DOMINGO
LIBRO

Las sombras del Papa

Horacio Verbitsky acusa a Jorge Bergoglio de haber instigado el secuestro de dos religiosos jesuitas que misionaban en una villa miseria de Buenos Aires. La acusación, que no cuenta con pruebas documentales, ha tenido una gran repercusión ahora que el arzobispo de Buenos Aires se ha convertido en el papa Francisco. Aquí, el libro en el que el periodista denuncia al religioso, y la respuesta del Pontífice en la obra que recoge su biografía y sus principales ideas. Galería de fotos

PASADO. Bergoglio, provincial jesuita y los religiosos Osvaldo Yorio y Francisco Jalics.
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“Fue un pastor que abandonó a sus ovejas“*

El domingo 23 de mayo de 1976 un centenar de soldados ingresaron en patrulleros policiales y camiones militares a la villa del Bajo Flores. Esperaron que terminara la misa que oficiaba el sacerdote Francisco Bozzini y se llevaron a los jesuitas Yorio y Jalics y a otros ocho catequistas.
—Yo soy el Verdugo. No vuelvan a pisar la villa o aparecen en un zanjón –les dijo un encapuchado a los catequistas la madrugada siguiente luego de interrogarlos sobre Yorio y Jalics y antes de abandonarlos en una autopista.
Yorio fue introducido en el subsuelo de un edificio, donde escuchaba ruido de agua. Sus captores lo interrogaron sobre Mónica Quinteiro. Yorio admitió que la mujer dejó los hábitos para militar en política.
Un documento que encontré en el archivo de la Cancillería consigna que el provincial de la Compañía de Jesús, Jorge Mario Bergoglio, informó al gobierno militar que Yorio era “sospechoso de contacto con guerrilleros” y que Jalics había tenido conflictos de obediencia por su “actividad disolvente en congregaciones religiosas femeninas”. Agregó que en febrero de 1976 ordenó disolver la pequeña comunidad en la que vivían en el Barrio Rivadavia, vecina a la villa del Bajo Flores, pero que se negaron a obedecer, y que el 19 de marzo solicitaron salir de la Compañía de Jesús.
Según el provincial, en vez de eso expulsó a Yorio y no pudo hacer lo mismo con Jalics porque ya había prestado los votos solemnes. En consecuencia, el arzobispo de Buenos Aires, primado de la Argentina y flamante cardenal Juan Carlos Aramburu les quitó la licencia para decir misa. También advirtió al equipo de pastoral de villas de su arquidiócesis que Yorio y Jalics estaban sin permiso en el barrio. Cuando el responsable de ese equipo de curas villeros, Héctor Botán, intercedió para que Yorio y Jalics pudieran seguir trabajando allí, Aramburu le respondió que era imposible por la gravedad de las acusaciones que había recibido contra ellos. Los sacerdotes perseguidos acudieron a Pironio, quien les sugirió que consultaran con Zazpe y con el vicario de Flores, Mario José Serra. No hablaron ellos sino otros sacerdotes amigos. Zazpe les dijo que no podía hacer nada porque Bergoglio había informado que los echaba de la Compañía y Serra que las acusaciones a las que se refería Aramburu provenían del propio Bergoglio.
Sus captores sentaron a Yorio en el suelo y le ataron las manos a la espalda con una soga. Luego lo llevaron hasta un recinto más pequeño, con una cama en la que le engrillaron los pies. Pasó varios días en ese lugar oscuro y estrecho. Lo insultaban y lo amenazaban, le impedían dormir, no le permitían ir al baño ni mudar de ropa. Cuando ya no podía calcular ni el día ni la hora, le aplicaron una inyección que lo adormeció. Como entre sueños oyó la voz de Mónica Quinteiro que le decía:
—Ay, Orlando.
Las preguntas iban desde la historia argentina hasta su trabajo en la villa y los catequistas. Su interrogador le dijo que sabía que no era guerrillero pero que sí era subversivo, porque vivía en la villa y unía a los pobres.
El 25 de mayo una ventana quedó abierta y Jalics escuchó la arenga de una formación militar dirigida al personal de la ESMA. A esa misma hora, los miembros de la Junta Militar escuchaban con expresión de beatitud el tedéum en la Catedral. Entre los catequistas detenidos estaba Silvina Guiar, sobrina del capitán de navío Francisco Manrique. La hija del almirante Horacio Mayorga estudiaba en el colegio de las Esclavas, dirigido por una monja amiga de Yorio. Bozzini había escalado el Aconcagua con varios militares. Por todas esas vías, Bozzini supo que Orlando estaba en la ESMA. Se dirigió a esa unidad naval y un oficial aceptó llevarle la comunión. También le dijo que al domingo siguiente lo dejarían en libertad. La madre le preparó la torta de manzana que le gustaba pero nada ocurrió.
