Brasil se abrió al siglo XXI con una gran certeza: la consolidación de la democracia es nuestro mayor legado para las próximas generaciones. Pero no existe un régimen político de democracia plena; la democracia siempre es un concepto en movimiento constante que permite ampliar, desarrollar y corregir la ruta.
Si el país desea comenzar una nueva historia, contemporánea de las democracias modernas difundidas por el mundo, su principal desafío es el presente: ¿por cuál camino seguirá Brasil de ahora en adelante? ¿Con qué agenda enfrentarán el futuro los brasileños?
En sus dos mandatos y sus ocho años como presidente, Fernando Henrique Cardoso –que gobernó desde 1995 hasta 2002 y ayudó a fortalecer el PSDB, partido político que lo cuenta entre sus fundadores– tuvo éxito en la lucha contra la inflación y asumió el saneamiento financiero posibilitado por el Plan Real, el país puede crecer. Su gobierno también se destacó por la reforma de Estado. Su plan de Reforma del Aparato de Estado proponía invertir en carreras estratégicas para la gestión del sector público, en una clara tentativa de ruptura con el proyecto varguista. El gobierno de FHC implementó el primer programa de distribución directa de la renta, el Bolsa Escuela. También se destacó por sus acciones en el campo social –como los programas Bolsa Alimentación y PETI para la erradicación del trabajo infantil– y, especialmente, por los proyectos pioneros comandados por la esposa del presidente, la antropóloga Ruth Cardoso, y orientados a atender las necesidades de la población pobre: Comunidad Solidaria, Capacitación Solidaria, Alfabetización Solidaria.
Con la elección de Luiz Inácio Lula da Silva en 2002, las clases populares entraron con fuerza en la disputa por la alternancia de poder. Sin que mediaran rupturas con el orden democrático, alcanzó la presidencia de la República un hombre de extracción popular, que llegó de niño a San Pablo amontonado en la carrocería de un pau de arara* junto con su madre analfabeta y sus siete hermanos, huyendo de la sequía y la miseria del Agreste Pernambucano. Por si esto fuera poco, el nuevo presidente de la República era un líder de izquierda oriundo del mundo obrero y sindical y ganó la elección al frente de un partido de trabajadores que él mismo había ayudado a crear en la difícil coyuntura del final de la década de 1970.
A partir de 2003, Brasil conoció una ampliación democrática de la República. Las grandes marcas de los dos gobiernos de Lula fueron el combate contra la miseria, la reducción de la pobreza, la disminución de la desigualdad y la expansión de la inclusión social. El esfuerzo para aumentar la renta de los trabajadores incluyó la formalización del empleo, la ampliación del crédito y el aumento del salario mínimo, casi el 60% entre 2000 y 2013. El Programa Bolsa Familia, creado en 2004, significó una transferencia directa de renta para la población pobre y extremadamente pobre; en 2013, el Bolsa Familia cubría a 50 millones de personas, el 26% de la población del país. Las prácticas democráticas se mantuvieron y se avanzó en la creación de políticas estructuradoras y a gran escala para incorporar a todos los brasileños a la red de protección social.
Pero, si bien la democracia se ha consolidado y marcha hacia adelante, la República todavía semeja un esbozo que no encontró su forma. República no es solo determinado régimen de gobierno, remite a la definición de “cosa pública”. Lo que pertenece al pueblo, lo que refiere al dominio público, lo que es de interés común y se opone al mundo de los asuntos privados. Su principal virtud es la afirmación del valor de la libertad política, la igualdad de los ciudadanos y el derecho de éstos a participar en la vida pública. Su gran enemigo es la corrupción.
