Para poder organizar nuestra estrategia discursiva, tenemos que identificar los recursos de gestión de nuestras competencias emocionales. Por eso, ¿cuáles son las herramientas concretas que podemos desarrollar para la gestión emocional de personas?
Uno de los casos más impactantes de inteligencia emocional y resiliencia que llegó a mi conocimiento fue protagonizado por dos amigos míos de la vida: Alex y Katy. Ellos tenían una importante casa en un exclusivo barrio cerrado de Argentina. Como sus hijos eran grandes, ellos no necesitaban vivir en un espacio tan importante, por lo cual lo alquilaron a una joven pareja. ( ) Una noche, luego de salir del teatro, recibieron un llamado inquietante: su casa se estaba incendiando. Corrieron hacia el barrio a varios kilómetros de distancia, para constatar lo peor: las llamas iluminaban el cielo, mientras su casa se consumía ante sus ojos. Siempre me cuenta Alex que estuvieron toda la noche luchando contra el fuego, para terminar a las cinco de la mañana, en el parque, mirando cómo la mitad de su propiedad se había extinguido en pocas horas. La joven pareja de inquilinos estaba parada a pocos metros de ellos, con la mirada perdida. Y en un momento, cayeron ambos de rodillas, y comenzaron a llorar tirados en el pasto. ¿Una casa millonaria extinguida por la impericia de dos jóvenes que la alquilaban? ¿Cuál sería la reacción típica de un dueño? Posiblemente furia, ira, demanda judicial. Y es aquí donde aprendí el valor de las competencias emocionales del líder. Alex siempre me cuenta que él y Katy levantaron a los dos chicos y, lejos de insultarlos, los abrazaron. Les dijeron que se calmaran, que mañana todo iba a estar mejor. No les daré más detalles por privacidad, pero sí puedo decirles que la historia terminó muy bien: a fin de año la casa estaba como nueva. Y la inteligencia emocional tuvo mucho que ver con este resultado.
Esta es una historia extrema, donde todas las situaciones y los estados emocionales están al límite de nuestra capacidad. En circunstancias más típicas, más cotidianas, cada uno de nosotros puede ejercitar sus emociones de forma asertiva con los demás ( ) una actitud positiva permanente no significa desarrollar una conducta displicente o excesivamente confiada sobre nuestra comunicación. Sentir inquietud antes de dar una conferencia o discurso es señal de compromiso con lo que vamos a hacer. Todos los grandes oradores siempre sienten algún nivel de nerviosismo antes de entrar a escena, porque hablar con los demás es un salto al vacío.
Es aceptar que nada está prefijado, y que será entre todos que vamos a escribir las páginas de ese libreto que es la conversación. En un intercambio libre, sin condicionamientos, una historia en donde nada está dicho, y todo está por decirse. Construir una historia positiva, siempre depende de nosotros: “Todos los veranos íbamos al campo de mis abuelos. Tomábamos el tren con mis padres y mi hermano, con valijas y todo; y llegábamos en un plazo de tiempo que a mí me parecía eterno, pero que en realidad no era tan largo. Pasaron los años, y un verano mi padre me dijo con una media sonrisa: ‘¿Esta semana te gustaría viajar solo al campo de los abuelos?. Yo tenía 12 años, y si bien me inquietaba la idea de la una travesía solitaria, me atraía la aventura.
”Ese lunes me despedí de mis padres en el andén y subí presuroso buscando el asiento de mi billete. La euforia de la nueva experiencia me aturdía. Antes de irse, mi padre me dio un pequeño papel doblado. ‘Si tienes algún problema, abre el papel. Allí estará la solución’, me dijo mientras me besaba el cabello.
”El tren comenzó a moverse, y con el paso del tiempo la euforia se transformó en ansiedad. La edad me jugó una mala pasada: los rostros desconocidos no parecían amigables. En todos veía reprobación y peligro. La aventura se había transformado en pesadilla. Mi rostro se cubrió de transpiración y en ese momento me di cuenta de que me había equivocado. Agitado, desee estar en mi casa, en la seguridad de lo conocido. En ese momento, recordé el papelito doblado en mi bolsillo. Nervioso, lo abrí y leí: ‘No te preocupes, estamos en el último vagón. Mamá y papá’. Hijos, desde el primer día hasta el último. Por eso siempre yo estoy en el último vagón para ellos. ( )”.
Pensar en imágenes, pensar en colores. Una de las buenas cosas que pude desempeñar en mi rol como padre fue el de contar historias a mi hijo. Desde que tenía tres años, me di cuenta de que Tin disfrutaba enormemente que yo le leyera cuentos antes de dormir, pero sobre todo su momento favorito era la situación en que yo inventaba historias de aventuras que eran protagonizadas por él y sus primos. Historias insólitas, totalmente ficticias, pero que eran un deleite para él. Si bien esto se producía entre el cansancio del día, mientras intentaba hilar las frases e ideas en un cuento, podía ver cómo las imágenes se dibujaban en la mente de mi hijo: colores, formas, sonidos e imágenes. No podía constatarlo científicamente, pero podía verlo. Y es el día de hoy que puedo recordar cómo mi propio padre hacía lo mismo conmigo, y que se trataba de momentos sumamente felices. Recuerdo una ocasión en particular, donde sin quererlo este fenómeno se materializó en forma concreta. Y eso se produjo porque a mi padre se le ocurrió esa tarde utilizar una nueva técnica, que consistió en contarme una historia mientras dibujaba imágenes referidas a la misma. O sea que estaba materializando de manera concreta lo que en ese momento sucedía en mi cerebro. Tal fue el impacto cognitivo de esa experiencia que cuarenta años después soy capaz de recordar los trazos sobre el papel, la trama de la historia, el escenario en donde se produjo. Como si mis sentidos se hubieran expandido, ya que las imágenes que se conformaban en mi cerebro se traducían también concretamente en lápiz y papel.
*Autor de Hablar con los demás, editorial La Crujía (fragmento).