Tal vez porque Bozzini había comprobado dónde estaban, Yorio y Jalics fueron trasladados desde la ESMA hacia una casa operativa, donde pasaron cinco meses. Cuando Jalics le contó que un oficial le había llevado el sacramento porque era cursillista, Mignone escribió sobre “la deformación espiritual y moral” de los oficiales y sacerdotes que “consideraban un acto piadoso traer la Eucaristía a un prisionero pero participaban en la tortura y el asesinato”.
Yorio también fue interrogado por un hombre culto, con conocimientos de psicología y de la Iglesia. Lo hizo hablar sobre dos trabajos suyos de 1970: El acontecimiento como lugar teológico y El líder y la comunidad.
En los interrogatorios a los que fue sometido en Uruguay Héctor Borrat, el director de la revista católica Víspera, cerrada por el gobierno militar, también participaba un especialista en teología. A Yorio su interrogador le dijo que se equivocaba al interpretar en forma literal las Escrituras. No debió irse a vivir a la villa, porque Cristo se refería a los pobres de espíritu. Como América latina sufría la penetración marxista, al quedar en libertad Yorio debería recluirse en un colegio frecuentado por otra clase social.
Cuando Yorio pudo hablar con Jalics, su compañero le dijo que creyó percibir la presencia de Bergoglio entre las personas que participaron de los interrogatorios.
Uno de esos especialistas en cuestiones eclesiásticas le preguntó a Yorio si consideraba que Mónica Quinteiro era “recuperable”. El que lo había drogado en la ESMA volvió para preguntarle por el sacerdote Jorge Adur y por los seminaristas asuncionistas Carlos Antonio Di Pietro y Raúl Eduardo Rodríguez. Adur había integrado el MSTM, y en 1970 fue uno de los oficiantes de la misa fúnebre de los fundadores de Montoneros Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus. Desarrolló su trabajo sacerdotal y militante en el norte y noroeste del Gran Buenos Aires, la zona que correspondía a la Columna Norte de Montoneros.
En el barrio popular La Manuelita, de San Miguel, Adur atendía la capilla Jesús Obrero junto con Di Pietro y Rodríguez. Los dos seminaristas fueron secuestrados de ese barrio, donde vivían, en las primeras horas del 4 de junio de 1976. Allí también realizaban trabajo social durante la semana, con la participación de medio centenar de jóvenes.
Hombres de civil y en uniforme de fajina que portaban armas cortas y largas llegaron en varios automóviles, coparon el barrio y recorrieron las casas en busca de Adur, a quien no encontraron. Di Pietro y Rodríguez vivían con él y estudiaban teología en el vecino Colegio Máximo, de la Compañía de Jesús, en San Miguel.
Luego de golpearlos los cargaron en uno de los autos envueltos en frazadas. Unas horas antes había sido secuestrado y asesinado el seminarista Juan Ignacio Isla Casares de la Serna, de la parroquia Nuestra Señora de la Unidad de Olivos, quien trabajaba como obrero, y otros militantes del barrio La Manuelita. Algunos formaban parte de la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio, y otros de una Juventud Independiente Cristiana (JIC).
Jalics había dado un retiro espiritual para Di Pietro y Rodríguez. Durante ese encuentro, le contaron que estaban en conflicto con Adur, porque ellos querían dedicarse al estudio y no involucrarse en cuestiones políticas. Volvió a verlos en la casa operativa en la que estuvo secuestrado con Yorio. A media mañana Di Pietro llamó por teléfono al superior asuncionista Roberto Favre y le preguntó por Adur. “Recibimos un telegrama para él y se lo tenemos que entregar”, dijo. De ese modo, consiguió que la orden supiera que algo anormal ocurría. El superior informó al obispo de San Martín, Manuel Menéndez, y presentó un recurso de hábeas corpus, que no obtuvo respuesta. Adur logró salir del país, con ayuda de Laghi, y se exilió en Francia. Pero los seminaristas nunca reaparecieron.
