Empieza a sorprenderme lo precario que resulta todo este asunto de no estar en llamas.
Estos días las noticias sobre el mundo natural tienen que ver sobre todo con el agua, y es comprensible que así sea. Oímos hablar de la cantidad de agua sin precedentes que el huracán Harvey ha vertido sobre Houston y otras ciudades y pueblos del golfo, la cual, al mezclarse con productos petroquímicos, ha provocado una contaminación y un envenenamiento incalculables. También oímos hablar (aunque no lo suficiente) de las gigantescas inundaciones que han provocado cientos de miles de desplazados en lugares que van desde Bangladesh hasta Nigeria.
Y en este momento estamos presenciando una vez más la temible fuerza del agua y del viento cuando el huracán Irma, una de las tormentas más potentes jamás registradas, siembra la devastación en el Caribe, con Florida ahora en su punto de mira.
En cambio, hay grandes extensiones de Norteamérica, Europa y África en las que este verano no ha habido agua en absoluto. De hecho, las noticias han tenido que ver con la ausencia de agua: la tierra está tan seca y el calor es tan opresivo que los bosques montañosos han estallado como si fueran volcanes. Ha habido incendios lo bastante feroces para atravesar el río Columbia, lo bastante veloces para iluminar las afueras de Los Ángeles como un ejército invasor, y lo bastante intensos para amenazar tesoros naturales como las más altas y antiguas secuoyas o el Parque Nacional de los Glaciares.
Para millones de personas, desde California hasta Groenlandia, desde Oregón hasta Portugal, desde la Columbia Británica hasta Montana, desde Siberia hasta Sudáfrica, el verano de 2017 ha sido el verano del fuego. Y, sobre todo, ha sido el verano del humo, omnipresente e ineludible.
Durante años, los climatólogos nos han advertido que un mundo que se calienta es un mundo extremo, en el que la humanidad se ve afectada tanto por los brutales excesos como por las sofocantes ausencias de los elementos esenciales que han mantenido en equilibrio algo tan frágil como la vida durante milenios.
A finales del verano de 2017, con grandes ciudades sumergidas bajo el agua y otras lamidas por las llamas, estamos viviendo, de hecho, una convincente evidencia de este mundo extremo; un mundo en el que los extremos naturales se encuentran cara a cara con los de índole social, racial y económica ( )
Un desastre con repercusiones desiguales, como de costumbre
Aprendemos la misma lección una y otra vez: en las sociedades extremadamente desiguales, con profundas injusticias derivadas de forma sistemática de diferencias raciales, los desastres no sirven para unirnos a todos en una difusa pero única familia humana. Al contrario: lo que hacen es profundizar aún más las divisiones preexistentes, por lo que las personas que peor lo pasaban antes del desastre reciben dosis adicionales de dolor durante y después de este.
Ya hemos podido comprobar bastante bien cómo funcionan las cosas en las tormentas como Katrina, Sandy, Harvey e Irma; en cambio, en lo que respecta al fuego, nuestro conocimiento es más limitado. Pero eso está cambiando. Hoy sabemos, por ejemplo, que mientras que California lucha con una temporada de incendios que ahora parece interminable, el estado se ha vuelto extremadamente dependiente de la mano de obra penitenciaria, y que sus reclusos cobran la cantidad asombrosamente baja de un dólar la hora por desempeñar algunas de las tareas más peligrosas en la lucha contra el fuego. Sabemos que en 2016 se contrató a cientos de trabajadores sudafricanos para ayudar a combatir el incendio de Fort McMurray, en Alberta, y que, sin embargo, dejaron de trabajar en masa al descubrir que se les pagaba bastante menos que a sus homólogos canadienses, y menos de lo que las noticias publicadas en la prensa afirmaban que se les pagaba. De modo que se los envió rápidamente de vuelta a casa.
También sabemos que, al igual que ocurre en las inundaciones, nuestros medios de comunicación brindan mucha más cobertura a las mascotas domésticas rescatadas en incendios forestales en Estados Unidos y Canadá que a las vidas humanas que se cobran otros incendios más devastadores producidos, por ejemplo, en Indonesia y Chile. Un estudio realizado en 2012 en todo el mundo estimaba que cada año mueren más de 300 mil personas como resultado del humo y la contaminación atmosférica derivados de los incendios forestales, principalmente en el África subsahariana y el sudeste asiático.
