Es que siempre las noticias falsas tienen un componente mayor o menor de verdad, o al menos un alto grado de verosimilitud, lo que las hace eficientes para su fin. Si alguien difunde que el candidato posee cuatro brazos difícilmente logre algún efecto fuera de lo humorístico.
Entonces, las tan mentadas fake news, o noticias falsas, ¿en qué se diferencian de los ya estudiados factoides, del rumor? Lo que realmente incide en la dinámica política es el uso del rumor como instrumento de propaganda, sea que para diseminarlo se utilicen los medios o las redes sociales, o incluso la combinación de ambos (lo que por cierto es mucho más eficiente).
La “psicología del rumor” o la “teoría del rumor”, en estos tiempos de velocidad extraordinaria en la circulación de la información, es lo que auténticamente debe analizarse, profundizarse. Manejar el rumor es el secreto de la comunicación política de estos tiempos; ya sea para generarlo y atizarlo como para diluirlo o controlar sus daños.
Un rumor o factoide es por definición una información no del todo real. Nadie calificaría de dicho modo a una información precisa y comprobable, por más que todos los medios masivos de comunicación y redes sociales la repliquen, comenten y analicen. No sería esperable que se llame factoide, por ejemplo, a un decreto del Poder Ejecutivo publicado en el Boletín Oficial o a la difusión de una sentencia judicial.
Sin embargo, no puede descartarse que de muchas de estas noticias reales se desprendan factoides. Imaginemos, siguiendo con el ejemplo, que el decreto se refiere a ciertas desgravaciones de aranceles, y que un analista económico de un medio masivo pretende discurrir eventuales consecuencias o leer alguno de sus artículos entre líneas. Si el prestigio del analista se encuentra arraigado, o incluso sin ser de tal modo, si algún actor político se cree beneficiado por su análisis y goza de capacidad de difusión del rumor, ese análisis, esas presunciones o la lectura entre líneas, que pueden ser acertadas o no, se transforman con velocidad en información. Posiblemente información “no comprobable”, un factoide, un rumor.
Infinidad de hechos comprobables y verificables resultan involuntarios generadores de rumores que completan la información palpable. El público sospecha. Tiende a creer que lo que se ve, lo que se le muestra, no es todo, que necesariamente hay más, que los hechos, especialmente si devienen de las autoridades, pero también si se dan a conocer por un par, encierran alguna tercera intención, un fin fatídico y probablemente terrible. No es posible que se trate solo de eso. Una convocatoria estatal para la provisión de papel de oficina no es estrictamente tal cosa, sino, al menos, un negociado, una trampa de alguien que se está enriqueciendo ilícitamente; o algo peor: una maniobra para dejar al Estado sin papel o para llenarlo de papel innecesario. O quién sabe qué más.
De tal modo, el campo para instalar el rumor es fértil, abierto, casi necesario. Aun el rumor que no se instala de manera apropiada se genera solo y se sale de cauce. Esto nos conduce a pensar que hasta podría resultar necesario generar rumores. Porque un rumor generado y adecuadamente conducido determina consecuencias buscadas, ordenadas. Pero un factoide descontrolado, alimentado por factoides colaterales de los que abundan, produce siempre consecuencias insospechadas.
Del párrafo anterior se deduce la existencia de otra arista del fenómeno, los factoides colaterales, que vienen a alimentar a un factoide principal y claramente a modificarlo y generar un nuevo producto.
El rumor es una explicación de la realidad, un modo de saciar la necesidad de información adicional. Muchos estudiosos del fenómeno pretenden que la mejor manera de evitar los rumores es dar una explicación acabada de cada temática. Pero tal remedio resulta ser un error conceptual por varios motivos.
Primero, porque un tema jamás puede ser acabadamente explicado, especialmente los temas políticos de cierta complejidad. Siempre van a quedar huecos, vacíos susceptibles de ser completados por un buen rumor que, incluso, adquiera mayor notoriedad que la propia información dura que haya pretendido ser bien desarrollada.
En segundo lugar, porque casi nadie quiere escuchar explicaciones extensas, ni perder más de cinco minutos en peroratas prolongadas sobre cuestiones técnicas, posiblemente muy aburridas y plagadas de términos poco amigables. Resulta siempre preferible abandonar el texto luego del primer párrafo, o cambiar el canal luego de los primeros cinco minutos de explicación y tejer la idea que mejor nos parezca sobre el tema, guiarnos por lo que opina un amigo, nuestro padre o el vecino, y especialmente nuestros seguidores y seguidos en las redes sociales.