Mignone fue uno de los que primero y mejor entendieron los secretos del Estado terrorista. Laguna le contó que la represión clandestina fue votada en 1975 por los altos mandos con la única oposición de tres generales. En su libro Iglesia y dictadura, editado en 1986, Mignone escribió que los militares limpiaron “el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de los prelados”. Zazpe le reveló que ese trato fue acordado durante una reunión con la Junta Militar poco después del golpe, cuando todavía la Conferencia Episcopal era presidida por Tortolo: antes de detener a un sacerdote las Fuerzas Armadas avisarían al obispo respectivo.
Por eso Mignone escribió que “en algunas ocasiones la luz verde fue dada por los mismos obispos” y que la Armada interpretó el retiro de las licencias a Yorio y Jalics y las “manifestaciones críticas de su provincial jesuita, Jorge Bergoglio, como una autorización para proceder”. Para Mignone, Bergoglio es uno de los “pastores que entregaron sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”.
Luego de una misa en la Catedral, Bergoglio intentó ofrecerle su versión de los hechos pero Mignone se negó a escucharlo. El ex provincial jesuita pretende que avisó del peligro en ciernes a Yorio y Jalics para que dejaran la villa y que intercedió por ellos ante Massera y Videla cuando, como resultado de su desobediencia, los secuestraron. Pero el documento en el que Bergoglio afirma que Yorio estaba en contacto con la guerrilla avala la visión de Mignone sobre él.
En 1997, Antonio Quarracino lo propuso como obispo coadjutor con derecho a sucesión en el Arzobispado de Buenos Aires. Bergoglio fue miembro y Quarracino allegado de Guardia de Hierro, principal adversaria de Montoneros entre las organizaciones juveniles del peronismo. A fines de la década de 1960, Quarracino decía que “una cierta violencia” era necesaria para una verdadera revolución social. Fue uno de los introductores en la Argentina de la “Teología de la Revolución”. Pero desde comienzos de la década siguiente giró hacia la ortodoxia tanto en la Iglesia como en el peronismo y después del golpe justificó la represión militar.
En 1999, al morir Quarracino, Bergoglio ascendió al Arzobispado porteño. Esto fue una conmoción para Yorio, quien me contó su historia y concertó una entrevista telefónica para que también pudiera escuchar la versión de Jalics, quien vivía en una casa de oración de Alemania. Jalics designó a una persona de su intimidad para que en esa conversación me comunicara algunas reflexiones en su nombre.
Varios profesores del Colegio Máximo y un obispo le contaron que Bergoglio afirmaba que ambos estaban en la guerrilla. Jalics le reprochó que jugara de ese modo con su vida y la de Yorio. Bergoglio lo negó y prometió que les pediría a los militares que no les hicieran nada. “Dos semanas después, Jalics le preguntó si había hecho esa gestión y Bergoglio respondió que aún no había podido. A la semana siguiente los secuestraron.” La agradecida viuda del obispo Jerónimo Podestá, a quien Bergoglio asistió en su lecho de muerte, sostiene que en 2000 Jalics vino a Buenos Aires, “estuvo con Bergoglio, se sacó una foto con él y no entiendo por qué se queda callado. Le voy a escribir para que aclare este tema”. Ni Jalics ni Bergoglio lo hicieron.
Jalics también recibió un llamado del periodista Ignacio Covarrubias, quien había sido su discípulo. Le dijo que había estado cinco meses preso por una denuncia falsa y que prefería “no revolver estas cosas del pasado”. Se negó a opinar sobre el papel que cumplió Bergoglio. “Ni a favor ni en contra”, explicitó.
El 26 de octubre de 1976, a pedido de Videla, la Conferencia Episcopal recibió en San Miguel al ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz para que respondiera a todas las dudas sobre su programa. El ministro contó que pensaba ayudar a los más pobres y los obispos le auguraron éxito, dentro de un debate que describieron como intenso pero cordial. Novak recriminó a sus colegas que la Plenaria recibiera al ministro de la dictadura y a “dos generales en plena actividad represiva” y no a los dirigentes obreros y dijo que la sociedad tildaría esa actitud de incoherente. Fue su primera intervención como obispo en una Asamblea Plenaria.
“Martínez de Hoz nos habló dos horas largas. Y cenó con nosotros, y estuvo disponible para algunas consultas todavía después de la cena. Pedí la palabra y dije que nos habíamos declarado como cuerpo a favor del gobierno. […] Entonces pedía que también pudieran acceder los de la vereda de enfrente del ministro, los obreros, la gente.”
