother is watching you. En el régimen de la disciplina, las medidas de localización espacial, como el confinamiento y el aislamiento, garantizan la visibilidad de los sometidos. Se les asignan determinados lugares en el espacio de los que no pueden salir. Su movilidad está masivamente restringida para que no puedan escapar al control del panóptico.
En la sociedad de la información, los medios de reclusión del régimen de la disciplina se disuelven en redes abiertas. El régimen de información se rige por los siguientes principios topológicos: las discontinuidades se desmontan en favor de las continuidades, los cierres se sustituyen por aperturas y las celdas de aislamiento por redes de comunicación. La visibilidad se establece ahora de una manera completamente diferente: no a través del aislamiento, sino de la creación de redes. La tecnología de la información digital hace de la comunicación un medio de vigilancia. Cuantos más datos generemos, cuanto más intensamente nos comuniquemos, más eficaz será la vigilancia. El teléfono móvil como instrumento de vigilancia y sometimiento explota la libertad y la comunicación. Además, en el régimen de la información, las personas no se sienten vigiladas, sino libres. De forma paradójica, es precisamente la sensación de libertad la que asegura la dominación. En este sentido, el régimen de la información difiere en gran medida del régimen de la disciplina. La dominación se consuma en el momento en que la libertad y la vigilancia se aúnan. El régimen de la información se desenvuelve sin ningún tipo de restricción disciplinaria. No se obliga a la gente a tener una visibilidad panóptica. Más bien esta se expone sin ninguna coacción externa, por una necesidad interior. Se produce a sí misma, es decir, se pone en escena. La palabra francesa se produire significa dejarse ver. En el régimen de la información, las personas se esfuerzan por alcanzar la visibilidad por sí mismas, mientras que el régimen de la disciplina las obliga a ello. Se colocan de manera voluntaria ante el foco, incluso desean hacerlo, mientras que los internos del panóptico disciplinario procuran evitarlo. La transparencia no es sino la política de hacer visible el régimen de la información. Referirse a la transparencia solo como la política de información abierta de una institución o persona es perder su alcance. La transparencia es el imperativo sistémico del régimen de la información. El imperativo de la transparencia reza así: todo debe presentarse como información. Transparencia e información son sinónimos. La sociedad de la información es la sociedad de la transparencia. El imperativo de la transparencia permite que la información circule con libertad. No son las personas las realmente libres, sino la información. La paradoja de la sociedad de la información es que las personas están atrapadas en la información. Ellas mismas se colocan los grilletes al comunicar y producir información. La prisión digital es transparente.
El Flagship Store de Apple en Nueva York es un cubo de cristal. Es un templo de la transparencia. En términos de la política de visualización, es la antítesis arquitectónica de la Kaaba de La Meca. Kaaba significa literalmente “cubo”. Un denso manto negro lo oculta a la vista. Solo los sacerdotes tienen acceso al interior. Lo arcano, que deniega toda visibilidad, es constitutivo del dominio teopolítico. El espacio más interior del templo griego, que se sustrae a la visibilidad, se llama ádyton (literalmente, “lo inaccesible”). Solo los sacerdotes tienen acceso al espacio sagrado. El dominio se basa aquí en lo arcano. El edificio transparente de Apple, en cambio, está abierto las veinticuatro horas del día. En el sótano hay una tienda. Todo el mundo tiene acceso al edificio como cliente. La Kaaba, con su manto negro, y el edificio de Apple ilustran dos fundamentos diferentes de la dominación: lo arcano y la transparencia. El cubo de cristal de Apple puede sugerir libertad y comunicación sin límites, pero en realidad materializa la dominación despiadada de la información.
El régimen de la información hace que las personas sean completamente transparentes. La dominación en sí misma nunca es transparente. No existe la dominación transparente. La transparencia es el frente de un proceso que escapa a la visibilidad. La transparencia en sí misma no es transparente. Tiene una parte trasera. La sala de máquinas de la transparencia es oscura. Así es como nos entregamos al poder cada vez mayor de la caja negra algorítmica.
En el régimen de la información, el dominio se oculta fusionándose por completo con la vida cotidiana. Se esconde detrás de lo agradable de los medios sociales, la comodidad de los motores de búsqueda, las voces arrulladoras de los asistentes de voz o la solícita servicialidad de las smarter apps. El smartphone está demostrando ser un eficaz informante que nos somete a una vigilancia constante. La smarthome transforma todo el hogar en una prisión digital que registra de manera minuciosa nuestra vida cotidiana. El robot aspirador inteligente, que nos ahorra la tediosa limpieza, cartografía toda la vivienda. La smartbed con sensores en red continúa la monitorización incluso durante el sueño. La vigilancia se introduce en la vida cotidiana en forma de convenience. En la prisión digital como zona de bienestar inteligente no hay resistencia al régimen imperante. El like excluye toda revolución.
