DOMINGO
libro

Víctimas de la hostilidad

Cuatro milenios de violencia contra las mujeres

20190825_susanna_and_the_elders_cargraciano_g.jpg
La violencia contra la mujer, la intromisión violenta del Estado y de los hombres para controlar el cuerpo femenino, está documentada desde hace casi 4000 años. | car graciano

En todas las sociedades, incluidas las que se tienen por más avanzadas, se ha ejercido a lo largo de la historia, y se ejerce en nuestros días, una violencia sistemática sobre la mitad de la población.

Violencia física, pero también muy diversas y sutiles formas de violencia cultural y estructural practicadas sobre niñas y mujeres.

A través de los siglos y de todas las geografías puede narrarse una crónica de la infamia, de la opresión y de la desigualdad. Una crónica cuyos rostros más visibles son los actos de violencia física y sexual: las violaciones, los asesinatos machistas, el maltrato, la esclavitud sexual, los matrimonios forzados, la trata, los infanticidios de niñas, los castigos físicos a las insumisas… Una crónica con violencias menos detectables pero de más largo alcance: la violencia cultural, creadora de estereotipos y construida desde la religión, la educación, el lenguaje, la publicidad, el arte, las tradiciones, las leyes, etc., herramientas todas ellas que se utilizan para lograr la aprobación social de las desigualdades y la desvalorización simbólica de la mujer.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Son violencia cultural las tradiciones que hieren a las mujeres, como la obligación del uso del velo islámico, la penalización del aborto, la educación en la desigualdad, el talento silenciado en la ciencia, el arte o la literatura, las sentencias judiciales que culpabilizan a la víctima, los cánones de la moda, los estereotipos sobre la belleza… Pero hay también una violencia estructural, quizá la más difícil de erradicar, construida a partir de todo aquello que impide a las niñas y a las mujeres su plena realización, que limita su desarrollo y que genera subordinación y exclusión en ámbitos como la política, el trabajo o la creación artística. Violencia estructural que permite que una parte –la mitad de la población– se beneficie siempre en detrimento de la otra mitad.

La brecha salarial, los techos de cristal que mantienen a la mujer fuera de los órganos del poder político y económico, la ausencia de conciliación familia-trabajo o el desigual reparto de las obligaciones domésticas son algunas de las caras que adopta esa violencia estructural.

De todas estas formas de violencia ejercidas de manera sistemática contra las mujeres trata este libro. No pretende ser una narración cronológica, ni abordar todas las formas –sangrientas unas, más sutiles otras– de la violencia contra las mujeres. Quiere, sí, contar algunos capítulos de esa crónica para llamar la atención sobre cómo esa violencia ha traspasado tiempos y fronteras y se ha convertido en una constante en la historia de la humanidad.

Pero este libro es también, o es sobre todo, una narración sobre cómo la lucha de las mujeres –desde el feminismo o desde posiciones de estricta supervivencia– ha conseguido avances que han permitido mejorar –salvar en muchos casos– la vida de millones de personas: el derecho al voto, la legalización del aborto y del divorcio, las leyes a favor de la igualdad y contra la discriminación, el acceso a la educación, la liberación sexual y el derecho a ser dueñas de nuestro cuerpo, la denuncia de todas las formas de violencia machista, etc., son conquistas de las mujeres, que siguen protagonizando la que puede considerarse la guerra más larga de la historia. De esas conquistas del feminismo tratan también algunas páginas de este libro.

Del feminismo, sí. Aunque el término soliviante a unos (y a algunas) y ponga en guardia a otros. E incluso aunque despierte a misóginos que hablan de “feminazismo” o que sitúan al mismo nivel feminismo y machismo, ignorando –o quizá no tanto– que el segundo es una teoría y una práctica de la inferioridad (la que se quiere para las mujeres) mientras el primero es una teoría de la justicia y la igualdad. O, si se prefiere, un movimiento diverso y plural que lucha por los derechos de la mujer pero también por su emancipación, por su liberación de la dominación y la explotación, siempre violenta, que han padecido –siguen padeciendo– las mujeres a lo largo de los siglos.