A Novak le indignaba que en cambio se discutiera si era posible recibir a los religiosos y las religiosas cuyas confederaciones había presidido o asesorado antes de su consagración episcopal, y a los trabajadores que venían acompañados por dirigentes del sindicalismo católico, como Carlos Custer.
“Pedían por favor ser escuchados por los obispos. Nunca fueron hechos entrar a la sala grande de las sesiones. Después de mucho insistir fueron aceptados, después de la cena, en la portería, con los obispos que querían, no obligados como estábamos nosotros a escuchar a Martínez de Hoz y compañía.”
Sólo 12 obispos quisieron.
El día anterior a la visita de Martínez de Hoz, Yorio y Jalics habían sido drogados y conducidos en un helicóptero hasta un bañado en Cañuelas donde despertaron rodeados de pastizales. “El diario La Opinión entendió que era una forma de congraciarse con el Episcopado. Pero los propios diarios se preguntaban por qué las autoridades eclesiásticas no dieron ningún informe de lo sucedido”, dijo Yorio. La cuestión no fue tocada por la Comisión Permanente. Laghi supo de la liberación de ambos por un llamado de Massera. Según Jalics, por las preguntas que le hicieron está seguro de que el interrogador era “un dignatario de la Iglesia”. En una reunión con Emilio Mignone y su esposa, Jalics dijo que tanto las cabezas del Episcopado como Bergoglio sabían que ambos estaban detenidos por la Marina, pero no hicieron nada para liberarlos. Jalics le contó a Mignone que “Bergoglio se opuso a que una vez puesto en libertad permaneciera en la Argentina y habló con todos los obispos para que no lo aceptaran en sus diócesis en caso que se retirara de la Compañía de Jesús”.
El 21 de diciembre, Mignone volvió a escribirle a Pironio. Luego de la liberación de Yorio y Jalics tenía la certeza de que Mónica y sus amigas estaban detenidas o habían sido muertas por la Armada. Le contaba las gestiones realizadas en Buenos Aires, en las que “hemos golpeado todas las puertas hasta ahora sin resultado, insinuando que, si son liberadas (subrepticiamente por cierto), las enviaremos al exterior, callaremos y contribuiremos de esa manera a la pacificación y a la reconciliación del país. No pretendemos que la Marina reconozca lo que no quiere admitir”.
Por último le pedía que se involucrara en una mediación con Massera, quien estaba interesado en congraciarse con el único cardenal argentino que tenía acceso directo al Papa. Como Pironio le había dicho que haría lo que Mignone le pidiera, le sugirió que le escribiera al jefe de la Marina. Pironio recién respondió en los primeros días de marzo de 1977. Atribuía la demora a las fiestas de fin de año, el trabajo atrasado y el esfuerzo por pensar el mejor camino para ayudarlo. El que proponía Mignone “me resulta, como podrás imaginar, bastante difícil. No creo que sea mi caso el más oportuno. Algún día podremos conversar personalmente sobre esto. Entre tanto, busco otros caminos. Quisiera, de veras, en todo esto, hacer algo para ayudarte pero experimento más que nunca mi impotencia. Quiero, sin embargo, que me sientas muy al lado tuyo con mi afecto y mi oración”. Lo sintió más lejos que nunca y así concluyó la amistad entre ambos.

La mano de Haroldo. Uno de los sacerdotes que conocía en forma directa las aberraciones de la dictadura era el jesuita y notable novelista, poeta y ensayista Leonardo Castellani. El 19 de mayo el gobierno había iniciado una ofensiva de relaciones públicas con una invitación de Videla a los escritores famosos Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, de la que también participaron Castellani y el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Esteban Ratti. Para el gobierno, Castellani era una garantía, por su posición muy crítica sobre los sacerdotes tercermundistas.
Marta Scavac de Conti recurrió a Castellani y le contó que su esposo, el escritor Haroldo Conti, había sido secuestrado por el Ejército dos semanas antes.
“Castellani estaba muy enfermo y vivía en un estado de pobreza absoluta. Me arrodillé para implorarle que me ayudara a salvar a Haroldo. Con dificultad se sentó en la cama, me puso una mano sobre la cabeza y me dio su palabra de que haría todo lo posible.”
