Hacia fines de noviembre de 2008 me encontraba en Nueva York, desempeñandome como Embajador y Representante Permanente de la Argentina ante las Naciones Unidas. Pocos meses atrás, en Wall Street, el banco de inversiones Lehman Brothers había declarado su bancarrota disparando una nueva crisis financiera internacional.
Convocados por George W. Bush, los presidentes de los países miembro del Grupo de los 20 (G20), el grupo que reúne a las veinte principales economías del mundo, se reunían a mediados de noviembre en Washington en lo que sería la primer cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del G20. La profundidad de la crisis ameritaba una reunión del más alto nivel planetario. Aquélla sería la primera cumbre de una serie que no se ha interrumpido desde 2008.
Recuerdo vivamente el reclamo duro planteado desde sus bancas en la Asamblea General de las Naciones Unidas, por colegas de distintas nacionalidades: “¿Por qué hablar de un G20 si aquí está reunido el G192?” (en referencia a los, entonces, 192 países miembro de la ONU).
Aquella cuestión formulada en el máximo recinto hasta ahora conocido de la diplomacia mundial, horas después de concretada la cumbre, sigue sin encontrar una respuesta definitiva.
La contundencia de la crisis financiera internacional desatada meses antes en el corazón financiero de los Estados Unidos estaba desnudando la impotencia y el agotamiento del sistema multilateral concebido en la posguerra, junto con su sistema de reglas y toma de decisiones.
Hoy existe un consenso internacional creciente de que aquel diseño ya no se corresponde con el mundo actual, atravesado por una sucesión vertiginosa de transformaciones que solemos simplificar –con el mismo apuro con el que lo vivimos– bajo la etiqueta de “globalización”.
Tal como ocurre con el sastre que acomete la confección de un traje, la tarea comienza por reconocer y medir cuidadosamente el cuerpo a vestir para proceder después a cortar la tela e hilvanar la nueva prenda. Así, hilvanando y deshilvanando, cosiendo luego, habrá de acomodarse el traje al cuerpo.
De la misma manera, el sistema multilateral debe corresponderse con las demandas de la realidad en el marco de un planeta ahora interrelacionado como nunca antes lo estuvo, para comunicarse, producir, invertir, comerciar y viajar. Un mundo nuevo montado sobre redes sin límites ni centro; que renueva su tecnología a diario destruyendo empleos que cede a los robots; digitalizado las 24 horas en la vida social, pero también en la política y las finanzas, la ciencia y la cultura. Hasta en el delito.
El aumento de la población mundial (más de 7.500 millones y al menos la mitad de ellos residiendo en ciudades) desafía la seguridad alimentaria y plantea escenarios de epidemias descontroladas, todo a un ritmo de emisión de gases invernadero que cambia el clima a golpes de catástrofes naturales.
Es un mundo en el que la desigualdad avanzó especialmente en las últimas décadas. En 2017, apenas ocho personas –por cierto todos hombres– acumulaban la misma riqueza que otras 3.600 millones, aunque la pobreza extrema se ha ido reduciendo.
Un mundo en el que, a falta de conflictos bélicos generalizados como los del siglo XX, aparecen otros, acotados pero estremecedores, como los casos de Siria, Irak, Libia, Sudán del Sur o Yemen, que terminaron expulsando de sus hogares en 2016 a 65 millones de personas y tomando la vida de otras 15 mil tratando de cruzar el Mediterráneo desde 2013.
Sumemos a esto la temeridad de ensayos con armas nucleares que amenazan, incluso, a grandes potencias... solo comprobaciones palpables de lo que el papa Francisco ha llamado “una III Guerra Mundial a pedazos”.
Un planeta inestable, plagado de desequilibrios nacionales, regionales y continentales, en los que una gran potencia puede interferir en la vida política electoral de otra con medios cibernéticos, con la misma velocidad y sigilo con la que circulan miles de millones de dólares destinados a comprar y vender, a invertir, pero también a esconder fortunas en paraísos fiscales.
Como veremos en las siguientes páginas, es un mundo sin una única gran nación hegemónica, como lo fueron alguna vez Prusia, Gran Bretaña o el Estados Unidos de la posguerra, y en el que el juego del poder internacional, político, económico, comercial y militar tradicional se muestra voluble y permeable a nuevas realidades “emergentes”.
Y todo esto compelido por un dato determinante: el viejo orden de posguerra desfallece pero aún no se vislumbra uno nuevo.
Abanderados en una impronta aislacionista, Estados Unidos abandona su rol de liderazgo mundial sin que una o varias potencias quieran o puedan recoger el testigo. Es lo que se ha dado en llamar el mundo del “GCero”.
El G20 es un auténtico y reconocible fruto de este momento histórico de transición del sistema de gobernanza global, en el que la “diplomacia de cumbres” de membresía selectiva como la del G20 convive y compite con el multilateralismo tradicional, de representación universal de naciones, que da sentido a la ONU y a todo el sistema que preside.