Las conquistas del feminismo han convivido con las acciones de miles de mujeres en comunidades de Europa, de Africa, de América del Norte y del Sur, de Asia, para luchar, desde su experiencia directa, contra la ablación, los matrimonios infantiles, la tiranía de los talibanes de toda especie, la explotación sexual de las niñas o por el derecho a poseer la tierra que solo ellas trabajan. Los testimonios de niñas y mujeres como Waris Dirie, Mariame Sakho, Malala Yousafzai, Amelia Tiganus, Mitu Khurana, Ana Bella y muchas otras nos acercan a las vidas rotas de mujeres que han utilizado sus experiencias de violencia y opresión para ayudar a avanzar a sus comunidades. Mujeres violentadas, sí, pero también, y no menos, mujeres que conquistan espacios y protagonizan historias de emancipación; mujeres libres e insumisas que se enfrentan al poder masculino, a las leyes y a las tradiciones.

Por todo el planeta han surgido asociaciones y movimientos de mujeres para denunciar los asesinatos, las violaciones, las agresiones… o para ayudar a otras mujeres. Las redes sociales se han convertido en aliadas imprescindibles de estos grupos locales que, gracias a ellas, consiguen llegar más lejos y tener más eco. Movimientos como el de las Gulabi Gang (India), que une a miles de luchadoras del sari rosa contra el maltrato; La Ruta Pacífica de las Mujeres, que trabaja con las víctimas del conflicto en Colombia; Ni putes ni soumises, que defiende los derechos de las mujeres en los suburbios franceses, o el muy mediático #Metoo. Y también campañas como Yo Sí Te Creo, contra las sentencias que culpabilizan a las mujeres; #Bring BackOurGirls, para recuperar a las niñas raptadas en Nigeria; #StopExcision y #EndFGM, que combaten la ablación, o #NoesNo, para denunciar las agresiones sexuales.

En 2017 y 2018, en muchos rincones del mundo, cientos de miles de mujeres se echaron a las calles. En Estados Unidos, las multitudinarias “marchas de las mujeres” le han dicho a Donald Trump que sus derechos, tan duramente conquistados, son intocables; en Argentina, el grito “Ni una menos” se ha adueñado de las avenidas de Buenos Aires y de otras muchas ciudades. En España, nada parece igual tras el 8 de marzo de 2018, el día en que las mujeres pararon, ocuparon las calles y dijeron “¡Basta!”. En todo el mundo y en todas las sociedades se ha instalado una intolerancia radical hacia los asesinatos, las violaciones y las “manadas”, contra todas las caras de la violencia y la discriminación. Y quizá esta vez sea para quedarse. (...)

¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento los hombres consiguieron someter a las mujeres y estas aceptaron la sumisión y la desvalorización que, sin duda, se encuentra en el origen de la violencia? Se ha hablado de factores biológicos y también de las necesidades de supervivencia de la especie (explicaciones que eximen de cualquier responsabilidad a los hombres). Para Engels y los marxistas, “la histórica derrota del sexo femenino” debe conectarse con la aparición de la propiedad privada y de la familia nuclear, mientras Lévi-Strauss y los estructuralistas defienden que el intercambio de mujeres en las sociedades primitivas está en el origen de la subordinación. Pero ninguna de estas teorías concita un acuerdo unánime.

En cualquier caso, las numerosas formas de la violencia contra las mujeres han de vincularse directamente al patriarcado, el sistema de organización social, común a todas las sociedades –aunque se presente de diferentes maneras–, basado en la dominación masculina sobre las mujeres. Un dominio por el cual los hombres, que han configurado el mundo a su medida, poseen el poder político y económico en todas sus manifestaciones. Este dominio, como ya hemos dicho, exige la previa devaluación y subordinación de las mujeres, así como su consentimiento en el control de su sexualidad, ya sea de forma pacífica o mediante el ejercicio de la violencia.