Sabato y Ratti propusieron al dictador diversas medidas de política cultural y Borges le agradeció por liberar al país del peronismo. Ratti aceptó llevar una lista de ocho escritores y poetas desaparecidos y a pesar del miedo que tenía, cumplió. Castellani no sólo le planteó la situación de Conti; al salir de la audiencia comunicó su pedido a los periodistas, con lo cual quebró el bloqueo informativo sobre el caso. El número de la revista Crisis de ese mes estaba dedicado a Castellani. Allí había un artículo de Conti con el título “Era nuestro adelantado”.

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“Si no hablé fue por no hacerle el juego a nadie” **
Cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba, se intensificaban las especulaciones sobre los candidatos a sucederlo y el nombre de Bergoglio figuraba en casi todos los pronósticos de los periodistas especializados. En esos días, volvía a agitarse una denuncia periodística publicada unos pocos años atrás, en Buenos Aires, sobre una supuesta actuación muy comprometedora del cardenal durante la última dictadura. Más aún: se asegura que, en las vísperas del cónclave, que debía elegir al sucesor del papa polaco, una copia de un artículo –de una serie del mismo autor– con la acusación fue enviada a las direcciones de correo electrónico de los cardenales electores, con el propósito de perjudicar las chances que se le otorgaban al purpurado argentino.
En la denuncia se le atribuía al cardenal una cuota de responsabilidad por el secuestro de dos sacerdotes jesuitas, que se desempeñaban en una villa de emergencia del barrio porteño de Flores, efectuado por miembros de la Marina en mayo de 1976, dos meses después del golpe. De acuerdo con esa versión, Bergoglio –quien por entonces era el provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina– les pidió a los padres Orlando Yorio y Francisco Jalics que abandonaran su trabajo pastoral en la barriada y, como ellos se negaron, les comunicó a los militares que los religiosos ya no contaban con el amparo de la Iglesia, dejándoles así el camino expedito para que los secuestraran, con el consiguiente peligro que eso implicaba para sus vidas.
El cardenal nunca quiso salir a responder la acusación, como tampoco jamás se refirió a otras imputaciones del mismo origen sobre supuestos lazos con miembros de la Junta Militar (ni, en general, nunca contó públicamente cuál fue su actitud durante la última dictadura). Pero, frente a nuestro cometido, reconoció que el tema no podía omitirse y accedió a contar su versión sobre los hechos y la actitud que asumió en la noche negra que vivió la Argentina. “Si no hablé en su momento, fue para no hacerle el juego a nadie, no porque tuviese algo que ocultar”, afirmó.
—Cardenal, usted deslizó antes que durante la dictadura escondió gente que estaba siendo perseguida. ¿Cómo fue aquello? ¿A cuántos protegió?
—En el colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, en el Gran Buenos Aires, donde residía, escondí a unos cuantos. No recuerdo exactamente el número, pero fueron varios. Luego de la muerte de monseñor Enrique Angelelli (el obispo de La Rioja, que se caracterizó por su compromiso con los pobres), cobijé en el colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis que estudiaban teología. No estaban escondidos, pero sí cuidados, protegidos. Yendo a La Rioja para participar de un homenaje a Angelelli con motivo de cumplirse treinta años de su muerte, el obispo de Bariloche, Fernando Maletti, se encontró en el micro con uno de esos tres curas que está viviendo actualmente en Villa Eloísa, en la provincia de Santa Fe. Maletti no lo conocía, pero al ponerse a charlar, éste le contó que él y los otros dos sacerdotes veían en el colegio Máximo a personas que hacían “largos ejercicios espirituales de veinte días” y que, con el paso del tiempo, se dieron cuenta de que eso era una pantalla para esconder gente. Maletti después me lo contó, me dijo que no sabía toda esta historia y que habría que difundirla.
—Aparte de esconder gente, ¿hizo algunas otras cosas?
—Saqué del país, por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergiman y, de esa forma, pudo salvar su vida. Además, hice lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba, para abogar por personas secuestradas. Llegué a ver dos veces al general (Jorge) Videla y al almirante (Emilio) Massera. En uno de mis intentos de conversar con Videla, me las arreglé para averiguar qué capellán militar le oficiaba la misa y lo convencí para que dijera que se había enfermado y me enviara a mí en su reemplazo. Recuerdo que oficié en la residencia del comandante en jefe del Ejército ante toda la familia de Videla, un sábado a la tarde. Después, le pedí a Videla hablar con él, siempre en plan de averiguar el paradero de los curas detenidos. A lugares de detención no fui, salvo una vez que concurrí a una base aeronáutica, cercana a San Miguel, de la vecina localidad de José C. Paz, para averiguar sobre la suerte de un muchacho.