Seguramente sus explicaciones serán más simples y, por cierto, más divertidas. Así que la idea de explicar bien las cosas para que no se generen sobre ellas rumores es errónea.
La mejor forma de controlar un rumor es crear uno adecuado a nuestras necesidades, guiarlo, conducirlo, preparar los factoides colaterales que lo alimenten y modifiquen, también de acuerdo a las necesidades y modificaciones que surjan como efecto de las consecuencias generadas por el propio rumor.
Los temas de interés de la sociedad/público son muy variados. Pero los asuntos políticos no ocupan el top 50 de esos temas. Por ende, la gente está muy dispuesta a leer o escuchar largas explicaciones sobre teorías conspirativas en la elaboración del libreto de la última temporada de Juego de tronos, y poco dispuesta a escuchar cualquier explicación de un político y/o un técnico sobre las ventajas del nuevo Código Procesal. Por ello, la vía periférica de persuasión es la única idónea para alcanzar a las personas con este tipo de mensajes. Con un diseño corto, de alto impacto, que permita recordarlo sin gran elaboración intelectual, y reforzarlo luego con sus preconceptos, sus ideas, los prejuicios del vecino y de sus amigos, y desprender de allí una serie de factoides controlados. Todo otro esfuerzo de elaboración genera el rechazo del mensaje, del personaje que lo difunde y la carencia absoluta de efectos.
De modo que, es evidente, deviene mucho más eficiente comunicar política con un mensaje corto, impactante, dirigido a la emocionalidad del receptor y acompañarlo con una serie de factoides controlados, que conduzcan al efecto deseado.
Los nuevos modos de interacción social despedazan la representación política
A partir de diversos fenómenos sociales en la región y el mundo, se suele especular sobre el eventual “fin de la democracia”, o que esta “se devora a sí misma” (y otros títulos grandilocuentes).
Lo que parece estar desmoronándose es un componente de la democracia moderna: la teoría de la representación política. La democracia griega no contaba con representantes, era una democracia directa, en la que todos los ciudadanos participaban de las decisiones sobre asuntos públicos. El desarrollo de las civilizaciones, la inclusión de sectores que en época de los griegos no eran considerados ciudadanos y el crecimiento demográfico hizo que en la práctica sea imposible una democracia directa “a la griega”.
La solución que el sistema democrático se dio a sí mismo fue establecer una ficción consistente en que un grupo reducido de personas podía representar en sus intereses y necesidades al total. Así empezaron a desarrollarse en Inglaterra los agrupamientos de representantes de determinados sectores de interés, como los comerciantes, o los estratos más ricos e incluso, más cerca en el tiempo, los trabajadores.
No obstante, la idea de que una persona represente la multiplicidad de intereses contrapuestos de otros miles no es ni puede ser más que una ficción. Pongamos el ejemplo más cercano posible: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires tiene 25 diputados nacionales representantes del pueblo en la Cámara de Diputados; algo así como uno por cada cien mil electores aproximadamente.
¿Alguien puede por ventura creer que una sola persona puede representar las necesidades e intereses cruzados de cien mil? Imposible. Entre esos “representados” habrá muchos que quieran la legalización del aborto y otros muchos que la repudien. Centenas querrán disminuir el gasto público y otros aumentarlo; habrá quienes quieran desgravaciones impositivas y otros que pretendan que se les cobre más a los que más ganan y miles de combinaciones y variantes, porque puede haber pañuelos verdes que quieran que el gasto público crezca y otros que quieran que disminuya. ¿Cómo representaría una persona todas esas aspiraciones contrapuestas? Es evidentemente una ficción.
Y esta funcionó cuando se puso en marcha y hasta hace muy poco. Cuando la gente se informaba a través del diario, la radio y luego la televisión, y dependía de un llamado telefónico o una reunión familiar o de amigos para saber qué pensaban unos pocos congéneres. Hablar con un amigo en España implicaba esperar que una operadora consiguiese la comunicación y demandaba un alto costo económico.