Y este verano, en la Columbia Británica, hemos aprendido aún más sobre la forma en que se acentúan las desigualdades en un contexto ardiente. Varios líderes indígenas expresaron su preocupación por el hecho de que, en las situaciones de emergencia por incendios, sus comunidades no reciban el mismo nivel de respuesta urgente que las comunidades no indígenas, ya fuera para combatir las llamas o para la reconstrucción posterior.
Teniendo esto en cuenta, varias reservas indígenas directamente amenazadas por el fuego se negaron a evacuar a su población, y parte de ellas se quedaron atrás para combatir las llamas, algunas con sus propios equipos de bomberos entrenados y dotados del equipamiento adecuado, otras con poco más que mangueras de jardín y aspersores. En al menos un caso, la policía respondió amenazando con entrar y arrancar a los niños de manos de sus familias; unas palabras con reminiscencias traumáticas en un país que no hace mucho se llevaba sistemáticamente a los niños indígenas de sus hogares en el marco de sus políticas públicas.
Al final no se allanaron los hogares de las naciones originarias, y muchos de ellos se salvaron gracias a las brigadas de incendios organizadas por las propias reservas. Ryan Day, jefe de la reserva Bonaparte, una de las amenazadas por el fuego, declaró: “Si nos hubieran evacuado a todos, en esta reserva ya no tendríamos casas”.
Un mundo con dos soles
Llevamos cerca de una semana ahumados, y se acerca la luna llena. Por aquí la gente se toma muy en serio la luna llena: se celebran bailes en el bosque aderezados con drogas y excursiones en kayak a altas horas de la noche aprovechando la iluminación adicional.
Pero cuando aparece la luna ya casi llena, a comienzos de agosto, al principio la confundo con el sol: tiene la misma forma y casi el mismo color. Durante unos cuatro días es como si estuviéramos en un planeta distinto; uno con dos soles rojos y sin luna.
Fruto amargo
Estamos en la segunda semana de humo, y finalmente las moras están maduras. Decidimos recogerlas. Parece extraño seguir este despreocupado ritual veraniego con una atmósfera tan densa y unas noticias tan sombrías, pero lo hacemos de todos modos.
Hacer una buena caminata comiendo sin parar constituye una de las actividades favoritas de Toma.
Resulta una decepción. Con tan poca lluvia y un sol tan débil para calentarlas, incluso las bayas más maduras tienen un sabor amargo. Toma pierde rápidamente el interés y se niega a seguir intentándolo. Llegamos a casa con las espinillas llenas de arañazos y un cubo vacío.
Sin embargo, no dejamos de caminar. Todos los días pasamos varias horas andando por los rodales de cedros y abetos de Douglas cubiertos de musgo, respirando el aire cargado de oxígeno. Me encantan estos bosques, y siempre he valorado su belleza primigenia.
Pero ahora me encuentro al borde de la adoración: no solo les estoy agradecida por limpiar el aire, o por la sombra y el secuestro de carbono que proporcionan (los denominados “servicios ecosistémicos” en la jerga del ecologismo empresarial), sino por su mera capacidad de resistencia. Por no unirse a sus hermanos en llamas. Por seguir con nosotros pese a nuestros defectos.
Al menos hasta ahora.
Hola de nuevo
Ya he respirado antes este humo. No exactamente esas mismas partículas suspendidas en el aire, obviamente, pero sí el humo de muchos de los mismos incendios forestales. Y lo extraño es que lo respiré a unos 900 kilómetros al este de aquí, en otra provincia distinta.
A mediados de julio estuve en Alberta, ayudando a impartir un curso sobre elaboración de informes medioambientales en el Centro Banff para las Artes y la Creatividad.
Esta vez, también, el pronóstico meteorológico parecía perfecto: días soleados, cálidos y despejados. Y esta vez, también, el pronóstico se vio frustrado desde el primer día por una nube de humo, una neblina que oscureció las espectaculares montañas del Parque Nacional Banff y provocó avisos sobre la calidad del aire, dolores de cabeza y la sensación de tener un nudo en la garganta. Más #FakeWeather.