La corrupción no es un fenómeno exclusivo de Brasil, ocurre en la inmensa mayoría de los países. También entre nosotros existió siempre, de uno u otro modo. Tanto es así que con frecuencia la corrupción suele ser asociada a la identidad del brasileño, como si fuera un destino inevitable, casi una cuestión endémica. Desde esa perspectiva, Brasil sería forzosa y definitivamente corrupto debido a ciertas prácticas y comportamientos –el jeitinho, el malandraje, el político ladrón– que, desde siempre presentes en nuestra historia, forman parte de un supuesto carácter del brasileño que habría dado origen a una especie de “cultura de la corrupción”. Ese abordaje, además de ser prejuicioso, naturaliza la corrupción en el país, simplifica y congela su comprensión e impide que se combata un fenómeno de alta complejidad, así como desvaloriza las actitudes y los movimientos de opinión pública que expresan el rechazo de los brasileños hacia esa práctica.
Es cierto que Brasil ha cambiado en su comportamiento público y privado con relación a la corrupción. El país avanzó en cuestiones decisivas en lo concerniente a la punición de funcionarios públicos e individuos privados, y asimismo, instituyó diversas prácticas de control, como un Ministerio Público independiente con garantía de autonomía tanto administrativa cuanto funcional; tribunales de cuentas cuya misión es fiscalizar la recaudación, gestión y aplicación de los recursos públicos; Comisiones Parlamentarias de Averiguación que representan un mecanismo institucional de control del Legislativo sobre los demás poderes de la República y sobre la sociedad. Además de eso, creó la Corrección, mediante la cual la administración pública –la Corregidora General de la Unión– detecta irregularidades y corrige la actuación de sus servidores conforme a los parámetros legales; asimismo normativizó la Cuarentena, un conjunto de normas que limita la participación de un ex servidor público en la gestión de situaciones que puedan llevar al aprovechamiento indebido de esa condición.
Pero también es cierto que se acumulan evidencias de que la corrupción está lejos de ser un fenómeno marginal en la vida pública brasileña. Las denuncias más recientes que involucran a miembros de los últimos gobiernos revelan que el fenómeno de la corrupción se ha venido reiterando sin que los dirigentes del país hayan conseguido restringir con eficacia esa práctica en la vida pública nacional. La historia reciente es pródiga en ejemplos. Hubo acusaciones de manipulación y corrupción durante el gobierno de FHC, relacionadas sobre todo con la venta de empresas estatales públicas –Bndes, Telebras, Companhia Vale do Rio Doce– y la compra de votos de parlamentarios para garantizar la reelección del presidente de la República. En el primer mandato de Lula estalló la denuncia del Mensalão –el pago mensual a diputados de diversos partidos para la compra de apoyo parlamentario al gobierno–, que involucró a algunos de los principales dirigentes del PT y posteriormente causó el encarcelamiento de varios miembros de la elite política y económica del país.
Los acusados del Mensalão fueron condenados por los jueces del Supremo Tribunal Federal después de cuatro meses de debates transmitidos en vivo y acompañados por los brasileños con un interés inédito en nuestra historia republicana, y cabe recordar que la opinión pública aprobó ampliamente las sentencias condenatorias. Ya en el final del primer gobierno de Dilma Rousseff tomaron estado público las operaciones de corrupción activa, lavado de dinero, asociación ilícita e incompetencia gerencial en Petrobras, la empresa estatal más valiosa y la que mejor simboliza las ambiciones de soberanía e independencia económica de los brasileños. Las investigaciones sobre los actos de corrupción en Petrobras, todavía en curso, llevaron a la cárcel a algunos de los principales ejecutivos de seis de las mayores empresas del país –las constructoras Camargo Correia, UTC Engenharia, OAS, Mendes Júnior, Engevix y Galvão Engenharia–, acusados de movilizar millones en corrupción y distribuir coimas a políticos de todos los partidos. Por primera vez, las dos puntas de un gran esquema de corrupción –los corruptos y los corruptores– son investigadas por el Ministerio Público y por la Policía Federal, y eso podría marcar un hito en nuestra historia republicana.