En su obra Política y cultura a fines del siglo XX (1994), el lingüista y pensador norteamericano Noam Chomsky describía cómo las elites políticas propiciaban el aislamiento de los ciudadanos, cada uno en su casa, frente a su televisor, sin saber qué pensaba el vecino, como forma de control social. Sin detenernos en si era propiciado o espontáneo, así funcionaba la vida hasta hace veinticinco años. Internet, el desarrollo de las redes sociales y los nuevos modos de comunicación entre las personas, autogestionados, sin participación de los gobiernos o las elites, claramente han cambiado la historia, y hoy cada persona no está frente a una tele sino frente a un teléfono, interactuando con otros miles.
En 2010, cincuenta jóvenes egipcios de clase acomodada educados en Europa y usando Twitter provocaron el más fuerte cimbronazo en la región de la era moderna, la Primavera Árabe.
Interactuando, la gente ha entendido que no hay representantes. La misma persona insulta a un diputado por su voto en determinado tema y lo acompaña por su posición en alguna otra cuestión. En nuestro país, para peor, la selección de estos representantes se hace por listas cerradas, por lo cual cada elector pretende que todos los electos por la lista que votó representen la totalidad de sus intereses, lo que hace la ficción más disparatada. La gente en las redes increpa, interpela, exige, pide respuestas que resulta imposible otorgarle.
De tal modo que la teoría de la representación política ha estallado por los aires, resulta insostenible. La gente se comunica entre sí, se moviliza, recurre a la violencia, sea esta física o verbal, alentada por la masificación, y desconfía de todo aquel que dice representarla aunque haya ganado unas elecciones hace quince minutos.
Y esa explosión arrastra a la democracia tal como la conocemos. La democracia sufrió una primera gran adaptación cuando pasó de directa a representativa y perduró en esa etapa unos cuatro siglos. Llegan tiempos de un nuevo proceso de adaptación hacia otro formato que le permita la supervivencia.
Tal adaptación no puede basarse únicamente en la modificación del instrumento de emisión del sufragio. La boleta única o el voto electrónico no resuelven este problema, sino otros, más operativos pero también más superficiales. Se trata de que la democracia se recicle y encuentre un nuevo vector, incluso cuando se constituya una nueva ficción como lo fue la representación, pero adaptada a las necesidades que crearon los nuevos mecanismos de comunicación, porque esa interacción constante y masiva, lejos de detenerse se incrementa cada día, demoliendo minuto a minuto la teoría de la representación política ( )
Uno de los aspectos que tenemos que considerar como un hecho irrevocable es que el rumor existe, y no solamente eso, crece, se instala como modo de interacción entre las personas con cada vez mayor intensidad. A medida que la palabra de los antiguos “líderes” o referentes sociales y políticos se desvaloriza, de manera directamente proporcional a la pérdida de crédito social de tales referentes, crece la interacción directa y con ella el rumor.
Negar la existencia de los rumores o combatirlos, cuando la gente se conecta por las redes sociales a una velocidad extraordinaria, sin tener en cuenta ni siquiera la distancia física, es simplemente ocioso. Estamos en tiempos en que existen rumores globales. Ya no es en mi barrio, en mi pueblo, en mi ciudad, ni siquiera en mi país.
Las nuevas modalidades, en todo aspecto, arrasan a las viejas, nos guste o no, nos sintamos cómodos con eso o no. Resulta muy sintomático el fenómeno que generó Uber en la Ciudad de Buenos Aires. La existencia de vehículos que van a buscarte donde vos estás, que llegan limpios, con conductores amables y posiblemente a menor costo que un taxi, generó la ira de los conductores justamente de taxis. Los taxistas se enojaron. Semanalmente bloqueaban el centro de la ciudad con diversos cortes. Montones de taxis cortando las grandes avenidas. Incluso fueron más allá: al detectar un Uber, apedreaban al auto y a su chofer y pasajero. Pero, ¿cuántas piedras van a tirar? ¿Cuánto tiempo van a cortar las calles? No hay modo de convencer, especialmente a los jóvenes, de que tomen un taxi y no pidan un Uber. Y si los jóvenes funcionan así, en no tanto tiempo, cuando sean adultos, los taxis, al menos en el modo que los conocimos hasta ahora, no tendrán un solo pasajero. Corten o no. Arrojen lo que arrojen.