El uso de la violencia contra las mujeres ha sido legitimado por las construcciones culturales del patriarcado (construcciones que son otra forma de violencia), que las convierten en inferiores, necesariamente sometidas a la superioridad del hombre al que deben sumisión y obediencia. En todas las culturas, las mujeres son educadas para obedecer a los hombres. La legitimación de la inferioridad de la mujer, y la consiguiente justificación de la violencia, ha sido reforzada por las religiones, por los filósofos, por las leyes, la educación, la literatura o el cine (recordemos las innumerables bofetadas a mujeres que se han visto en pantalla), por citar solo algunos ámbitos. También por la publicidad, que usa el cuerpo de las mujeres como simple objeto sexual o como refuerzo de estereotipos. O por la pornografía, hoy gratis y accesible en cientos de miles de webs, que enseña cómo a las mujeres se les puede hacer de todo.

Esa devaluación de la mujer es una constante desde el remoto desarrollo de las culturas guerreras, cuyas ideas –como señalan Anderson y Zinsser en su Historia de las mujeres– fueron recogidas por Homero, por las leyes romanas, que consolidaron la figura del pater familias, o por el Antiguo  Testamento a través, por ejemplo, del mito de la creación, que hace de la mujer un apéndice del hombre. Culturas en las que la función del conquistador –del soldado– adquirió un estatus superior frente al papel, violentamente reducido al ámbito doméstico, de la mujer. Estas primeras culturas excluyeron expresamente a las mujeres no solo de la guerra, sino también del gobierno, de la ciencia, de la filosofía o de la ley. E incluso de la religión: entre los hebreos, la mujer estaba excluida del estudio de la Torá y del Talmud, y en la Iglesia Católica, el sacerdocio siempre ha estado vetado a las mujeres. De los valores de esas culturas se alimentaron las generaciones europeas posteriores. Así, por ejemplo, en la Odisea (siglo VIII a. C.), Telémaco, el hijo de Ulises, ordena a su madre, Penélope: “Vuelve a tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias”. Sobre Telémaco, la historiadora Mary Beard señala que es el primer caso documentado de un hombre que manda callar a una mujer.

La legitimación de la inferioridad de las mujeres y, con ella, de la violencia, tiene un largo desarrollo entre numerosos autores y pensadores. Para Aristóteles, la mujer es “un varón deforme”; Cervantes las calificaba de “animal imperfecto”; Quevedo escribió que la mujer “es buena cuando está en la sepultura”; Rousseau defendía para las niñas una educación basada en la obediencia, la castidad y la sumisión, y opinaba que “la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre”; Nietzsche aconsejaba llevar un látigo para tratar con mujeres, y Schopenhauer creía que “solo infundiéndoles temor puede mantenerse a las mujeres dentro de los límites de la razón”. Sin olvidarnos de Hegel, para quien las mujeres, a las que excluye de la ciudadanía, deben vivir solo para la familia y para el varón: “En el hijo, la madre ha traído al mundo a su señor”.

En paralelo al menosprecio de lo femenino se desarrolló una burda misoginia, un odio sin disimulo a las mujeres que encontró temprano acomodo en numerosos textos griegos, romanos y hebreos. Mujeres malas, culpables, inútiles, lascivas, holgazanas, monstruos con nombres de mujer… llenaron las páginas de, entre otros, Hesíodo, Semónides, del Antiguo Testamento o de los primeros filósofos, y afloraron en muchos momentos de siglos posteriores. Y, de hecho, siguen afl­orando: para comprobarlo solo hay que entrar en algunos foros de internet.

