¿Qué había cambiado para que Brasil pasara del “despegue” al “echarlo a perder”? En realidad, no mucho. No, al menos, desde el punto de vista económico: Brasil seguía siendo un país estable y un destino importante para los inversores extranjeros, con los indicadores macroeconómicos ordenados y una tasa de crecimiento tirando a mediocre. De hecho, los datos que esgrimía The Economist para poner en duda el futuro de Brasil estaban tan presentes en 2009 como en 2012: alta carga impositiva, un sistema de pensiones demasiado costoso, proteccionismo industrial, clientelismo y problemas institucionales, entre otros tópicos clásicos de la crítica liberal.
El desconcierto que genera Brasil cuando se analiza su evolución económica es evidente. Si, por un lado, ha logrado conquistar una estabilidad ausente desde los 80, consolidar una macroeconomía sana y, al mismo tiempo, mejorar sus desastrosos indicadores sociales, por otro lado, arrastra todavía problemas demasiado importantes, que lo alejan del objetivo de convertirse en un país del primer mundo y que, incluso, abren dudas sobre su rol de potencia emergente. ¿Una potencia emergente que crece un tercio de lo que crece China y cuya tasa de inversión es un tercio más baja que la de India, que invierte en ciencia y tecnología menos de la mitad que Corea del Sur y que exporta cada vez más alimentos y minerales y menos bienes manufacturados? (...)
Dos instrumentos clave: el Bndes y Petrobras
Además de frenar las privatizaciones y preparar el terreno para el giro desarrollista, el gobierno de Lula le imprimió un nuevo dinamismo a herramientas con las que ya contaba. Comencemos por el Bndes, siempre a mano de los economistas heterodoxos de América Latina cuando quieren mencionar un ejemplo de apuesta estatal al desarrollo: “hay que crear un Bndes argentino” (o chileno o peruano).
Su historia, en realidad, es un poco más compleja. Creado en 1952 como un banco destinado a prestar dinero a largo plazo y a tasas preferenciales al sector privado, el Bndes cumplió un papel clave en los diferentes ciclos de la economía brasilera: fue responsable de buena parte de los préstamos que permitieron el salto de infraestructura de la etapa desarrollista, más tarde ayudó a consolidar la industria de bienes de capital para la sustitución de importaciones y en los 70 apostó a superar la crisis del petróleo mediante el impulso a los biocombustibles y la construcción de las usinas nucleares en Angra y la represa de Itaipú; en los 90 prestó asesoramiento técnico y apoyo financiero al fabuloso programa nacional de desestatización (privatizaciones) implementado por Cardoso.
Desde la llegada de Lula al poder, el Bndes multiplicó sus acciones: creó una línea especial de créditos para las pequeñas y medianas empresas, definió sectores estratégicos, como la aeronáutica, a los cuales apoya, y apostó, como el Eximbank estadounidense, a la internacionalización de las compañías brasileras a través de lo que define como los “campeones nacionales” (aquellos grupos que por su tamaño o eficiencia tienen más posibilidades de expansión).
Los números son elocuentes: el Bndes, que hoy concentra el 70% de los préstamos de largo plazo de la economía brasilera, pasó de prestar 30 mil millones de dólares en 2003 a 100 mil en 2011, lo que equivale al 7% del PBI. Para entender la dimensión de esa fabulosa masa de dinero tal vez alcance con señalar que equivale a casi el doble de lo que prestaron ese mismo año el Banco Mundial y el BID… sumados.
Sin embargo, sería un error analizar el nuevo rol del Bndes como una simple expansión cuantitativa de una serie de proyectos y líneas de acción previamente establecidos. Como la política es a veces planificación, pero en muchas ocasiones consiste en elegir salidas creativas ante situaciones impensadas, fue a partir de la quiebra de Lehman Brothers y el estallido de la crisis global de 2008 que el Bndes adquirió un protagonismo realmente novedoso. (...)
Desde un punto de vista más general, la evolución del Bndes confirma la continuidad –y al mismo tiempo los cambios– de ciertas instituciones a lo largo de la historia de Brasil. Hubo, en efecto, una poderosa capacidad de resiliencia del organismo –cosa que no sucedió, por ejemplo, con el Banade argentino, cruelmente desmantelado durante los 90–, aunque también hubo, complementariamente, aprendizajes: el Bndes con el que se encontró el PT en 2003 era una entidad altamente profesionalizada que no estaba dispuesta a aceptar una expansión descontrolada de los créditos, como había sucedido a menudo en el pasado, y mantuvo una línea de gerencia que se ocupó de defender su aislamiento técnico a la hora de tomar ciertas decisiones, lo que creó una serie de desgastantes enfrentamientos entre la conducción política y los estratos gerenciales que sólo se resolvieron con la llegada de Guido Mantenga a la presidencia del banco.