En Brasil aumentó la reacción pública contra los actos de corrupción y se volvió más visible el hecho de que esos actos han sido un elemento constante en la escena política nacional. Evidentemente hay riesgos. La idea de la política brasileña como un campo regido por la corrupción puede debilitar los mecanismos de participación pública y llevar descrédito al funcionamiento de las instituciones democráticas. Enfrentar la corrupción exige control público, transparencia en las acciones de los gobernantes y un proceso de formación –en el sentido del aprendizaje– de una cultura republicana que sea ejercida cotidianamente por el brasileño común en su relación con el país. Precisamos practicar en nuestra vida cotidiana la definición de lo que es público y el lenguaje público de los derechos, y eso es sinónimo de garantizar el respeto al otro, a cualquier otro.
Y ese ejercicio de todos y cada uno de nosotros salió a las calles en junio de 2013, cuando Brasil amaneció atónito. Nadie habría podido imaginar el estallido social que siguió a la protesta contra el aumento de los pasajes de ómnibus en San Pablo. Millares de personas salieron a las calles en las grandes ciudades del país, en particular los jóvenes, con una consigna abierta que conjugaba la sensación de insatisfacción y frustración con la aspiración difusa de cambio. Las manifestaciones de junio, como se las conocería luego, no tenían tribuna ni liderazgo, fueron convocadas por las redes sociales, estaban integradas por varios movimientos que se organizaron de manera autónoma y apartidaria y ocuparon las calles en grandes olas de protesta. Fue un acontecimiento de corta duración, pero trajo importantes novedades. Las marchas revelaron la divergencia entre el gobierno, el sistema político y las calles, exigieron nuevas y mejores políticas sociales en especial en las áreas de educación y salud y mejoras en los servicios básicos; denunciaron de forma muy ruidosa la corrupción presente en la maquinaria del Estado y confirmaron que el espacio público era el lugar privilegiado para la participación directa del ciudadano. Pero, sobre todo, las manifestaciones de junio dejaron en claro que el tiempo de la redemocratización del país había terminado. De allí en más se trataba, o debería tratarse, de contribuir con un nuevo paso al frente en el proceso de fortalecimiento de nuestras instituciones públicas, expansión de la democracia –que incluye nuevas demandas ligadas a cuestiones de género, sexo, etnia, región y generación– y consolidación de la propia trayectoria de la ciudadanía. Una de las grandes novedades es la existencia de nuevos clamores a favor de los derechos civiles, los “derechos a la diferencia”, evocados por una serie de movimientos sociales como el movimiento negro, el LGTB, el quilombola y el feminista, entre tantos otros. Tardó, pero la nueva agenda consiguió que cada vez más brasileños imaginaran una ciudadanía que no se limitara al derecho a la igualdad y que también demandara el derecho a la diferencia en la igualdad.
Señal de un nuevo paso al frente en la construcción democrática es la instauración de la Comisión Nacional de la Verdad (CNV) en noviembre de 2011, para la investigación de las violaciones a los derechos humanos cometidas entre el 18 de septiembre de 1946 y el 5 de octubre de 1988 por agentes del Estado. El 10 de diciembre de 2014, la CNV entregó su informe final a la presidenta Dilma Rousseff. La importancia simbólica de ese acto es innegable, pues representa la afirmación del derecho de la ciudadanía brasileña a la elaboración de una memoria colectiva sobre las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar. En su informe, la CNV también pone en tela de juicio el carácter bilateral de la Ley de Amnistía al recomendar el castigo a los torturadores, pues ése es un crimen que la amnistía no borra.
Sin embargo, la CNV no cumplió la función de tocar el nodo central de la memoria y la verdad fáctica de los hechos y los acontecimientos, que es la verdad de la política, el acceso a los archivos de documentos que permanecen bajo la guarda de las fuerzas armadas, en especial los archivos microfilmados a partir de 1972 por los órganos de información y represión de las tres fuerzas militares, que permanecen prácticamente inaccesibles, y se ha perdido una gran oportunidad. La frustración que puede advenir de esta pérdida no es desdeñable, destaca los retrocesos y las dificultades encontradas hasta hoy por los gobernantes brasileños después de 1985 –incluyendo el mandato de Dilma Rousseff, una ex guerrillera que fue presa y torturada– para imponer en el país la preeminencia civil del gobierno democrático.