El capitalismo de la información se apropia de técnicas de poder neoliberales. A diferencia de las técnicas de poder del régimen de la disciplina, no funcionan con coerciones y prohibiciones, sino con incentivos positivos. Explotan la libertad, en lugar de suprimirla. Controlan nuestra voluntad en el plano inconsciente, en lugar de quebrantarla violentamente. El poder disciplinario represivo deja paso a un poder inteligente que no da órdenes, sino que susurra, que no manda, sino que da con el codo, es decir, da un toque con medios sutiles para controlar el comportamiento. La vigilancia y el castigo, que caracterizan el régimen de la disciplina según Foucault, dejan paso a la motivación y la optimización. En el régimen neoliberal de la información, la dominación se presenta como libertad, comunicación y community. Los influencers de Youtube e Instagram también han interiorizado las técnicas de poder neoliberales. Influencers de viajes, de belleza o de fitness invocan sin cesar la libertad, la creatividad y la autenticidad. Los anuncios de productos, incluidos con habilidad en su autoescenificación, no se consideran molestos. De ese modo, son específicamente buscados y codiciados, mientras que, en Youtube, los anuncios convencionales son eliminados por el bloqueador de anuncios.
Los influencers son venerados como modelos a los que seguir. Ello dota a su imagen de una dimensión religiosa. Los influencers, como inductores o motivadores, se muestran como salvadores. Los seguidores, como discípulos, participan de sus vidas al comprar los productos que los influencers dicen consumir en su vida cotidiana escenificada. De ese modo, los seguidores participan en una eucaristía digital. Los medios de comunicación social son como una Iglesia: el like es el amén. Compartir es la comunión. El consumo es la redención. La repetición como dramaturgia de los influencers no conduce al aburrimiento y a la rutina. Más bien le da al conjunto el carácter de una liturgia. Al mismo tiempo, los influencers hacen que los productos de consumo parezcan utensilios de autorrealización. De esa manera, nos consumimos hasta la muerte, mientras nos realizamos hasta la muerte. El consumo y la identidad se aúnan. La propia identidad deviene en una mercancía. Nos creemos libres, mientras nuestras vidas están sometidas a toda una protocolización para el control de la conducta psicopolítica.
Un nuevo nihilismo se extiende en nuestros días. No se debe a que las creencias religiosas o los valores tradicionales estén perdiendo su validez. Ya hemos superado ese nihilismo de los valores que Nietzsche anunció con expresiones como “Dios ha muerto” o la “transvaloración de todos los valores”. El nuevo nihilismo es un fenómeno del siglo XXI. Es fruto de las distorsiones patológicas de la sociedad de la información. Se alza cuando perdemos la fe en la propia verdad. En la era de las fake news, la desinformación y la teoría de la conspiración, la realidad y las verdades fácticas se han esfumado. La información circula ahora, completamente desconectada de la realidad, en un espacio hiperreal. Se pierde la creencia en la facticidad. Vivimos en un universo desfactificado. Junto con las verdades fácticas desaparece también el mundo
común al que podríamos referirnos en nuestras acciones. A pesar de su radicalismo, la crítica de Nietzsche a la verdad no pretende su destrucción, pues no niega la propia verdad. Solo expone su origen moral. La verdad se deconstruye, es decir, se reconstruye genealógicamente. La verdad es, según Nietzsche, una construcción social que sirve para hacer posible la convivencia humana. La dota de un fundamento existencial: “El impulso a la verdad comienza con la observación intensa de cómo se contrapone el mundo verdadero y el de la mentira, y cómo toda vida humana es insegura cuando la verdad-convención no tiene validez en absoluto: es una convicción moral de la necesidad de una convención fija para que pueda existir una sociedad humana. Si el estado de guerra debe cesar en cualquier parte, entonces debe comenzar con la fijación de la verdad, es decir, con una designación válida y vinculante de las cosas. El mentiroso usa las palabras para hacer que lo irreal aparezca como real, es decir, hace un uso impropio del fundamento sólido”. La verdad impide que las diferentes pretensiones de validez conduzcan a un bellum omnium contra omnes, a la división total de la sociedad. Como convención necesaria, mantiene unida a la sociedad. La crítica de Nietzsche a la sociedad sería hoy más radical. Nos corroboraría que entretanto hemos perdido por completo el impulso a la verdad, la voluntad de verdad. Solo una sociedad intacta desarrolla el impulso a la verdad. La disminución de este impulso y la disgregación de la sociedad están interconectados. La crisis de la verdad se extiende cuando la sociedad se desintegra en agrupaciones o tribus entre las cuales ya no es posible ningún entendimiento, ninguna designación vinculante de las cosas. En la crisis de la verdad, se pierde el mundo común, incluso el lenguaje común. La verdad es un regulador social, una idea reguladora de la sociedad.