Investigadoras como Gerda Lerner (1986) recuerdan que, junto a la justificación y consolidación de la inferioridad y la subordinación de la mujer, las culturas tempranas –babilónica, griega, romana, hebrea, celta, germánica…– generan también las numerosas normas que regulan el comportamiento sexual de las mujeres. Normas, fijadas por los varones de la familia y por el Estado, que establecieron su necesaria virginidad antes del matrimonio; la fidelidad sin fisuras para las casadas; el derecho del hombre a castigar con la muerte la infidelidad, real o imaginada, de su esposa; la permisividad para el adulterio del hombre o la imposibilidad, salvo excepciones muy regladas, para el divorcio de la mujer.

La castidad y la virginidad estaban íntimamente relacionadas con la obediencia. La creencia de que “una mujer obediente es una mujer casta” ha recorrido la historia, y, por tanto, una mujer que  desobedece a su padre o a su esposo merece ser castigada. De este modo, el círculo queda perfectamente cerrado. Todo está ya reglado en aquellas culturas tempranas y gran parte de ello ha llegado a nuestros días.

El derecho –las leyes– ha sido parte fundamental de las construcciones culturales que contribuyen a la perpetuación de la violencia contra las mujeres. Del derecho romano procede el axioma imbecillitas seu fragilitas sexus (“la simpleza mental, la debilidad del sexo femenino”), que ha contaminado las leyes durante cientos de años y, en el caso de España, hasta entrado el siglo XX. El catedrático de Historia del Derecho Enrique Gacto habla de “principios básicos del derecho romano portadores de unos gérmenes antifeministas que, hasta fechas bien recientes, van a conservar activa toda su virulencia”. Recuerda el catedrático cómo, durante siglos, esa pretendida imbecillitas ha llenado las leyes de prohibiciones y limitaciones para las mujeres. No podían administrar su patrimonio, ser tutoras de sus hijos, trabajar o publicar escritos ni obras científicas sin licencia del marido (Ley de Matrimonio de 1870). Sí podían recibir castigos físicos de su esposo, e incluso morir a manos de este en caso de adulterio, una facultad que “proclaman expresamente todos los derechos históricos de Occidente”. En España, aun en 1944, el asesino de una adúltera era castigado solo con el destierro. Disfrazadas de un benevolente paternalismo (de ahí la fragilitas), las leyes trataban a la mujer como a una menor o una débil mental; muchas buscaban únicamente el control de su sexualidad. Y lo siguen haciendo.

Habrá quien esté plenamente de acuerdo con la abogada y activista Catherine MacKinnon, para quien “el derecho ve y trata a las mujeres como los hombres ven y tratan a las mujeres”.

Solo los datos que se recogen en las páginas siguientes pueden acercarnos a la verdadera dimensión de la violencia ejercida contra las mujeres por sus parejas, sus familiares masculinos u otros hombres. Y también por el Estado. Independientemente de su situación económica, de su edad o de su nivel de educación, mujeres de todo el mundo están expuestas a diversas formas de violencia, incluido el asesinato. A los crímenes cometidos contra las mujeres por el hecho de serlo se los ha llamado femicidios y feminicidios, enfatizando de ese modo su verdadera naturaleza.

Partiendo de ese denominador común se han señalado diferentes tipos de feminicidios: los ejecutados por un hombre con quien la víctima había tenido una relación íntima; los ejecutados sin que exista relación sentimental (tras un intento frustrado de violación, por ejemplo); los realizados por un pariente masculino (padres o hermanos en los crímenes de honor); los asesinatos de mujeres en los ámbitos de la prostitución, de la trata; los que tienen lugar durante guerras y confl­ictos, siempre que se produzcan por el hecho de ser mujeres, o los feminicidios sexuales sistémicos, como los asesinatos de mujeres que son secuestradas, torturadas y violadas, y sus cadáveres, semidesnudos o desnudos, arrojados en zonas marginales (por ejemplo, los cometidos en Ciudad Juárez, México).