En julio los vientos soplaban en dirección este, lo que hizo que una de las vertientes de las Montañas Rocosas se llenara de humo. En Calgary, la capital petrolera de Canadá, este era tan denso que oscurecía el horizonte urbano, formado por relucientes torres de cristal con los logotipos de Shell, BP, Suncor y TransCanada. Pero el humo no se detuvo allí: siguió viajando en dirección este hasta el centro del continente, hasta Saskatchewan y Manitoba, y en dirección sur hasta Dakota del Norte y Montana (la NASA publicó una impactante imagen de la nube, de 800 kilómetros de extensión).
Luego, justo cuando mi familia se dirigía a la costa de la Columbia Británica, los vientos cambiaron abruptamente y empezaron a empujar la nube en dirección oeste, al tiempo que las Rocosas actuaban ahora como una gigantesca raqueta de tenis que proyectaba el humo hacia el Pacífico.
Inhalar el humo proveniente de los mismos bosques incinerados por segunda vez en un mismo verano –a pesar de haber recorrido 900 kilómetros y haber cruzado una frontera provincial– resultaba una experiencia espeluznante. Sentí que de alguna manera aquella nube me acechaba, como el monstruo de humo de la serie Perdidos.
Parte del aspecto esencial de todo esto reside en la mera magnitud del desastre, tanto a escala temporal como espacial. Incluso los huracanes más devastadores como el Harvey tienden a concentrar su impacto en un área geográfica restringida. Y el evento en sí (aunque no sus secuelas) es relativamente breve.
Pero estos incendios, que duran meses, son de un orden completamente distinto. Primero están las repercusiones directas del fuego. Las grandes extensiones de tierra carbonizada. Las decenas de miles de vidas alteradas por las órdenes de evacuación. Los hogares, las granjas y las cabezas de ganado perdidos. Las industrias (desde operadores turísticos hasta aserraderos) que se ven obligadas a cerrar.
Y luego están también las repercusiones menos directas de todo ese humo errante. Durante los meses de julio y agosto, el humo de los mencionados incendios cubrió una extensión aproximada de 1.800.000 kilómetros cuadrados: un área mayor que toda la superficie de Francia, Alemania, Italia, España y Portugal juntas, afectada toda ella por el rápido desplazamiento de las consecuencias de este desastre.
Y esa es solo una instantánea de una temporada de incendios mucho más extendida. A finales de verano ardían grandes extensiones del oeste de Estados Unidos. Un incendio producido en Los Ángeles resultó ser el mayor jamás registrado dentro de los límites de la ciudad; y en todos los condados del estado de Washington se declaró una situación de emergencia. En Montana, un conjunto de incendios forestales al que se bautizó como “Complejo Lodgepole” quemó unos 1.100 kilómetros cuadrados de territorio, lo que lo convirtió en el tercer incendio más grande del que se tiene constancia en toda la historia de la región. Esto se enmarca en un incremento más amplio tanto de la cantidad de incendios como del período del año en el que estos se producen: en Estados Unidos, según un análisis de la organización Climate Central, actualmente la temporada de incendios dura 105 días más que en la década de 1970.
El área de Europa que se ha quemado esta temporada de incendios ha triplicado la media, y todavía no ha terminado. El centro de Portugal fue la región que experimentó las consecuencias más mortíferas: en junio murieron más de sesenta personas en un incendio producido en las inmediaciones de Pedrógão Grande. En Siberia se quemaron cientos de hogares.
En Chile, durante los meses de verano, el país luchó contra el mayor incendio forestal del que se tiene constancia en toda su historia, que obligó a desplazarse a miles de personas. En junio, en Sudáfrica, una misma tormenta provocó inundaciones en Ciudad del Cabo y avivó las llamas de varios incendios forestales de una virulencia sin precedentes en las poblaciones cercanas. Incluso un país helado como Groenlandia ha presenciado este verano incendios forestales tan extensos como insólitos. Jason Box, un climatólogo de renombre mundial especializado en el estudio de la capa de hielo de Groenlandia, señaló que actualmente “las temperaturas en Groenlandia son probablemente las más altas [que han tenido en] los últimos ochocientos años”.
Sí, es el cambio climático
Que el clima sea más cálido y seco no es el único factor relevante. Otro es el perenne y arrogante intento de rediseñar fuerzas naturales que son mucho más poderosas que nosotros. El fuego es una parte crucial del ciclo forestal: dejados a su suerte, los bosques arden periódicamente, con lo que despejan el camino para un nuevo rebrote y reducen la cantidad de maleza y madera seca, ambos altamente inflamables (“combustible”, en la jerga de los bomberos). Muchas culturas indígenas han utilizado el fuego durante mucho tiempo como una parte fundamental de sus actividades de cuidado de la tierra. Pero en Norteamérica la moderna gestión forestal ha suprimido sistemáticamente los incendios cíclicos con el fin de proteger los árboles más rentables destinados a los aserraderos, y por temor a que los pequeños incendios se propaguen a las zonas habitadas (cuyo número no deja de aumentar).
