—¿Escribís sobre la realidad o sobre la película de la realidad?
—Veo la realidad como una película. Una película que se va formando a través de las opiniones de todos y de lo que todos hacen. El Caso Nisman, por ejemplo, es una película.
—¿Buena o mala?
—Malvada, creo. Es una película muy perjudicial para el país, en ese sentido creo que es malvada. Pero que es malvada ya es un juicio. Otros dirán que no es malvada o que, en todo caso, ellos no tienen nada que ver con la maldad que hay en eso. Que la maldad es de aquellos, y aquellos dirán que la maldad es de aquellos otros. Y ahí empieza el juego de atribuirse la maldad los unos a los otros, que es también un juego de interpretaciones. Como dice Nietzsche: “No hay hechos, hay interpretaciones”. Hay hechos. Hay un cadáver de un tipo que se llamaba Nisman. Ese hecho está ahí, pero se disuelve porque todos empiezan a dar sus interpretaciones de ese hecho. El hecho no te da la verdad. La verdad no es fáctica. La verdad es fruto de la lucha de las interpretaciones, el que tiene más fuerza para imponer la suya consigue que su verdad sea la verdad para todos. De ahí, creo, la importancia que tiene para los monopolios mediáticos, aquí y en todo el mundo, tener la mayor cantidad posible de bocas emisoras, para tener la mayor cantidad posible de emisiones de su verdad. Entonces yo te voy colonizando de la mañana a la noche. A la noche te sentás en el auto, encendés tu radio y ¡pum! Sale mi verdad por medio de un famoso periodista encargado de decirla. Bueno, después en el laburo todos escucharon eso, leyeron los diarios hegemónicos de la mañana, que dicen la misma verdad que el periodista...
—¿De qué clase de país nos habla esta división entre quienes utilizan un muerto para endilgarle al otro la maldad y llevarse la luz de alguna bendición?
—No es más que una interpretación lo que yo puedo darles... La intención de toda la oposición fue clarísima. El cadáver de Nisman erosionaba la figura presidencial, para eso lo usaron. Recuerdo unas declaraciones de la señora Carrió, que se excede siempre en sus declaraciones pero no por eso dejan de ser interesantes: “Antes, por lo menos no mataban. Robaban, robaban y robaban, pero no mataban. Ahora también matan”, dijo. Ahí está la utilización del muerto para erosionar la legitimidad de un gobierno, que incurría en el asesinato para preservarse. Era como arrancarles la careta a los mafiosos, porque sin crimen no hay mafia. Pero les duró poco eso, porque después la figura prestigiosa de Nisman se vino en picada. Acá tuvimos fiscales llamando a la “Marcha del silencio” para pedir Justicia, cosa bastante absurda porque un fiscal no tiene que pedir Justicia, tiene que hacerla. Decían: “No hay posibilidad de Justicia, estamos con las manos atadas. Si alguno de nosotros quiere hacer Justicia, lo matan”. Esa es una de las lecturas. Otra fue la del Gobierno: que se suicidó. Es fascinante, porque ninguna de las lecturas se ha comprobado. Porque, también, cuando uno ve el arma que supuestamente pidió para suicidarse, la pistola ridícula que parece de juguete… Yo no sé si Nisman se suicidó, yo no me suicidaría con eso. Buscaría algo más contundente.
¿Por ejemplo?
—Muchas pastillas con whisky. Probalo, vas a ver. No vas a poder venir para decirme “qué buen resultado”… Hay una contradicción entre la figura débil que se nos da de Nisman, un tipo contradictorio. Pero si yo tuviera cincuenta radios, diez canales de televisión y cuatro diarios de la mañana, trataría de imponer esta verdad, en la que creo bastante, pero no es en sí la verdad: “Nisman era un hombre muy débil y cuando vio que no tenía pruebas contundentes para ofrecer al Congreso, se asustó tanto que se suicidó”. Listo. Y la gente lo va a creer, en gran medida, porque la gente cree lo que le dicen. Para fundamentar esto, en la cita del acápite de mi libro Filosofía del poder mediático tomo un texto de Mariano Moreno que dice: “La gente no ve ni cree más que aquello que se les enseña”. Está en La Gaceta Mercantil. Moreno, el creador del periodismo argentino. Es genial esa frase.
—La división del país quedó congelada en ese baño con el fiscal Nisman muerto. ¿De qué clase de fractura habla? ¿De qué grado de madurez en la sociedad? ¿En dónde estamos parados?
—Estamos parados en el odio. Mal. Ojalá inauguremos otra clase de diálogo político, esto no puede seguir más. El insulto, el agravio, la pobreza del lenguaje... No se argumenta nada, se insulta. El insulto reemplazó al razonamiento. Hay un odio en los intelectuales, por ejemplo, que no lo puedo creer. ¿Por qué odian tanto? No sé qué se les hizo tan grave, honestamente. Es absurdo que vayan por las calles con un cartel que diga: “Abajo la dictadura”. ¿Cómo? A ninguna dictadura vas con un cartel que diga “abajo la dictadura”, en una dictadura en serio te matan. No digo, por supuesto, que aquel gobierno haya estado exento de culpa por la falta de un diálogo abierto, pero hay que bajar los decibeles de los insultos. Habría que limpiar las redes sociales, que son más bien redes cloacales. No sé cómo hacerlo, pero creo que se limpiarían eliminando el anonimato.
—¿Eso no será parte de una novedad que ya va a pasar?
—Es un mundo nuevo, sí, pero en el que se nota la diferencia de cultura en los distintos ámbitos. Yo escucho mucha música clásica: es un placer ver los comentarios en esos foros. Tipos especializados en música, pianistas, directores de orquesta que juzgan lo que acabás de ver y aprendés con los comentarios. Después entrás en los foros de política y empieza el desastre.
—¿Entonces el odio empobreció la discusión?
—Cuando yo fui a hacer televisión, aparecieron comentarios atroces contra mí: que me habían comprado... Marcos Aguinis llegó a decir que en la tele se gana mucho y que por eso yo iba a hacer tele, que era una forma de trabajar para el Gobierno... ¡Mirá si trabajé para el Gobierno! Al contrario, creo. Yo digo lo que pienso, pero no digo “todo esto lo representa el Gobierno”, jamás. Mi versión de la historia no será del agrado del señor Bartolomé Mitre, pero no insulto a nadie. Estoy tratando de pensar. Y nose piensa porque se odia.
—¿La calidad de nuestra discusión política, ideológica, democrática es muy baja, querés decir?
—Muy baja. Esa división entre lo K y lo anti K lo empobreció todo. No se puede pensar desde esa división. Si eras K, eras una basura. Y si eras anti K, eras una basura según los K. Es decir, éramos basuras que se cruzaban. Pero, para mí, la oposición tuvo más responsabilidades que el Gobierno, porque la oposición es la que debe proponer. Y la oposición no propuso nada, lo único que hizo fue señalar una corrupción gigantesca, lo cual se ha dicho de todo gobierno argentino popular que se quiso destituir, digamos, por usar la terminología de Carta Abierta. A Yrigoyen, a Perón, a Isabelita, al cheque de la cruzada justicialista, bueno, a Alfonsín también. Alfonsín tuvo que salir a decir: “Al sinvergüenza, ¡señálenmelo!”. Le decían que su gobierno estaba lleno de sinvergüenzas. A él no, porque a Alfonsín, realmente, no había cómo probarle nada. Ese sí que fue un tipo honesto. Y acá también funcionó el “son todos corruptos”. ¡Una prueba consistente, por favor! Yo siempre lo dije, ojo: a mí no me gustó que Néstor Kirchner se comprara un hotel de dos mil millones de dólares. Para mí es inconcebible, sería una incomodidad terrible tener un hotel de dos mil millones de dólares, porque no sabría qué hacer con esa guita. No vine al mundo a administrar guita, me quitaría mucho tiempo.
—Pero vos conociste a Kirchner y él te explicó que para hacer política había que tener plata…
—Bueno, es cierto: hay que tener guita para hacer política. Y hay que comprar gente también. La política se hace así. Hay algunos que vienen por buena fe, que realmente creen en lo que hacen. Pero mucho es el acuerdo entre bastidores, donde corre el dinero. Es en todo el mundo así, no es la Argentina. House of cards habla de Washington, no de la Argentina. (…)