El nuevo nihilismo es un síntoma de la sociedad de la información. La verdad ejerce una fuerza centrípeta que mantiene unida a una sociedad. Y la fuerza centrífuga inherente a la información tiene un efecto destructivo sobre la cohesión social. El nuevo nihilismo se gesta dentro del proceso destructivo en el que el discurso se desintegra en información, lo que conduce a la crisis de la democracia. El nuevo nihilismo no supone que la mentira se haga pasar por verdad o que la verdad sea difamada como mentira. Más bien socava la distinción entre verdad y mentir. Paradójicamente, quien miente de forma consciente y se opone a la verdad la reconoce.
La mentira solo es posible cuando la distinción entre la verdad y la mentira permanece intacta. El mentiroso no pierde su conexión con la verdad. Su fe en la realidad no se tambalea. El mentiroso no es un nihilista. No cuestiona la verdad en sí misma. Cuanto más decididamente miente, más se reafirma la verdad. Las noticias falsas no son mentiras. Atacan a la propia facticidad. Desfactifican la realidad. Cuando Donald Trump afirma sin tapujos cualquier cosa que le convenga, no es el clásico mentiroso que tergiversa de manera deliberada las cosas. Más bien es indiferente a la verdad de los hechos. Quien es ciego ante los hechos y la realidad es un peligro mayor para la verdad que el mentiroso.
El filósofo estadounidense Harry Frankfurt calificaría hoy a Trump de bullshitter. El bullshitter, el charlatán, no se opone a la verdad. Más bien es del todo indiferente ante la verdad. Sin embargo, la explicación de Frankfurt de por qué hay tanta bullshith y resulta inadecuada: “La bullshit es inevitable cuando las circunstancias obligan a la gente a hablar de cosas de las que no saben nada. Así, la producción de bullshit se ve estimulada cuando una persona se ve en la tesitura, o en la obligación, de tener que hablar de un tema que excede su nivel de conocimiento de los hechos relevantes sobre él. [...] En la misma dirección va la creencia generalizada de que en una democracia los ciudadanos están obligados a formarse opiniones sobre todos los temas imaginables, o al menos sobre todas aquellas cuestiones que son relevantes para los asuntos públicos”. Si la bullshit se debe a un conocimiento insuficiente de los hechos, Trump no es un bullshitter. Al parecer, Harry Frankfurt no reconoce la crisis actual de la verdad. Ésta no puede atribuirse a la discrepancia entre los conocimientos y los hechos o al escaso conocimiento de la realidad. La crisis de la verdad hace que la fe en los propios hechos se tambalee. Las opiniones pueden ser muy dispares; pero son legítimas, siempre que “respeten la verdad factual”. La libertad de expresión, en cambio, degenera en farsa cuando pierde toda referencia a los hechos y a las verdades fácticas. La erosión de la verdad comenzó mucho antes de la política de fake news de Trump. En 2005, The New York Times recurrió al neologismo truthiness como una de esas palabras que captan el espíritu de la época. La truthiness refleja la crisis de la verdad. Se refiere a la verdad como impresión subjetiva que carece de toda objetividad, de toda solidez factual.
La arbitrariedad subjetiva que la constituye suprime la verdad. En ella se expresa la actitud nihilista hacia la realidad. Es un fenómeno patológico de la digitalización. No pertenece a la cultura de los libros. Es justo la digitalidad la que erosiona lo fáctico. El presentador de televisión Stephen Colbert, quien acuñó la palabra truthiness, comentó en una ocasión: “I don’t trust books. They’re all fact, no heart”. Trump sería así un presidente del corazón que hace poco uso de la mente. El corazón no es un órgano de la democracia. Cuando las emociones y los afectos dominan el discurso político, la propia democracia está en peligro. (…)
☛ Título: Infocracia
☛ Autor: Byung-Chul Han
☛ Editorial: Taurus
Datos sobre el autor
Byung-Chul Han (Seúl, Corea del Sur, 1959) es uno de los filósofos más leídos del mundo.
Profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de las Artes de Berlín, su original y lúcida crítica a la sociedad contemporánea consta de más de quince obras.
Este es su primer libro en Taurus.