La resistencia a los cambios de modalidades sociales es estéril, casi ridícula. Porque, aparte, los modos de esa resistencia se dan en términos anticuados, lo cual genera un mayor rechazo. El joven de 25 años que suele tomar Uber porque los rodados son prolijos y limpios, y los choferes silenciosos y educados, no va a cambiar de idea porque un montón de taxistas bloqueen calles, salten, canten y toquen bombos, en cueros en medio de la cinta asfáltica, ya que ese espectáculo no hace más que refrendar su idea de que conviene tomar un Uber.
Lo mismo ocurre con quienes niegan o combaten a las redes sociales y su consecuencia inmediata: el rumor. Lo juzgan, dicen que es malo, que hay que enfrentarlo y desmentirlo. Y están perdidos, fuera de época. Hace pocos días apareció una nota en un medio prestigioso sobre el mal olor con el que estaba saliendo el agua corriente. Como en mi casa ya lo habíamos detectado y comentado el tema, le envié el artículo a mi hijo menor de 21 años, corroborando lo que habíamos percibido. “Sí, en Twitter hace tres semanas que se habla de esto, tu problema es que leés portales o seguís figuras públicas en Twitter, si seguís a la gente común te enterás de todo”, sentenció.
Probablemente estemos ante la definición de los tiempos que vienen. La gente se lee entre sí, porque solo se cree a sí misma. Obviamente, este fenómeno se da con mayor intensidad entre los jóvenes. Pero muy pronto serán adultos y terminarán de controlar el mundo.
Zeitgeist era el término que utilizaban la literatura y la filosofía alemana para describir “el espíritu de los tiempos”, el clima intelectual y cultural de una era.
Tomaron la idea de la filosofía de la historia de Hegel. La pandemia mundial que azotó a todas las sociedades en los últimos tiempos aceleró el proceso. Con mayor o menor grado de persecución estatal, la mayoría de las personas se aislaron en la medida de lo posible, para reducir su exposición al virus covid-19. Pero no se aislaron más que físicamente. La gente no se redujo a mirar televisión, interactuó como antes, pero con inusual intensidad, mediante redes sociales.
Millones de personas, que antes del aislamiento miraban las redes un par de veces por día, han pasado 2020 a tiempo completo interactuando en tales redes, sabiendo qué pensaban sus pares en Italia o Australia. Y ese cambio fenomenal no tiene vuelta atrás. Para peor, la desconfianza en las autoridades se incrementó. Son pocos los gobiernos que no quedaron mal parados, que no tomaron medidas ineficientes que terminaron perjudicando más a la población. Los médicos, especialmente los infectólogos dedicados a otorgarnos las recetas para no contagiarnos, no embocaron una. Todo lo que los supuestos referentes sociales, tanto los que tienen la obligación de ordenar a los ciudadanos (gobiernos) como los que tenían la misión de otorgar soluciones o medidas de prevención en materia sanitaria, rozaron el ridículo todos estos meses. Y la gente lo percibió.
Si antes no creían en nadie, desafiaban toda autoridad, despreciaban las organizaciones e instituciones, luego de este período la situación se acentúo. Posiblemente el proceso de independencia de la gente respecto de los referentes se aceleró cinco años en uno.
Si crece la interrelación directa entre la gente sin tutoría de las autoridades, crece el rumor, que es el modo de comunicación más antiguo, más directo y preferido, porque, como dijimos, decodifica la realidad en los términos de la gente y no en los que le pretenden imponer.
Vamos indefectiblemente hacia el mundo de rumor global, del mismo modo que inevitablemente pedimos comida por WhatsApp u otras aplicaciones, viajamos en transportes que solicitamos vía aplicación, o pagamos las cuentas de casa en nuestro sillón con billeteras electrónicas.
Por ende, no vale la pena resistirlo, sino que la búsqueda debe centrarse en comprender y estudiar a fondo el modo en que se desarrolla la conversación global, interactuar en esos términos y desarrollar técnicas para conducir los rumores que puedan perjudicarnos.
Y también, como es un mundo de competencias y rivalidades, generar los rumores que nos benefician, prevenir que no se nos vengan en contra, alimentarlos, incrementarlos y reducirlos de acuerdo con los ritmos estratégicos de nuestra conveniencia.