—¿Hubo algún caso que recuerde especialmente?
—Recuerdo una reunión con una señora que me trajo Esther Balestrino de Careaga, aquella mujer que, como antes conté, fue jefa mía en el laboratorio, que tanto me enseñó de política, luego secuestrada y asesinada y hoy enterrada en la iglesia porteña de la Santa Cruz. La señora, oriunda de Avellaneda, en el Gran Buenos Aires, tenía dos hijos jóvenes con dos o tres años de casados, ambos delegados obreros de militancia comunista, que habían sido secuestrados. Viuda, los dos chicos eran lo único que tenía en su vida. ¡Cómo lloraba esa mujer! Esa imagen no me la olvidaré nunca. Yo hice algunas averiguaciones que no me llevaron a ninguna parte y, con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo suficiente.
—¿Puede relatar alguna gestión que llegó a buen término?
—Me viene a la mente el caso de un joven catequista que había sido secuestrado y por el que me pidieron que intercediera. También en este caso me moví dentro de mis pocas posibilidades y mi escaso peso. No sé cuánto habrán influido mis averiguaciones, pero lo cierto es que, gracias a Dios, al poco tiempo el muchacho fue liberado. ¡Qué contenta estaba su familia! Por eso, reitero: después de situaciones como ésa, cómo no comprender la reacción de tantas madres que vivieron un calvario terrible, pero que, a diferencia de este caso, no volvieron a ver con vida a sus hijos.
—¿Cuál fue su desempeño en torno al secuestro de los sacerdotes Yorio y Jalics?
—Para responder tengo que contar que ellos estaban pergeñando una congregación religiosa, y le entregaron el primer borrador de las Reglas a los monseñores Pironio, Zazpe y Serra. Conservo la copia que me dieron. El superior general de los jesuitas quien, por entonces, era el padre Arrupe, dijo que eligieran entre la comunidad en que vivían y la Compañía de Jesús, y ordenó que cambiaran de comunidad. Como ellos persistieron en su proyecto, y se disolvió el grupo, pidieron la salida de la Compañía. Fue un largo proceso interno que duró un año y pico. No una decisión expeditiva mía. Cuando se le acepta la dimisión a Yorio (también al padre Luis Dourrón, que se desempeñaba junto con ellos) –con Jalics no era posible hacerlo, porque tenía hecha la profesión solemne y solamente el Sumo Pontífice puede hacer lugar a la solicitud– corría marzo de 1976, más exactamente era el día 19, o sea, faltaban cinco días para el derrocamiento del gobierno de Isabel Perón. Ante los rumores de la inminencia de un golpe, les dije que tuvieran mucho cuidado. Recuerdo que les ofrecí, por si llegaba a ser conveniente para su seguridad, que vinieran a vivir a la casa provincial de la Compañía.
—¿Ellos corrían peligro simplemente porque se desempeñaban en una villa de emergencia?
—Efectivamente. Vivían en el llamado barrio Rivadavia del Bajo Flores. Nunca creí que estuvieran involucrados en “actividades subversivas” como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero, por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje. Dourrón se salvó porque, cuando se produjo el operativo, estaba recorriendo la villa en bicicleta y, al ver todo el movimiento, abandonó el lugar por la calle Varela.
Afortunadamente, tiempo después fueron liberados, primero porque no pudieron acusarlos de nada, y segundo, porque nos movimos como locos. Esa misma noche en que me enteré de su secuestro, comencé a moverme. Cuando dije que estuve dos veces con Videla y dos con Massera fue por el secuestro de ellos.
—Según la denuncia, Yorio y Jalics consideraban que usted también los tachaba de subversivos, o poco menos, y ejercía una actitud persecutoria hacia ellos por su condición de progresistas.
—No quiero ceder a los que me quieren meter en un conventillo. Acabo de exponer, con toda sinceridad, cuál era mi visión sobre el desempeño de esos sacerdotes y la actitud que asumí tras su secuestro. Jalics, cuando viene a Buenos Aires, me visita. Una vez, incluso, concelebramos la misa.
Viene a dar cursos con mi permiso. En una oportunidad, la Santa Sede le ofreció aceptar su dimisión, pero resolvió seguir dentro de la Compañía de Jesús. Repito: no los eché de la congregación, ni quería que quedaran desprotegidos.