En esta transición, Estados Unidos ya no es la gran potencia hegemónica, pero tampoco mantienen vigencia absoluta los acuerdos de Bretton Woods en los que asentó el orden económico financiero de posguerra bajo su dominio económico, político y militar casi exclusivo.
La Unión Soviética se desintegró pero resurge, desafiante, la “madre Rusia”. Y las potencias que buscan más espacio ahora son varias, en distintos continentes, todas sentadas en el G20, empezando por la que se ha convertido en segunda economía mundial: China.
Los estudiosos de la evolución del G20 han catalogado tres etapas que nos llevan hasta la actualidad del Grupo. Cada una fue determinada por una crisis que fue minando el viejo orden, debilitado velozmente por la globalización.
La primera etapa, entre 1997 y 2001, se inició con la seguidilla de corridas financieras en Asia (1997), en Rusia (1998) y continuó con la crisis en Turquía (2000). La incertidumbre general imperante se agravó con el ataque terrorista en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 y culminó con el estallido en Argentina ese año. El G20 –entonces concebido como cumbres ministeriales y de jefes de bancos centrales focalizadas en la economía y las finanzas– nació en medio de ese período, en 1999.
La segunda etapa (2002-2007) se caracteriza por un desafío al viejo status quo por parte de potencias emergentes que plantearon una reforma de fondo de la antigua arquitectura financiera multilateral, resistida por el Grupo de los 7 (Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Francia, Alemania, Italia y Japón, y luego con Rusia, el G8).
La tercera etapa, aún en curso, se inició en 2008, cuando el último terremoto financiero global tuvo su epicentro esta vez en el Norte, específicamente Estados Unidos y Europa, y el G20 resultó para ellos la herramienta más a mano para forjar consensos de urgencia entre desarrollados y “el resto” del mundo, esta vez a nivel de líderes.
Cabe aquí preguntarnos: ¿dónde estamos ahora mismo? ¿Qué coyuntura global le deparan estos tiempos al G20?
Si el surgimiento del G20 como foro central quedó asociado con la gran crisis de 2008, es posible decir una década después que el Grupo –sin acordar ni lograr reformas de fondo– logró al menos evitar un desastre mayor. Con matices que analizaremos, las economías más en riesgo, esta vez la estadounidense y las europeas, se van reactivando, aunque al costo de aumentar sus desigualdades.
Por ello mismo, el tejido político sintió el impacto social de los ajustes y reformas adoptadas en la mayoría de los países del G7. Primero se consolidó el ascenso de fuerzas electorales nacionalistas y xenófobas en la Unión Europea (UE), una tendencia que remató el Brexit (2016) disparando el proceso de salida de Gran Bretaña del bloque europeo.
Del otro lado del Atlántico, Estados Unidos vivió la llegada a la Casa Blanca del magnate republicano Donald J. Trump (2017), quien no tardó nada en desmerecer por igual al G20 y a la ONU, y en romper uno de los pocos consensos multilaterales básicos alcanzados en décadas, el Acuerdo de París contra el Cambio Climático (2015).
Mientras tanto, la presunción de que tarde o temprano otros poderosos jugadores protagonizarán –con Estados Unidos y Europa– el nuevo orden mundial en gestación se fue confirmando bajo un nuevo patrón geográfico que, además, excede el antiguo paradigma “Norte-Sur”.
Así, varios emergentes consolidaron una alianza alternativa al G7 institucionalizando el Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), forjando consensos dentro del G20 y hasta dándose un Nuevo Banco de Desarrollo (NBD), para romper la dependencia financiera con las instituciones del viejo orden multilateral (FMI, Banco Mundial) que controlan Estados Unidos y sus aliados desde Bretton Woods.
Dentro de estos emergentes, el ascenso económico, político y militar de China es el dato de mayor peso del nuevo panorama, con altas tasas de crecimiento que apenas se moderaron después del 2008, con una fortísima expansión de su influencia económica y comercial en todo el mundo, incluida América Latina, y un despliegue financiero que condiciona con su compra de bonos al propio Tesoro norteamericano.
El “socialismo con peculiaridades chinas” de Beijing, bajo la guía confirmada de Xi Jinping hasta 2022, hizo una reivindicación del libre comercio que –aun bajo su singular régimen de capitalismo de Estado y con un poder político hiperconcentrado sin concesiones democráticas al estilo occidental– torna todavía más patente el giro aislacionista de Estados Unidos.
Veinte años después de su creación, y a diez desde la primera cumbre de líderes, siguen repartidas las opiniones sobre el papel que ha pasado a cumplir el G20. ¿Es una respuesta transicional adecuada hacia un nuevo orden? ¿O, por el contrario, terminará asfixiando la posibilidad de una gobernanza global más democrática?
America Latina y el G20
A todo esto, América Latina atravesó distintas etapas desde la creación del G20 que dibujaron un camino oscilante de crisis, recuperaciones y nuevas recaídas, y si bien la región pudo recorrer –sobre todo en Sudamérica– un camino de integración política que fortaleció su lugar en el mundo, ello no alcanzó para encontrar una agenda común en el G20.