Al igual que cuando diseñamos un mensaje publicitario, estudiamos y seleccionamos las palabras que vamos a usar, o las imágenes que vamos a mostrar, de acuerdo con estudios de mercado; deberemos aprender a identificar públicos, definir mensajes, usar palabras claves, para generar los rumores que necesitamos, o “desinflar” los que nos perjudiquen.
Asoma un mundo donde La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset toma un nuevo cariz, porque los liderazgos tradicionales han muerto. Hoy existen liderazgos efímeros y muchas veces no identificables, porque lidera un avatar. Pero la rebelión está, más firme que nunca, incontrolable.
Desde hace un tiempo existe una nueva modalidad publicitaria, basada en lo que llaman “influencers”. Son personas que, en las redes sociales, en forma más o menos explícita, recomiendan un artículo o un servicio.
Sus seguidores se transforman en consumidores solamente por el “prestigio” del influencer. Esta persona puede ser reconocida por fuera de la red y utiliza a esta para ese tipo de ventas, o ser una figura, un personaje exclusivo de las redes. Por ejemplo, una dama que cocina platos originales y económicos, simpática, que muestra a su familia, hace fitness y gracias a todo eso ha obtenido 500 mil seguidores.
Ahora bien, hace mucho menos tiempo han aparecido otros tipos de influencers que son virtuales o, en todo caso, más virtuales. En 2020, una de las agencias de talentos más importantes de Estados Unidos, Creative Artists Agency, fichó a Lil Miquela, una jovencísima influencer nacida en Instagram hace cuatro años que cuenta con millones de seguidores.
Lo sorprendente de la noticia es que Miquela no es una chica real, sino una creación virtual surgida de un programa de animación que combina 3D con inteligencia artificial. Durante su corta existencia, la modelo digital ha sido contratada por empresas de la talla de Prada, Calvin Klein, Samsung o YouTube.
Bien, los influencers virtuales no tienen veleidades de estrella, no demandan caviar para asistir a eventos y pueden, incluso, ser creados por las propias marcas. Con un buen estudio de mercado que recopile preferencias y necesidades, en un año, cualquier marca puede tener instalada a su mejor y más económica modelo, con cientos de miles de seguidores.
¿Cuánto falta para que influencers virtuales “conduzcan” la opinión pública mediante las redes en materia social o política? En el mejor de los casos unos pocos años.
¿Quién será el responsable de las versiones o rumores que genere un personaje de este tipo y repliquen millones? ¿Cómo haría un político para salir a desmentir a un dibujo animado?
Manejar los rumores es la receta. Y, como todos estos desafíos, requiere profundo análisis, estudios de campo y conocimientos adecuados para interpretar los resultados de esos estudios. Modificar el rumor con otro rumor colateral, alimentarlo en lugar de combatirlo. Y especialmente no juzgarlo.
Los medios masivos de comunicación que se esmeran en su batalla contra las redes sociales basados en el presunto “valor de marca” están inmersos en la misma vorágine que los conduce a que el periodismo hoy sea otro. Hace diez años los editores pedían que determinada información en off fuese chequeada por el periodista con otras dos fuentes. Sin ese requisito la especie no era “publicable”.
Hoy, si el medio espera la doble confirmación perdió la carrera por la primicia o la exclusiva. Alguien subió un tuit, o publicó una “noticia en desarrollo”, que es un título, una bajada y un contenido casi vacío, mientras se realizan los chequeos y se enriquece la información.
En esa carrera los medios son poco más creíbles que un tuitero. El “valor de la marca” es ínfimo, o nulo, la marca a la que creen los usuarios, especialmente los jóvenes, y buena parte del mundo después de la pandemia y el aislamiento, es la red o algunos avatars que enuncian las cosas de modo agradable. Todo es lábil, todo es efímero, todo es vertiginoso.
Hoy toda comunicación es un rumor.
☛ Título La verdad sobrevalorada
☛ Autor Horacio Minotti
☛ Editorial La Crujía
Datos sobre el autor
Horacio Minotti es abogado de profesión y periodista por vocación.
Publicó tres libros: La fiesta de la oligocracia; La revolución inversa y Teoría y derecho de la nueva comunicación pública gubernamental.
Fue redactor y editor en Infobae, donde publicó más de mil artículos. Trabajó en la revista El Federal, en radio Belgrano y radio Palermo.
Fue asesor en la Cámara de Diputados de la Nación y en la Legislatura porteña. Además, fue consultor del Ministerio de Gobierno de CABA.