—Además, la denuncia dice que tres años después, cuando Jalics residía en Alemania y en la Argentina todavía había una dictadura, le pidió que intercediera ante la Cancillería para que le renovaran el pasaporte sin tener que venir al país, pero que usted, si bien hizo el trámite, aconsejó a los funcionarios de la Secretaría de Culto del Ministerio de Relaciones Exteriores que no hicieran lugar a la solicitud por los antecedentes subversivos del sacerdote…
—No es exacto. Es verdad, sí, que Jalics –que había nacido en Hungría, pero era ciudadano argentino con pasaporte argentino– me escribió siendo yo todavía provincial para pedirme la gestión pues tenía temor fundado de venir a la Argentina y ser detenido de nuevo. Yo, entonces, escribí una carta a las autoridades con la petición –pero sin consignar la verdadera razón, sino aduciendo que el viaje era muy costoso– para lograr que se instruya a la embajada en Bonn. La entregué en mano y el funcionario, que la recibió, me preguntó cómo fueron las circunstancias que precipitaron la salida de Jalics. “A él y a su compañero los acusaron de guerrilleros y no tenían nada que ver”, le respondí. “Bueno, déjeme la carta, que después le van a contestar”, fueron sus palabras.
—¿Qué pasó después?
—Por supuesto que no aceptaron la petición. El autor de la denuncia en mi contra revisó el archivo de la Secretaría de Culto y lo único que mencionó fue que encontró un papelito de aquel funcionario en el que había escrito que habló conmigo y que yo le dije que fueron acusados de guerrilleros. En fin, había consignado esa parte de la conversación, pero no la otra en la que yo señalaba que los sacerdotes no tenían nada que ver. Además, el autor de la denuncia soslaya mi carta donde yo ponía la cara por Jalics y hacía la petición.
—También se comentó que usted propició que la Universidad Del Salvador, creada por los jesuitas, le entregara un doctorado honoris causa al almirante Massera.
—Creo que no fue un doctorado, sino un profesorado. Yo no lo promoví. Recibí la invitación para el acto, pero no fui. Y cuando descubrí que un grupo había politizado la universidad fui a una reunión de la asociación civil y les pedí que se fueran, pese a que la Universidad ya no pertenecía a la Compañía de Jesús y que yo no tenía ninguna autoridad más allá de ser un sacerdote. Digo esto porque se me vinculó, además, con ese grupo político. De todas maneras, si respondo a cada imputación, entro en el juego. Hace poco estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que no recordaba: “Señor, que en la burla sepa mantener el silencio”. La frase me dio mucha paz y mucha alegría.

* * *
Cuando el joven padre Jorge Bergoglio golpeó la puerta de su despacho, la doctora Alicia Oliveira pensó que mantendría una más de las tantas reuniones de trabajo que celebraba como jueza en lo penal, allá, por la primera mitad de la década del 70. No se le pasó por la cabeza que establecería una buena sintonía con el sacerdote de la que surgiría una larga amistad, que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar. Es que Oliveira cuenta con una larga militancia en la defensa de los derechos humanos, que fue abrazando desde que comenzó a ejercer como penalista.
Una militancia que, tras el último golpe militar, le costó su cargo de magistrada, al ser la destinataria del primer decreto de exoneración.
Firmante de cientos de hábeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios Sociales y Legales (Cels), una de las más emblemáticas ONG dedicadas a luchar contra las violaciones a los derechos humanos. Con la vuelta a la democracia ocupó diversos cargos, entre los que se cuenta haber sido constituyente de la convención nacional de 1994 (resultó electa como integrante de la lista del Frente Grande, una agrupación peronista disidente de centroizquierda); defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires entre 1998 y 2003 y, desde entonces –con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia–, representante especial para los derechos humanos de la Cancillería, tarea que desempeñó durante dos años, hasta que se jubiló.
“Recuerdo que Bergoglio vino a verme al juzgado por un problema de un tercero, allá por 1974 o 1975, empezamos a charlar y se generó una empatía que abrió paso a nuevas conversaciones. En una de esas charlas hablamos de la inminencia de un golpe. El era el provincial de los jesuitas y, seguramente, estaba más informado que yo. En la prensa hasta se barajaban los nombres de los futuros ministros. El diario La Razón había publicado que José Alfredo Martínez de Hoz sería el ministro de Economía”, evoca Oliveira y agrega que “Bergoglio estaba muy preocupado por lo que presentía que sobrevendría y, como sabía de mi compromiso con los derechos humanos, temía por mi vida. Llegó a sugerirme que me fuera a vivir un tiempo al colegio Máximo.