La troika formada por México, Brasil y Argentina lleva años tratando de sentar las bases de esa esquiva agenda latinoamericana dentro del G20. El extendido giro político verificado en la región desde 2015 abre nuevas expectativas al respecto.
En particular, la agresividad diplomática y comercial de la Administración Trump hacia México ha puesto a ese país ante la posibilidad de volver a explorar opciones de integración hacia el Sur del continente y asociarse con Brasil y Argentina, al menos, para acordar puntos básicos y representar mejor al resto de la región en el G20.
Nuestro país participa del G20 desde su misma constitución formal en 1999. Incluso antes, en la prehistoria del G20, Argentina ya había formado parte de los ensayos previos de las grandes potencias occidentales nucleadas en el exclusivo Grupo de los 7 (G7) por integrar a países en desarrollo al debate sobre la estabilidad económica y financiera global, en dos fugaces experiencias conocidas como G22 y G33.
Ya creado el G20, nuestro país actuó con suerte diversa en todas las etapas del foro: como víctima, él mismo, de una crisis financiera de repercusión mundial en 2001 y recuperando después un activo protagonismo en las cumbres de líderes que se estrenaron en 2008.
Sin embargo, hasta 2018 Argentina nunca había sido sede ni de una cumbre de ministros ni de una de líderes del G20, a diferencia de los otros dos miembros latinoamericanos del Grupo (Brasil albergó una reunión ministerial en 2008 y México otra en 2003, para hospedar, en Los Cabos 2012, la cumbre de líderes).
Solo los años por venir mostrarán qué ventajas habrá sacado Argentina como organizadora de la Cumbre de Buenos Aires, cómo habrá impactado en el futuro inmediato del país y, sobre todo, ¿si América Latina habrá salido fortalecida, con mayor capacidad de incidir en la agenda del foro?
Para cualquier país, recibir a una veintena de líderes, incluyendo a los de las mayores potencias planetarias, supone un desafío de organización inédito. Pero, además, conlleva una oportunidad política y diplomática que difícilmente se repite. En ese plano se tiene que ponderar la relevancia de una cumbre del G20.
Sin embargo, fuera de los ámbitos exclusivamente políticos y diplomáticos, donde el acontecimiento es naturalmente apreciado, la ocasión dispara muchas preguntas entre el resto de los ciudadanos, como ha ocurrido ya en otros países que han recibido cumbres del G20, algunos incluso en medio de ruidosas protestas “antiglobalización”.
¿Con qué propósitos se reúnen estos líderes mundiales? ¿Pueden los países emergentes torcer la voluntad de las grandes potencias? ¿Por qué hace falta un G20 si hace setenta años contamos con las Naciones Unidas para procurar la paz, la seguridad y el desarrollo?
El G20 y la ONU, ¿se complementan y potencian recíprocamente, o encarnan una disputa multilateral por los mismos espacios globales?
Acercar una respuesta acertada a éstas y otras preguntas nos obliga, antes que nada, a reconocernos parte de un mundo muy cambiado y distinto al que vio nacer la ONU en 1945, cuando Estados Unidos diseñó y puso en marcha con sus aliados un nuevo orden global, con instituciones políticas y financieras mundiales que han perdurado hasta nuestros días.
El G20 y la gobernanza global
Hay quienes ven en el G20 un foro llamado a dotar al sistema multilateral de pragmatismo y rápida capacidad de respuesta, capaz de expresar un alto potencial de consenso, lejos del exclusivismo del G7.
Por cierto, el G20 supone la representación de los dos hemisferios, de las distintas regiones, de países desarrollados y en desarrollo que representan dos tercios de la población y al menos tres cuartos del comercio y del PIB global.
Otros, en cambio, visualizan una inconveniente superposición con la ONU y sus organismos, donde la representación es realmente democrática (cada país un voto), y lo perciben como una coartada de las potencias tradicionales del G7 para convalidar su propia agenda en retroceso ante naciones –por ahora– menos influyentes, estirando tanto cuanto puedan la transición hacia un nuevo equilibrio cuyo ordenamiento desconocen y, eventualmente, temen.
Un dato, sin embargo, es de inevitable consideración: el siglo XXI, como ninguno otro antes, le plantea a la Humanidad problemas globales que afectan a cada una de las naciones de manera diversa, pero que solo podrán ser manejados, y eventualmente superados, con soluciones globales.
Desde la posguerra, nunca antes en los tiempos modernos se hizo tan evidente la necesidad de buscar y encontrar consensos para definir instancias multilaterales que allanen la posibilidad del desarrollo, la paz y la seguridad internacionales.
“Exploro con el báculo indeciso...”. De esta manera, en su Poema de los Dones, el ya ciego director de la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges, describe su “errar a tientas por las lentas galerías” de la vieja Biblioteca Nacional.
Valga la evocación del poeta para intentar describir con su elocuencia el momento que atraviesa el sistema multilateral mundial que, consciente del final de un orden viejo y agobiado, avanza sin poder vislumbrar lo que se acerca.
Este libro se propone dotar al lector de todos los elementos posibles que hacen a esta discusión central y global, desde los más distintos ángulos, para sacar sus propias conclusiones. n