Estoy indignada! ¿Oíste la cadena? Quien se dirige a mí es una periodista enojadísima porque Cristina Fernández de Kirchner, la presidenta de los cuarenta millones de argentinos, en su primera aparición pública luego de la muerte de mi primo Alberto, hace ya ocho días, no
expresó palabras de condolencia hacia la familia, en una cadena nacional tardía. (…)
Un plano abierto que abarca a Cristina y su circunstancia –inválida, la pobre, en una silla de ruedas– se va cerrando sobre ella –inmaculada– para fijar la imagen en un cuadro más acotado que la tiene de medio cuerpo al comenzar a hablar, en un estar acogedor de la quinta de Olivos; el campo florido que permea por la ventana; la foto de Néstor –su difunto–, un reloj, una copa de agua, son los objetos sobre la mesa de apoyo que completan la apacible puesta en escena. Es 26 de enero de 2015. Mi primo Alberto, fallecido el 18 del mismo mes, aún yace en una cámara frigorífica. Transitamos un duelo insoportable pero ella, antagónica, viste de blanco. No de azul o beige o gris o lavanda.
Blanco. Ella conoce más que nadie lo que es el luto, porque lo llevó por más de tres años por su marido y ex presidente Néstor Kirchner. Nadie pretendía que lo llevara en esta ocasión, pero de ahí a aparecerse impoluta, antípoda, blanquísima, se lee –siendo generosa– como una –otra– provocación. Ningún día de duelo nacional, ni banderas a media asta. No es que yo esperara algo distinto porque hace tiempo ya que no espero más nada por parte de ella. Me corrijo. Sí espero algo: que llegue a diciembre y realice un traspaso democrático del mando presidencial. Como corresponde. Nada más. Sólo eso. Y espero, por el bien de todos los argentinos, que lo cumpla. El acontecimiento trágico de mi primo Alberto nada tiene que ver con éste, mi íntimo deseo; es anterior. Entonces: sólo espero de ella que termine de una buena vez su mandato y que se vaya por donde vino.
El problema es el daño que ella sea capaz de hacer en el transcurso. Pienso en un inquilino al que no le renuevan el contrato del departamento que habita y, ante el inminente e inevitable desalojo acata a desgano, pero antes de irse daña las paredes y tajea las alfombras. En fin. Puede resultar paradójico lo de enfrentar al Gobierno y a la vez defenderlo, pero no es ni más ni menos que el sostenimiento de las instituciones y las autoridades legítimas, elegidas por el sufragio ciudadano.
Retomo. La cadena. El anuncio: la disolución de la Secretaría de Inteligencia (SI), en beneficio de la creación de la AFI (Agencia Federal de Inteligencia). Esa, la misma SI que fue funcional al Gobierno durante más de una década, usada a su antojo y con arrojo, y que ahora les urge quitársela de encima. Por pecaminosa y oscura. Porque quema.
El anuncio tardío no deja de ser importante e imprescindible. Empero, evocando al filósofo canadiense Marshall McLuhan, el medio es el mensaje, e interpelada por una puesta en escena más, me animo al siguiente análisis que subyace más allá de lo anecdótico del anuncio. Es bien sabido, desde siempre, que nuestra presidenta es autorreferencial. Narra de manera superlativa, casi mendaz, sus hazañas y padecimientos. Apela –a mi entender, ya sin efecto– al marketing de la lástima, sobreactuando por cadena nacional, desde ser víctima de una enfermedad terminal hasta la mera torcedura de un tobillo. Franklin Delano Roosevelt padeció poliomielitis en plena ascensión de su carrera política. Sin embargo, ni mientras fue gobernador de Nueva York ni ejerciendo la presidencia de los EE.UU. se presentó en público sentado en su silla de ruedas, que sí usaba irremediablemente en el seno de su vida privada; por el contrario, se sostenía de pie, apoyado disimuladamente sobre un par de muletas o sobre el hombro de su hijo, para mostrarse entero ante la ciudadanía. Y me atrevo a afirmar que, de estar vivo, hubiese repudiado el monumento en su memoria del año 1997 en el que aparece sentado en su silla de ruedas, como nunca antes se había dejado ver.