La historia no es lo mismo que sumar dos más dos, y el historiador nada tiene de futurólogo o lector de búzios. En verdad se parece muy poco a una mecánica sumatoria o un proceso progresivo, y menos todavía previsible. El hecho es que muchas características del pasado insisten en mantenerse presentes, retornan y no desaparecen por efecto de un decreto o de la buena voluntad. La miseria continúa asolando a una parte importante de la población y, a pesar de los muchos progresos realizados, continuamos presentando índices que nos colocan entre los países campeones en desigualdad social. En muchos lugares, las mujeres ganan menos trabajando en las mismas funciones que sus colegas de sexo masculino, y los índices de “crímenes pasionales” –eufemismo para definir las prácticas violentas que todavía marcan las diferencias de género en el país– siguen altos. Si bien los nuevos acuerdos familiares, de diversidad sexual y de género son defendidos cada vez más abiertamente, todavía somos víctimas en todo el país de distintas formas de fobia, prácticas sexistas y abusos que generan muchos actos violentos, cuya base es la intolerancia a la diferencia. Negros, morenos y pardos –sea cual fuere el nombre que se les quiera dar–, a pesar de la aplicación de las nuevas políticas de acción afirmativa, todavía experimentan la realidad de la discriminación racial expresada en los índices diversos de trabajo y educación, en las tasas de mortalidad, de criminalización en la Justicia e incluso en el ocio. Las oportunidades continúan siendo desiguales, y a ellas se suman las manifestaciones cotidianas de racismo en espacios públicos –como restaurantes, clubes, teatros, estadios de fútbol– y también privados. Las naciones indígenas son reconocidas poco a poco en cuanto a sus derechos a la propiedad y a la diferencia, pero el límite permanece inscripto en la cuestión del desarrollo económico, que anula las prerrogativas anteriores.
Por último, si bien la tortura desde los años 80 ya no es una política de Estado, no obstante continúa existiendo en las prácticas privadas o incluso encubierta en las comisarías y en las incursiones policiales en barrios de la periferia, donde la escala de violencia y de humillación es todavía mayor y, sobre todo, contra jóvenes negros. Ante estas situaciones queda expuesta la ciudadanía precarizada de ciertos grupos sociales y las prácticas de segregación a las que siguen sometidos. Es en estos momentos cuando la regla democrática queda en suspenso. Si hasta parece que el pasado esclavista más lejano y el autoritarismo no tan distante dejaron una marca ineludible de arbitrariedad y ajuste de cuentas privados o delegados en otro que incorpora la autoridad. Lo peor es que la práctica atraviesa diferentes clases sociales y no es monopolio de un grupo o estrato.
Son varias las cuestiones que hacen de este libro una obra abierta. ¿Brasil consolidará la República y los valores afirmados en la Constitución de 1988? ¿Conseguirá mantener un crecimiento sustentable sin dilapidar sus riquezas naturales? ¿Qué papel desempeñará en el escenario internacional? Por supuesto que no hay por qué transformar una conclusión en un punto final, mucho menos en una cartilla de uso inmediato. Toda historia es abierta, plural, y permite numerosas interpretaciones. La que intentamos diseñar aquí mostró lo difícil que ha sido, y continúa siendo, nuestra construcción ciudadana. De todas formas, los desafíos implícitos en modificar el imperfecto republicanismo de Brasil son muchos: su persistente fragilidad institucional, la corrupción recurrente, el bien público pensado como cosa privada. La gran utopía quizá sea acogernos a los valores orientados a la construcción de lo que es público, de lo que es común.
Tal vez con este desafío se inicie un capítulo más en la historia de Brasil. Al fin de cuentas, hecha la opción democrática, también la República puede recomenzar.