En un contexto posneoliberal, en el que el Estado perdió buena parte de las herramientas de intervención, el Bndes se ha convertido en uno de los principales instrumentos de orientación económica. No sólo porque es clave para dirigir el crédito a sectores que considera fundamentales, sino también porque le permite controlar, de manera bastante directa, algunos de los grupos empresariales más importantes. (...)
Pero el poder del Bndes también genera críticas. Desde la izquierda, algunos intelectuales y políticos denuncian el absurdo de que el Estado brasilero capte dinero a una tasa de casi el 11% (la tasa Selic a fines de 2014) y lo coloque en las empresas al 6%, lo que en los hechos implica una transferencia de ingresos del sector público a las compañías privadas. También cuestionan su efecto concentrador. En efecto, según datos oficiales el 57% de los créditos del Bndes favorece a sólo 12 compañías: dos de ellas, Petrobras y Electrobras, estatales, y el resto privadas, sobre todo constructoras como Oderbrecht y Camargo Corrêa.
De acuerdo con este cuestionamiento, lejos de contribuir a una estructura económica más igualitaria, el Bndes tiende a concentrarla. (…)
La gran noticia se conoció en 2006, cuando Petrobras anunció el descubrimiento del primero de los grandes campos hidrocarburíferos de lo que luego se denominaría la “provincia del presal”, un intervalo de rocas con profundidades de hasta siete mil metros que se extiende por debajo de una extensa capa de sal a unos 150 kilómetros de la costa. De unos 149.000 kilómetros cuadrados, el presal va desde la cuenca de Campos, más o menos a la altura de Florianópolis, hasta la altura de la ciudad de Victoria.
No hay forma de subestimar la magnitud del hallazgo. De hecho, las nuevas reservas ya descubiertas equivalen al total del petróleo producido por Petrobras... desde su creación en 1953. La proyección es que, conforme se vayan incorporando más y más campos, la producción aumente de unos 2,2 millones de barriles por día en 2012 a 5,4 millones en 2020, con una expansión esperada de la producción de gas aún mayor.
Más cualitativamente, los descubrimientos podrían poner fin a uno de los históricos cuellos de botella del desarrollo brasilero. Desde que Vargas inauguró Petrobras y le cedió el monopolio de las reservas hidrocarburíferas, la historia brasilera está marcada por el objetivo de acercarse al autoabastecimiento energético. Nunca lo consiguió: si en los años 50 Brasil producía menos del 2% del petróleo que consumía, en los 70 apenas había llegado al 20% (200 mil barriles contra 1 millón de consumo). Esto explica el impacto dramático de la crisis petrolera de los 70, que marcó el fin del milagro y propició la búsqueda de soluciones alternativas: en 1975 el gobierno de Geisel lanzó el programa Pro-Alcohol, orientado a sustituir los combustibles fósiles por etanol de caña, lo que con el tiempo convirtió a Brasil en líder global en la producción de biocombustibles, y al año siguiente creó el consorcio binacional de Itaipú e inició los primeros trabajos de Yaciretá, que hoy ubican a Brasil como la potencia emergente con la matriz energética más diversificada y limpia. Pero, además, decisivamente, Petrobras comenzó una estrategia de “crecimiento hacia el mar” en busca de petróleo de aguas profundas que no se interrumpió ni siquiera durante el gobierno de Cardoso, cuando se aprobó una enmienda constitucional que flexibilizó las condiciones de ingreso de las empresas privadas y amplió la participación del capital privado en Petrobras, que, sin embargo, en contraste con lo que sucedió con YPF en Argentina, no se desprendió de la acción de oro; en otras palabras, el Estado brasilero nunca perdió del todo el control último de la empresa.