”Pero yo no acepté y le contesté con una humorada completamente desafortunada frente a todo lo que después sucedió en el país: ‘Prefiero que me agarren los militares a tener que ir a vivir con los curas’.”
De todas maneras, la magistrada tomó sus prevenciones. Le dijo a la secretaria del juzgado, de su máxima confianza, la doctora Carmen Argibay –a la postre ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a propuesta de Kirchner– que estaba pensando en dejarle un tiempo los dos hijos que, por entonces, tenía para esconderse por temor a ser detenida por los militares. Finalmente, no tomó la decisión, ni fue apresada. En cambio, Argibay fue detenida el mismo día del golpe. Oliveira, desesperada, trató de dar con su paradero hasta que en la cárcel de Devoto le informaron que estaba allí, pero nunca supo –ni ella ni la propia detenida– el motivo por el que Argibay pasó varios meses presa.
Tras la caída del gobierno de Isabel Perón, las reuniones de Oliveira con Bergoglio se hicieron más frecuentes. “En esas conversaciones pude comprobar que sus temores eran cada vez mayores, sobre todo por la suerte de los sacerdotes jesuitas del asentamiento”, relata Oliveira. “Hoy creo que Bergoglio y yo –acota– comenzamos a entender tempranamente cómo eran los militares de aquella época. Su inclinación a la lógica amigo-enemigo, su incapacidad para discernir entre la militancia política, social o religiosa y la lucha armada, tan peligrosas. Y teníamos muy claro el riesgo que corrían los que iban a las barriadas populares. No sólo ellos, sino la gente del lugar, que podía ‘ligarla de rebote’.”
Recuerda que a una chica amiga que iba a catequizar también al asentamiento –y que no tenía militancia alguna– le imploró que no fuese más. “Le advertí que los militares no entendían, y que cuando veían en la villa a alguien que no vivía allí pensaban que era un terrorista-marxista-leninista
internacional”, cuenta. Le costó mucho hacérselo entender. Al final, la chica se fue y, años después, le reconoció que su consejo le había salvado la vida. “Pero otros que se quedaron no corrieron la misma suerte y, por eso, Bergoglio estaba tan preocupado por los sacerdotes de la villa y quería que se vayan”, redondea.
Oliveira recuerda que el padre Jorge no sólo se preocupó por localizar a Yorio y Jalics y procurar su liberación; también se movió para dar con el paradero de muchos otros detenidos. O para sacar del país a otros tantos, como a aquel joven que se le parecía y a quien le dio su cédula. “Yo iba, con frecuencia, los domingos a la casa de ejercicios de San Ignacio y tengo presente que muchas de las comidas que se servían allí eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del país”, señala.
Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores marxistas. “Un día lo llamó Balestrino de Careaga para pedirle que fuera a su casa a darle la extremaunción a un familiar, cosa que le sorprendió, porque no eran creyentes, pero una vez allí ella le dijo que el verdadero motivo era pedirle que se llevara los libros de su hija, que estaba siendo vigilada y que, luego, fue secuestrada y, finalmente, liberada (a diferencia de lo que sucedería con ella)”, rememora.
En cuanto a la actitud de la Universidad del Salvador durante la última dictadura y el papel que jugó allí el futuro cardenal, Oliveira asegura que lo que a ella le tocó vivir en esa casa de altos estudios no puede emparentarse con ninguna complicidad con la dictadura, ni mucho menos. “No sé lo que pasó en la universidad, pero muchos nos fuimos a resguardar allí”, subraya. Cuenta que compartía la cátedra de Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni (otro exonerado por la dictadura, pero como profesor de la UBA, que también llegó a la Corte Suprema promovido por Kirchner). Y que en sus clases hablaba con libertad. “Cuando exponía sobre la ley de ordalía (las terribles pruebas para establecer la culpabilidad o inocencia en la Edad Media) los alumnos me decían que eso era horroroso y yo, entonces, les contaba lo que estaba pasando en el país; Bergoglio me marcaba que los militares iban a venir a buscarme con el Falcón verde”, recuerda.
Con su compañero de cátedra, Oliveira vivió un episodio que para ella es muy ilustrativo de la posición de Bergoglio frente a la dictadura. Hacia el final del gobierno militar, en la etapa preelectoral, Zaffaroni se enteró de que el jurista Charles Moyer –ex secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos– quería venir al país para convencer a los candidatos sobre la importancia de que la Argentina adhiriera a la Convención Interamericana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica).