Los niños y adolescentes no son grupo de riesgo, pero dentro de los docentes sí existe gente que lo integra. Reclamar que se abran las escuelas para garantizar el derecho a la educación de los niños pondría en riesgo la vida de los docentes. Ese es uno de los argumentos más fuertes de los gremios docentes y por el que se nos acusa de no valorar su esfuerzo ni su vida. Por supuesto que los docentes que integran los grupos de riesgo deben tener sus licencias, pero el resto, y en este último grupo me incluyo, no tenemos ninguna diferencia significativa con la exposición al virus que tiene una cajera de un supermercado, un empleado de una tienda, un taxista. Y somos igual de esenciales que ellos.
Sobre el riesgo de los docentes, existen estudios realizados en Suecia que aseguran que tienen un riesgo de contagio de nivel promedio, como el de otras ocupaciones, y un menor riesgo de contagio frente al covid-19 que el que tienen taxistas, conductores de transporte público, bomberos, cocineros, empleados de industria, ocupaciones ya habilitadas hace meses en Argentina.
En las redes sociales, impugnaron los resultados de este estudio con el argumento de que los docentes suecos tienen mejores condiciones de trabajo, que no es comparable. También las tienen los taxistas suecos y todas las ocupaciones que aparecen como más riesgosas. El riesgo nunca es cero, pero ¿por qué el resto de las ocupaciones ya se expone al virus? ¿Qué pasa con los hijos de esos trabajadores esenciales y cómo pueden ellos trabajar sin sus hijos en la escuela? ¿Qué sucede si no pueden pagar cuidadores? ¿Son más seguras las redes de cuidado informal que las escuelas? ¿Por qué toda la sociedad, incluidos los docentes, ya realiza actividades más riesgosas que asistir a la escuela, como ir a restaurantes, bares, cines, reuniones sociales en espacios cerrados, medios de transporte, casinos, vacaciones, colonias de vacaciones, pero no se puede ir a la escuela?
Una acusación deshonesta y negadora de la realidad social se repitió en las redes sociales: que los padres movilizados no valoramos el trabajo docente, porque clases hay. Hacia fines de 2020, muchos perfiles de Instagram y Facebook subieron fotos con la leyenda: “Docente argentino sosteniendo la educación”.
En primer lugar, no debemos olvidar que el sujeto de la educación, el protagonista, es el estudiante, no somos los docentes. Por más esfuerzo docente que exista, la virtualidad no garantiza el derecho a la educación, y mucho menos en un país en el que, según el último informe del Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), solo uno de cada diez hogares bajo la línea de pobreza pudo conectarse con la escuela. El planteo centrado en el docente que dio clases virtuales en este contexto es, de mínima, desconocedor de la realidad general. No se trata del esfuerzo que hizo cada docente en particular, sino de lo que efectivamente sucedió con los estudiantes de todo el país.
El efecto de la pandemia en el trabajo docente no nos vuelve las víctimas de la situación. Las víctimas son los niños y adolescentes, que necesitan de los adultos para hacer valer sus derechos. Este reclamo no desvaloriza el trabajo docente ni es en contra de los docentes. Es y siempre fue a favor de los chicos. El trabajo docente, en todo caso, no es valorado por los que deciden que esté tan mal remunerado en este país. Son ellos quienes debían proporcionarnos herramientas y recursos para poder dar las clases virtuales, y no lo hicieron. La secretaria general de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera), Sonia Alesso, declaró en julio de 2020 que “los docentes y profesores están sosteniendo con su bolsillo la educación en pandemia”. Alesso tenía razón en que los recursos para esas clases los debían gestionar los propios maestros con sus sueldos miserables y así reclamó por mejoras salariales. Pero ese reclamo no puede transformarse luego, en redes sociales, en una bandera en contra de volver a la presencialidad.
Es un reclamo que tiene que ver con el poco reconocimiento de las autoridades a su labor. Tampoco es verdad que un maestro por sí solo y en esas condiciones pueda sostener la educación del país, por más trabajo que haya realizado.
Por otra parte, la vida de los docentes, en todo caso, no era valorada por quienes, en lugar de estar sancionado una ley de emergencia educativa que redireccionara recursos para acondicionar escuelas, estaban discutiendo reformas judiciales para crear juzgados, expropiaciones de empresas o herencias familiares de la aristocracia. Si después de un año de pandemia las escuelas no tienen agua ni jabón ni ventilación adecuada, no es responsabilidad de los padres.
Oídos sordos
A contramano de lo que sucede en el mundo, Argentina decidió que la primera infancia sería el último orejón del tarro. La educación inicial no es un trámite para llegar a la escuela primaria. Es el primer paso de la escolarización y un derecho de los niños. Requiere de profesionales especializados, tiene sus objetivos y contenidos específicos. En el Reino Unido, para el nuevo confinamiento de enero de 2021 se mantienen los jardines abiertos para hijos de trabajadores esenciales y las burbujas de cuidado para niños en edad maternal. Como apuntamos en los capítulos anteriores, Suecia nunca cerró las escuelas. Dinamarca y Noruega fueron los primeros países en donde se retomaron las clases presenciales para los niños más pequeños. Francia mantuvo abiertos los jardines durante el confinamiento para los hijos de trabajadores esenciales de la salud y luego para los hijos de padres que no estaban en condiciones de trabajar a distancia. En septiembre, reabrió todos los niveles educativos.
En enero de 2021, entró en un nuevo confinamiento estricto, pero los jardines y las escuelas permanecen abiertos. En América Latina, Costa Rica garantizó el acceso a los jardines a los niños cuyos padres necesitaban trabajar, y para evitar que los niños quedaran al cuidado de personas mayores, grupo de riesgo ante el covid-19. Uruguay reabrió los centros infantiles de las zonas rurales en mayo, y en agosto en las zonas urbanas.
En un artículo, la especialista en primera infancia Guadalupe Rojo analizó el impacto de los jardines cerrados en Argentina, fundamentalmente en los sectores vulnerables. Las redes informales en las que se intenta replicar espacios de cuidado en barrios populares para los hijos cuyos padres deben salir a trabajar no están exentas de riesgo de contagio. Por el contrario, pueden ser espacios más riesgosos y, además, no cuentan con los beneficios de los programas. Una minoría de los niños que asisten a los jardines de infantes tuvo una pequeña revinculación durante noviembre y diciembre en nuestro país. Para fines de año, la provincia de Buenos Aires solo había autorizado actividades de revinculación para preescolar.
En el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), todas las salas pudieron tener alguna actividad de revinculación, aunque el protocolo para jardines maternales con niños de entre 45 días y 2 años fue ridículamente estricto: estableció turnos de un solo niño por vez durante 45 minutos y hasta tres veces por semana.
Los niños del resto de las salas solo pudieron acudir en una o dos oportunidades al jardín. Mientras tanto, los espacios públicos se llenaban de niños que por fin podían utilizar los juegos de las plazas después de varios meses de verlos desde atrás de la reja. También se multiplicaban los jardines blue y los grupos de juegos en espacios abiertos, para quienes podían afrontar el costo de pagarlos. El día del funeral que el gobierno nacional organizó para despedir a Diego Maradona, me tocó presenciar una escena absurda en la puerta de un jardín del Gran Buenos Aires. Nenes de preescolar hacían una fila con barbijo y un diploma en mano. No podían ser más de ocho. Solo estarían un ratito al aire libre. Les tomaban la fiebre. Sus padres sacaban fotos desde afuera. Así se despedían de una etapa fundamental en sus vidas. El contraste con la noticia del momento fue evidente, no solo para mí. Muchos merecían despedir a Diego Maradona, y fue el Gobierno el que decidió organizar su funeral. Pero muchos merecían también despedir a sus abuelos, tíos, padres e hijos. Muchos niños merecían despedir su jardín de infantes y su escuela primaria. Muchos adolescentes, decirle adiós a su escolaridad obligatoria. Para unos, no hubo protocolos estrictos y eran, en su mayoría, adultos que contagian y se contagian más que los niños y que enferman con mayor riesgo de vida. Para otros, sí se implementaron protocolos ridículamente estrictos, entre el absurdo y la deshumanidad. Para ellos, no hubo voluntad política ni prioridad, quizá porque los niños no votan ni pueden protestar políticamente.
Es probable que en 2021 falten vacantes en Argentina para el nivel inicial por el rol significativo que las instituciones privadas tienen en su cobertura y el cierre de muchas de esas instituciones. Según el relevamiento del Cippec, en las salas de educación no obligatoria del nivel inicial la oferta es predominantemente privada. Solo el 10% de los establecimientos públicos cuenta con jardín maternal, mientras que el 35% de las instituciones privadas lo tiene. El 47% de las escuelas públicas tiene sala de 3, mientras que el 70% de las escuelas privadas cuenta con ella. Según el Observatorio de Argentinos por la Educación, uno de cada tres niños asiste a jardines de gestión privada, y ese porcentaje aumenta en los maternales.
Cómo volver
La reapertura de los espacios de crianza, enseñanza y cuidado en la “nueva normalidad” está atravesada por medidas sanitarias. Priorizar las actividades al aire libre, reducir la cantidad de niños por sala, limitar el contacto entre los niños, el lavado frecuente de manos son algunas de las medidas recomendadas. También, aprovechar la infraestructura disponible poniendo a disposición los tres turnos (incluido el vespertino) y considerar regímenes de alternancia.
Al respecto, el BID publicó recientemente un conjunto de recomendaciones para preparar la apertura de los espacios CEC. Algunas de estas medidas apuntan a mantener el distanciamiento social a través, por ejemplo, de espaciar las sillas y cunas en las aulas, y la reducción de niños por persona adulta. Estas medidas obligan a priorizar grupos según sus necesidades de aprendizaje, nivel de vulnerabilidad social o situación laboral de los padres. Se recomienda escalonar los horarios de llegada y salida para evitar aglomeraciones y garantizar que los espacios cuenten con equipamiento suficiente para la higienización y desinfección permanente de las superficies.
Sin embargo, existen experiencias menos exigentes con los protocolos. En los Países Bajos, el uso del barbijo es obligatorio solo para mayores de 13. Los niños de entre 0 y 3 años representan solo el 0,3% de los contagios; no es necesario que respeten el metro y medio de distancia. Mientras no tengan fiebre, pueden ir incluso resfriados a la guardería. También existe controversia sobre el uso del barbijo en niños tan pequeños.
Mientras en los países asiáticos es obligatorio, en muchos países europeos es optativo.
Guarderías y jardines deberían estar abiertos hace tiempo en Argentina y con la máxima presencialidad posible. El cierre prolongado es multiplicador de la ya altísima pobreza infantil, es dañino para la salud de los niños y para la economía. Y el beneficio epidemiológico del cierre es bajo. El nivel inicial es realmente lo último que se cierra en el mundo. Las burbujas de cuidado se sostienen. Es penoso cómo se subestima la educación en la primera infancia en Argentina. El panorama con las vacantes para nivel inicial ya era complicado antes de la pandemia, sobre todo en los niños más pequeños, y el sector privado es el que prevalece. Ahora es un sálvese quien pueda.
Los primeros años de vida son claves para el desarrollo cognitivo y emocional, es la ventana de tiempo en donde intervenir hace la diferencia. Los niños pequeños contagian y se contagian menos y, cuando contagian, lo hacen principalmente a niños de su edad. Los espacios de cuidado alternativos (abuelos a veces) no son más seguros que el jardín. Y con bebés y niños pequeños en casa, las madres son las más perjudicadas en su independencia laboral, sobre todo las más pobres, que no pueden pagar el cuidado alternativo. Ni hablar de los niños con discapacidades, a los que la virtualidad no les sirve y han experimentado retrocesos este año. Ni de los abusos y maltratos que son detectados principalmente por los docentes y hoy se sufren en silencio porque muchos niños ni siquiera saben hablar.
Durante 2020, la sintonía del discurso del ministro de Educación con el de los gremios docentes era evidente para todos. Un funcionario de ese rango no puede convertirse en representante de una parte del problema y desconocer al sujeto de la educación, que son los niños. Mucho menos, con los datos oficiales sobre los efectos del cierre de escuelas, de los que ya estaba enterado.
Favores y apoyos electorales de cara a las elecciones de 2021 parecían explicar esta postura de un ministro muy ligado a ciertos sectores gremiales. Los distritos opositores al Gobierno, como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, tuvieron una actitud tibia, también basada en cálculos electorales, y solo presionaron por el regreso a clases en los últimos meses de 2020 y con una revinculación casi simbólica. Lo virtual es más barato, a costa de los derechos de millones de niños. Los gobiernos de todos los niveles han “logrado” un provechoso ahorro en educación durante 2020, como puntualizó Guillermina Tiramonti.
En 2020, todos los reclamos que la sociedad civil le hizo al gobierno respecto de la gestión de la pandemia no fueron tomados como válidos ni razonables. Transformaron esa gestión en una lucha contra sus enemigos. El fanatismo o el “no hacerle el juego a la derecha” chocaron con una realidad de reclamo y descontento, que obligó al Gobierno a dar un giro total en su postura y lo dejó en offside con sus argumentos. Seguir con las escuelas cerradas podía tener un impacto negativo en las elecciones. Las encuestas de principios de 2021 mostraron que el 70% de las personas reclamaba el retorno a las aulas. La deshonestidad para debatir los dejó hablando entre ellos.
Finalmente, persisten todavía defensores del miedo, el pánico y la culpa que no pudieron hacer la modificación abrupta de discurso que hizo el Gobierno. Insisten con citar estudios científicos aislados en vez de metaanálisis, con hacer augurios apocalípticos, con decir que en el mundo tuvieron que volver a cerrar las escuelas, y omitir los meses en los que estuvieron abiertas y que el criterio no ha cambiado: es lo último que se cierra y lo primero que se busca abrir, al revés que en Argentina. Persisten con acusaciones de descreimiento ante el reclamo, porque dicen que no nos importan las condiciones de infraestructura, o con falacias sobre a quién vota o deja de votar quien reclama.
Muchos sectores autopercibidos como progresistas fueron cómplices de que la desigualdad educativa se profundizara en 2020. Conocían las diferencias de aprendizaje previas a la pandemia y tenían acceso a los estudios que se mostraban favorables a la reapertura de escuelas desde al menos mediados de 2020. El epidemiólogo Vinay Prasad manifestó que en marzo de 2020 cerrar las escuelas fue una decisión difícil e incierta que tomaron más de 190 países. Pero mantenerlas cerradas después de septiembre de 2020 fue un error catastrófico que no debió haber sucedido y que será estudiado por departamentos enteros de investigación en el futuro. Esos investigadores también deberán dar repuesta a por qué muchos de sus colegas del pasado persistieron en el error con la evidencia disponible.
En las últimas semanas, en las redes sociales también se intelectualizó la apertura de clases con el argumento de que se trata de un capricho de los padres, análogo a lo que nos impulsa a comprar un bien con tarjeta de crédito. Se defendió que era necesario “aplazar la gratificación” de los padres en aras de un futuro mejor.
El reclamo por el derecho humano a la educación de los niños (y todos los derechos vulnerados que implican las escuelas cerradas) queda así igualado a la gratificación por el consumo con tarjeta. Sacrificar algo en el presente en aras de conseguir algo mejor en el futuro es el argumento para darle prioridad a abrir escuelas en una pandemia que no es especialmente letal con niños.
La base del razonamiento es un artículo de un economista europeo que habla de las bondades de la estrategia asiática con el virus, como si esta fuera una sola, como si allá, del otro lado del mundo, las escuelas no estuvieran abiertas desde hace meses. La obsesión por lo sanitario contrasta con la escasa preocupación por lo pedagógico. Las escuelas con infraestructura más deficiente son las que menos presencialidad tendrán.
En Uruguay recurren a la utilización de otros espacios como aulas universitarias para solucionar este problema, pero en Argentina falta creatividad y voluntad. Con las escuelas cerradas, la gratificación que se aplaza no es la de los padres, sino la de los niños. Si hay que “aplazar la gratificación”, que no sea sacrificando a los que no pueden garantizar sus derechos por sí mismos y que además son el futuro del país. Aplazar la gratificación, además, es precisamente una de las definiciones posibles de la educación: invertir en un esfuerzo presente pensando en el futuro.
No es la primera vez que se defiende en redes sociales el encierro prolongado y se culpa a una sociedad por no hacer el esfuerzo necesario, como si Argentina no hubiera tenido una de las cuarentenas más largas y restrictivas del mundo. Sin embargo, esta vez es más indignante, porque se meten con los chicos.
Los adultos leemos ese razonamiento, que pide encerrarse uno o dos meses más y seguimos la vida, como algo inviable y deshonesto, porque muchos, si no salen, no comen. Pero para volver a la escuela los chicos necesitan de los adultos. No pueden garantizarse el derecho a la educación por sí mismos. Cualquier debate que no empiece con que son los niños los protagonistas y que les estamos fallando como adultos al tener abierto todo menos las escuelas carga con el verdadero egoísmo que dicen criticar.
Por otra parte, los primeros años de educación son claves para el desarrollo de los niños. Es una ventana de oportunidad. Si somos muy “pacientes”, la perderemos. Uno o dos años en la vida de un niño pequeño es mucho tiempo. Con solo leer lo que opinan las principales agencias de salud pública internacionales –la Organización Mundial de la Salud (OMS), los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), los European CDC, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco)–, es claro el consenso de la prioridad de las escuelas abiertas y el daño causado por su cierre.
Además, no se le puede imputar a la apertura de escuelas la totalidad de los contagios ni puede depender su apertura del resultado de condiciones epidemiológicas de otras actividades menos esenciales que ya están abiertas ¿Quién abrió todas las actividades e impulsó temporada de verano antes de abrir las escuelas? ¿Madres y padres que pedimos el retorno a clases como prioridad o el Gobierno? ¿Quién es responsable de garantizar las condiciones en las escuelas? ¿Nosotros o el Gobierno?
Es probable que los medios nos bombardeen con las noticias de casos que se registren en escuelas, como si no existieran casos en otras actividades. El riesgo no es cero, pero que existan casos no puede ser motivo para cerrar la educación. Es lo último que se debe cerrar, porque cerrar es más fácil que abrir. Abrir no es solo abrir la puerta de la escuela. Requiere una planificación. Implica recuperar contenidos que inevitablemente se perdieron, reflexionar sobre el período cerrado, volver a aprender cosas que ya se habían aprendido.
En febrero de 2021, comenzaron las clases en algunos distritos. En la CABA, la presencialidad docente fue del 93% en el primer día del ciclo lectivo, lo que nos conduce a preguntarnos a quiénes representan realmente los sindicatos que se oponían al regreso a las escuelas en pandemia. Por otro lado, algunos protocolos de regreso a las aulas son ridículamente estrictos en comparación con los que se solicitan en otras actividades ya habilitadas desde hace meses, que son menos esenciales que la educación y de las que sí participan adultos que pueden ser pacientes de riesgo. Los protocolos hiperestrictos para volver a las aulas debieron implementarse en septiembre del año pasado, cuando ya había evidencia favorable para la reapertura y ya había pasado demasiado tiempo del cierre. Hoy, todo debería ser más flexible y estar preparado, como el resto de las actividades.
La idea de prohibir riesgos también resulta curiosa. Hay miles de actividades riesgosas, como andar en moto o saltar en paracaídas, que no se prohíben. Incluso han funcionado las colonias de verano durante estos meses, y no parecen haber provocado una ola de contagios.
Tampoco hubo una indignación por el hecho de que esos docentes tuvieran que asistir presencialmente.
Las escuelas estuvieron cerradas un año. Los favores políticos y los cálculos electorales se llevaron por delante los derechos de nuestros hijos, y nadie parece hacerse responsable. En febrero de 2021, científicos afines al Gobierno publicaron una carta en la que al fin reconocen los efectos negativos de tener las escuelas cerradas. El presidente Alberto Fernández se manifestó en el mismo sentido. El gobernador de la provincia de Buenos Aires sostuvo que se buscará la mayor presencialidad posible, dos meses después de opinar que era un despelote volver a clases o de que su vice dijera que había que esperar por la vacuna. Este cambio es una victoria de la sociedad civil. Bienvenidos todos al consenso de que es necesario darle prioridad a la apertura de escuelas durante la pandemia. Los estábamos esperando.
☛ Título No esenciales
☛ Autora María Victoria Baratta
☛ Editorial Libros del Zorzal
* Datos sobre la autora:
Doctora en Historia, es investigadora adjunta en Conicet y docente de Pensamiento Argentino y Latinoamericano en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Investiga el siglo XIX en la Cuenca del Plata y las representaciones de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay durante la Guerra de la Triple Alianza. En 2019 publicó el libro La Guerra del Paraguay y la construcción de la identidad nacional.