Localmente, abundan los ejemplos de políticos que padecen alguna enfermedad o cierta capacidad disminuida y no hacen uso de ello para inspirar compasión. Gabriela Michetti, del PRO; Martín Insaurralde, que atravesó un cáncer; el diputado Jorge Rivas, tetrapléjico; o el mismo Daniel Scioli, quien sufrió la amputación de un brazo tras protagonizar un accidente motonáutico.
Esta estrategia comunicacional de victimización en lo personal se amplía en lo político en denuncias de estar gestándose un golpe –blando– de Estado, en acusar de destituyentes a medios opositores, en atribuir al Poder Judicial la conformación de un nuevo partido político con pretensiones de derrocarla y en advertirnos a todos que, si algo le llegara a suceder a ella, miremos hacia el
Norte. Cristina se instala en la zona donde se siente más cómoda: el conflicto como hábitat de confort, y allí se asienta porque salir de ahí implicaría reconocer a un otro que pudiera tener razón. Alineada en esa perspectiva que se basa en la deformación sistemática de los hechos, sobreactúa el conflicto forzándolo a una escalada –o derrumbe– imprevisible y fuera de control. El asesinato de mi primo
Alberto es una clara secuela de su desajuste. Algunos políticos sostienen que el hecho de instalar un enemigo y sostenerlo en el tiempo no es más que una argucia política, una estrategia efectiva de enfrentamiento constante; yo, sin embargo, hiperbólica e incorrecta, me inclino por creer que no es ni más ni menos que un típico caso de personalidad delirante.
Sabido es que los delirios son irreductibles para quien los padece; es decir, no hay modo alguno de combatirlos. (…) Incluso, en la mayoría de los casos, ese entorno próximo queda envuelto bajo la misma paranoia delirante. Algunos buscan ayuda en un sabio, otros consultan el horóscopo chino o se alían con aquellos países que padecen el mismo delirio persecutorio para reforzar su alucinación. Lo grave aparece cuando, en nombre de esa realidad supuesta, se reacciona dándola por cierta y actuando con violencia contra aquellos que creen sus enemigos, llegando hasta cometer persecuciones, incluso perpetrar o fomentar crímenes. El asesinato de mi primo Alberto es una clara secuela de su desajuste.
El miércoles 11 de febrero, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ofreció otra cadena nacional. No fue desde la Residencia de Olivos. No hubo silla de ruedas. No hubo condolencias para nosotros, la familia. Sí hubo lo de siempre. La algarabía K a pleno: aplaudidores y militantes ovacionando desaforados a su líder. Mi primo ya no se habría suicidado, en cambio ahora ella sostenía que lo mataron, por gay –insinuó desbocada, sin vergüenza–. Los camporistas festejaron el vano festejo del exabrupto, porque están desesperados, temerosos de la caída, del fin, gracias a la convocatoria del 18F para homenajear a mi primo Alberto a un mes de su muerte, que se avizora como masiva, y que los catapulta en la pérdida de poder tanto en la dimensión práctica como en la simbólica. La ilimitud de una oratoria desbocada en el Patio de Las Palmeras, en la que proliferó la crueldad, el sadismo a la provocación, la llevaron – llevan– a pecar en la sucesión de errores no forzados. El asedio
kirchnerista que había adquirido la condición de mito –fascista– allá a mediados de 2008, a partir de que Julio César Cleto Cobos, por entonces vicepresidente de Néstor Kirchner, diera su voto no positivo a la Ley 125, con la consecuente deriva de un país de cuarenta millones al que se le imponía la drástica división de amigo/enemigo –los unos alineados al oficialismo, los otros al multimedios Clarín–, hoy transmuta enmarcando a esos otros en el colectivo golpista, destituyente, bajo el halo del Nuevo Partido Judicial. Ejemplo muy gráfico de que los delirios son irreductibles. En cualquier caso, Cristina tiene que entender que, una vez terminado el juego, reina y peón acaban en el mismo cajón.