Igual que con el Bndes, fue la irrupción inesperada de una nueva realidad, en este caso los hallazgos del presal, lo que convenció a Lula de impulsar un cambio de rumbo. En 2008, en una decisión arriesgada y muy criticada desde los sectores más conservadores, el gobierno decidió interrumpir el proceso de licitación y abrir un debate sobre el marco regulatorio del sector, que no afectó los contratos ya firmados pero que sí implicó retirar, para horror de los mercados, los 41 bloques del presal de la novena rueda de licitación. El debate concluyó un mes antes de que Lula dejara el poder, en diciembre de 2010, con la sanción de una ley que introdujo un cambio fundamental: si en el pasado los contratos de perforación se encargaban a empresas privadas que pagaban regalías, a partir de la nueva norma se exige compartir la producción con Petrobras. Conceptualmente, el paso de un modelo de concesión a uno de distribución. Y como sucedió con todas las renegociaciones y estatizaciones impulsadas por los gobiernos de izquierda latinoamericanos (incluyendo la nacionalización de los hidrocarburos venezolana, boliviana y argentina), el resultado de las nuevas reglas de juego no fue la huida en masa del capital privado, sino su, digamos, adaptación creativa al nuevo escenario. En efecto, una vez vigente el nuevo marco regulatorio el gobierno lanzó una enorme operación de recapitalización de Petrobras que sumó 72 mil millones de dólares, la mayor operación de este tipo de la historia y que, junto a la explosión del precio de las acciones disparada por los últimos descubrimientos, convirtió a la empresa en la segunda petrolera más valiosa del mundo detrás de la Exxon, con un valor de mercado estimado en 238.000 millones de dólares. (...)
Girar a tiempo: la inflexión desarrollista
Hubo que esperar a que Lula obtuviera su reelección en octubre de 2006 para que las modificaciones de política económica (el freno a la privatizaciones y el mayor dinamismo de las empresas públicas) confluyeran en un “giro suave” hacia un modelo que, sin arriesgar la estabilidad ni poner en duda el núcleo ortodoxo de superávit fiscal, inflación controlada y altas tasas de interés, avanzara en una estrategia más desarrollista.
Moderada, contenida, tímida, pero desarrollista al fin. Dos referentes políticos muy escuchados, el ex ministro de Cardoso Luiz Carlos Bresser-Pereira y el ministro del PT Aloizio Mercadante, sostienen que se trata de un “nuevo desarrollismo”. El corazón de este nuevo esquema es el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) anunciado por Lula tres meses después de su reelección, en enero de 2007, cuya implementación quedó a cargo de la entonces ministra coordinadora (jefa de la Casa Civil), una funcionaria de pasado guerrillero y perfil técnico, desconocida para el gran público, que nunca se había presentado a un cargo electivo, pero que había descollado como ministra de Energía y responsable de Petrobras. Bajo el liderazgo de Dilma Rousseff, el PAC fue presentado como un fabuloso plan de cuatro años que incluía inversiones públicas del Estado federal y sus empresas en infraestructura (puertos, aeropuertos, carreteras, fibra óptica), desgravaciones impositivas y subsidios por un total de 230 mil millones de dólares. (...)
Si bien, (...) la inversión total comprometida en el PAC era pequeña, parece haber contribuido a mejorar la tasa de inversión global de la economía, que pasó de 15% antes del lanzamiento del plan a 19% en 2008-2009. El crecimiento, que se había situado en un 3,5% durante el primer mandato de Lula (2003-2007), también mejoró, y llegó a promediar el 4,5% en el segundo período (2007-2011), una marca que de todos modos sigue situando a Brasil por debajo del promedio latinoamericano, lejos de países como Argentina y muy lejos de potencias emergentes como China, y que además volvió a reducirse en el primer período de Dilma (2011-1015), cuando el PBI creció, en promedio, apenas 2% (...)
La economía brasilera es el prototipo de una economía ortodoxamente sana. El superávit fiscal sigue siendo uno de los ejes del modelo y, aunque se ha deteriorado en los últimos años, todavía se mantiene: el superávit primario del sector público que fue de 1,3% en 2013 y 1,4 en 2014. Las reservas del Banco Central llegan a 380 mil millones de dólares, las más altas de la historia (y de la región). La inflación nunca ha superado la barrera del 8%: trepó a 7,4% en 2004, en pleno proceso de estabilización tras el triunfo de Lula, y luego se mantuvo cercana al 4 o 5%, volvió a subir a 6,5% en 2011, probablemente por el primer estímulo al crecimiento decidido por Dilma, y luego volvió a caer por la decisión oficial de volver a elevar la tasa de interés. La deuda pública viene disminuyendo: si en 2002, antes de la llegada del PT al poder, equivalía al 100% del PBI, hoy se sitúa en torno del 60%. En fin, Brasil ha cumplido prácticamente todas las prescripciones de los mercados, que no tardaron en convertirlo en la nueva vedette de las economías de la región, superando a la clásica estrella, Chile, y a la impensada promesa en ascenso, Perú. De hecho, Brasil recibió en 2013 64.272 millones de dólares de inversión extranjera directa, lo que equivale a casi el 40% del total de América Latina.