Sin la presencia de fuegos naturales regulares, los bosques se llenan de combustible, lo que provoca incendios descontrolados. Y encima ahora hay muchísimo más combustible como resultado de las infestaciones de barrenillos o escarabajos perforadores de la corteza, que han dejado enormes rodales de árboles muertos, secos y quebradizos. Existen indicios convincentes de que la epidemia de barrenillos se ha visto exacerbada por el calor y la sequía relacionados con el cambio climático.
Y por encima de todo está el sencillo hecho de que un clima más cálido y seco (lo cual está directamente ligado al cambio climático) crea las condiciones óptimas para que se produzcan incendios forestales. De hecho, estas fuerzas se han combinado para convertir los bosques en una especie de hogueras de campamento perfectamente formadas, donde la tierra seca actúa como un periódico arrugado, los árboles muertos son la leña y el aumento del calor proporciona la cerilla. Mike Flannigan, experto en incendios forestales de la Universidad de Alberta, se muestra contundente en ese sentido: “El aumento de la superficie quemada en Canadá es un resultado directo del cambio climático causado por el hombre. Los sucesos individuales resultan un poco más difíciles de conectar, pero en Canadá la superficie quemada se ha duplicado desde la década de 1970 como resultado del incremento de las temperaturas”. Y según un estudio realizado en 2010, se calcula que en este país el número de incendios aumentará en un 75 % para finales de siglo.
He aquí lo realmente alarmante: en 2017 ni siquiera se produjo el fenómeno del Niño, el evento cíclico de calentamiento natural que habitualmente se consideraba un factor clave en los enormes incendios que el año pasado devastaron el sur de California y el norte de Alberta.
Al no poder echarle la culpa al Niño, algunos medios de comunicación han decidido dejar de andarse con rodeos; citando a la cadena alemana Deutsche Welle: “El cambio climático prende fuego al mundo” (…).
Es cierto que el fuego es una parte natural del ciclo de la vida, pero los incendios que en este momento ocultan el sol en el noroeste del Pacífico son justamente lo contrario: forman parte de una espiral de muerte planetaria.
Muchos son tan calurosos e intensos que a su paso dejan la tierra calcinada. Los ríos de agentes ignífugos de color rojo que se lanzan desde los aviones se filtran en las vías fluviales, lo que constituye una amenaza para los peces. Y tal como teme mi hijo, los animales están perdiendo su hogar en los bosques.
Sin embargo, el mayor peligro de los incendios forestales son las emisiones de carbono que producen. Tres semanas después de que el humo descendiera sobre la costa, nos enteramos de que, como resultado de los incendios, las emisiones anuales totales de gases de efecto invernadero correspondientes a la provincia de la Columbia Británica se habían triplicado, y siguen aumentando.
Este drástico incremento de las emisiones forma parte del fenómeno al que se refieren los climatólogos cuando advierten sobre los denominados bucles de realimentación: la combustión de carbono produce temperaturas más cálidas y largos períodos sin lluvia, lo que a su vez provoca más incendios, lo que a su vez libera más carbono a la atmósfera, lo que a su vez genera unas condiciones climatológicas aún más secas y calurosas, y todavía más incendios.
Otro de estos letales bucles de realimentación es el que se está produciendo en los incendios forestales de Groenlandia. Los incendios producen hollín negro (también conocido como “carbón negro”) que se deposita en las capas de hielo y las tiñen de un color negro o grisáceo. El hielo así oscurecido absorbe más calor que el hielo blanco, que tiene más propiedades reflectantes, lo que hace que se derrita con mayor rapidez, lo que a su vez aumenta el nivel del mar y libera grandes cantidades de metano, lo que a su vez provoca un mayor calentamiento y más incendios, con la consecuencia de que aumenta el hielo oscurecido y derretido.
De modo que no, no voy a decirle a Toma que los incendios son una afortunada parte del ciclo de la vida. Nos conformamos con medias verdades y evasivas para suavizar la pesadilla: “Los animales saben cómo escapar de los incendios. Corren hacia los ríos, arroyos y otros bosques”.
