DOMINGO
posibilidades

La Tierra y la condición humana

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| Cedoc

En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre, y durante varias semanas circunda la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.

Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurren en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o pavor ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer “paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena”. Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, inconscientemente era el eco de una extraordinaria frase que, hace más de veinte años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: “La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra”. Durante un tiempo esta creencia ha sido lugar común. Nos muestra que, en todas partes, los hombres no han sido en modo alguno lentos en captar y ajustarse a los descubrimientos científicos y al desarrollo técnico, sino que, por el contrario, los han sobrepasado en décadas. En este aspecto, como en otros, la ciencia ha afirmado y hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños que no eran descabellados ni vanos. La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción (a la que, por desgracia. nadie ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa). La trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario, ya que, aunque los cristianos se han referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos han considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad ha concebido la Tierra como cárcel del cuerpo humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna. ¿La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comienza con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?

La Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana, y la naturaleza terrena, según lo que sabemos, quizá sea única en el universo con respecto a proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que moverse y respirar sin esfuerzo ni artificio. El artificio humano del mundo separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos. Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también “artificial”, a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza. El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar “plasma de germen congelado perteneciente a personas y demostrar habilidad con el microscopio a fin de producir seres humanos superiores”, y de “alterar [su) tamaño, aspecto y función”; y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.

Este hombre futuro –que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman– parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales. Mientras tales posibilidades quizá sean aún de un futuro lejano, los primeros efectos de los triunfos singulares de la ciencia se han dejado sentir en una crisis dentro de las propias ciencias naturales. La dificultad reside en el hecho de que las “verdades” del moderno mundo científico, si bien pueden demostrarse en fórmulas matemáticas y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan a la normal expresión del discurso y del pensamiento. Todavía no sabemos si esta es una situación final. Pero pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso, sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que realizamos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales para elaborar nuestro pensamiento y habla. Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiremos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros know-how, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible por muy mortífero que fuera.

*Filósofa. Fragmento de La Condición Humana (Editorial Paidós)