Hablamos de que tenemos que plantar más árboles para que los animales vuelvan a casa. Eso ayuda, al menos en parte.
Al final te acostumbras
¿Acaso no somos todos culpables, de una forma u otra, de caminar como sonámbulos hacia el apocalipsis? El matiz desenfocado que aquí el humo aporta a la vida parece agudizar aún más esta negación colectiva. Aquí en la costa, este mes de agosto, todos parecemos sonámbulos: trabajamos y hacemos los recados a trompicones, hacemos vacaciones en medio de una densa nube de humo y fingimos que no oímos la alarma que suena de fondo.
Después de todo, el humo no es fuego. No es una inundación. No llama tu atención de forma inmediata ni te obliga a huir. Puedes vivir con él, aunque no vivas tan bien. Al final te acostumbras.
Y eso es lo que hacemos.
Remamos en medio del humo y actuamos como si fuera niebla.
Llevamos cerveza y sidra a la playa, y comentamos que lo bueno es que apenas necesitas protector solar.
Sentada en la playa bajo ese cielo falso y lechoso, de repente me vienen a la memoria imágenes de familias tomando el sol en playas inundadas de petróleo en pleno desastre de la plataforma petrolífera de BP Deepwater Horizon. Y eso me afecta: somos nosotros, negándonos a dejar que un incendio descontrolado y de proporciones inéditas interfiera en nuestras vacaciones familiares.
Durante los desastres, suelen escucharse un montón de elogios sobre la capacidad de resistencia humana. Y, sin duda, somos una especie notablemente resistente. Pero eso no siempre es bueno. Parece que muchos de nosotros podemos llegar a acostumbrarnos a casi cualquier cosa, incluso a la aniquilación constante de nuestro propio hábitat.
El sistema global de alarma de incendios se ha estropeado el fin de semana. El Día del Trabajador siguen ardiendo más de 160 incendios en la Columbia Británica. El clima extremadamente caluroso, seco y ventoso, ha conspirado para crear las condiciones idóneas para que estallaran un montón de nuevos incendios forestales de gran magnitud, además de expandir de forma exponencial los ya activos. Las autoridades anuncian cada día nuevas evacuaciones; según el último recuento, a lo largo del verano unas 60 mil personas desplazadas se han registrado como evacuadas en la Cruz Roja. La declaración de estado de emergencia se ha prorrogado por cuarta vez.
Pero incluso en Canadá es imposible que esta noticia compita con las devastadoras consecuencias del huracán Harvey; los montones de muertos y los millones de personas afectadas por las inundaciones sin precedentes registradas en Asia Meridional y Nigeria, y ahora la furia del huracán Irma. Luego están los incendios que acaparan los titulares en Los Ángeles, la situación de emergencia que vive el estado de Washington y las nuevas evacuaciones ordenadas desde el Parque Nacional de los Glaciares hasta el norte de Manitoba. Una imagen de satélite de principios de septiembre muestra toda la extensión del continente cubierta de humo: #FakeWeather desde el Pacífico hasta un Atlántico agitado por las tormentas.
Apenas puedo seguir los pasos a todas esas constantes convulsiones, y eso que es mi trabajo hacerlo. Pero hay algo que sé: nuestra casa colectiva está en llamas, con todas las alarmas sonando a la vez, sonando desesperadamente para atraer nuestra atención.
¿Seguiremos tropezando y jadeando medio a oscuras, actuando como si no tuviéramos ya la emergencia encima? ¿O bastarán las advertencias para obligarnos a muchos más a escuchar? ¿A responder como los secwepemc, que, aun en medio de una nube de humo, se juegan su integridad física para impedir que se construya un oleoducto en sus tierras marcadas por el fuego?
Esas son las preguntas que siguen flotando en el aire al final de este verano de humo.
☛ Título En llamas
☛ Autora Naomi Klein
☛ Editorial Paidós
Datos sobre la autora
Canadiense, es una periodista destacada, columnista de prensa y autora de los bestsellers No logo, La doctrina del shock y Esto lo cambia todo.
Forma parte de la junta directiva de 350.org, un movimiento internacional de acción climática.
Es una de las promotoras de “Dar el salto”, una declaración en favor de una reestructuración rápida y justa que ponga fin al uso de combustibles fósiles.