Pero también es cierto que, lentamente, las actitudes empiezan a cambiar y que el nivel de aceptación de la violencia contra las mujeres disminuye. Al menos 127 países han aprobado leyes que condenan la violencia de género, 15 tienen leyes relacionadas con el acoso sexual y 52 contemplan la violación conyugal.

El silencio secular frente a los acosos, los abusos y las violaciones empieza a ceder, y a través de manifestaciones multitudinarias y de la aparición de movimientos como #Metoo, Ni Una Menos, No es No o Time’s Up, las mujeres están diciendo que el tiempo de callar ante la violencia se ha terminado.

A lo largo de la historia, numerosas construcciones culturales han creado y consolidado el papel secundario y devaluado de las mujeres en el mundo, garantizando así su sometimiento a la dominación de los hombres. Las religiones monoteístas, a través de la Biblia y del Corán, definieron muchos de los mitos y símbolos que han servido para justificar la inferioridad y la subordinación de las mujeres. Las leyes regulan, desde hace al menos 4 mil años, la sexualidad y la capacidad reproductiva de las mujeres. De esa regulación, de la intervención del Estado en el cuerpo de las mujeres, quedan claros testimonios en la penalización del aborto, responsable de 25 millones de abortos inseguros al año, o en las leyes y sentencias judiciales que convierten a la mujer en sospechosa cuando no en culpable. Todo ello sin olvidar el peso de tradiciones aberrantes, como, entre otras, la de la ablación, que mutila cada año a 3 millones de niñas. Tradiciones y costumbres que han convertido a la mujer en un ser sucio, necesitado de operaciones de purificación, y que someten su cuerpo a dolorosos rituales. El planchado de pechos en Camerún, las novias temporales de Kenia o el engorde de niñas en Mauritania son solo algunas de ellas (...).

Las grandes religiones monoteístas han dictado normas sobre el comportamiento de las mujeres y han apuntalado su discriminación y su subordinación a los hombres.

La historiadora Gerda Lerner escribió en 1986: “Muchas de las principales metáforas sobre el género y la moralidad de la civilización occidental arrancan de la Biblia”. Y también: “El libro del Génesis (escrito entre los siglos X y V a. C) ha aportado los símbolos más destacados y significativos relativos al género”.

Para ser más precisos, la Biblia –el libro canónico del cristianismo y del judaísmo– consolida, refuerza y certifica el papel subordinado de la mujer, su dependencia del hombre y su papel central en la caída en desgracia de la humanidad por el llamado “pecado original”. Sus autores bebieron de mitos y de símbolos de otras civilizaciones (Sumeria, Babilonia, Canaán y Egipto), pero de entre ellos eligieron las versiones menos favorables para la mujer.

Dos son las metáforas más poderosas relativas al género que consolida la Biblia: el mito de la creación y el mito de la caída. Como señala Gerda Lerner, “durante dos milenios se ha hecho referencia a estas metáforas como prueba del apoyo divino a la subordinación de las mujeres”. Dice el Génesis: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. Y continúa: “Y Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne […]. De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre” (Gén 2, 21-22).

Algunos estudiosos de la Biblia destacan que Yahvé no está vinculado ni relacionado con ninguna diosa, como sí sucede en diversos mitos de la creación de civilizaciones vecinas. Es un dios masculino que actúa solo; es él, sin intervención de ninguna diosa-madre, el que crea la Tierra y la vida.

De modo que la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán es un símbolo que consolida la inferioridad de las mujeres porque el hombre fue creado primero, a imagen de Dios, y porque la mujer fue, según el Génesis, creada desde el hombre y para el hombre. Este símbolo ha permitido sostener que “el hombre es reflejo e imagen de Dios […], pero la mujer es reflejo del hombre” (san Pablo), que “la mujer se mantenga en silencio, porque Adán fue tomado primero y Eva en segundo lugar”, o que “la mujer no fue más que un añadido del hombre” (Calvino).

El capítulo 1 del Génesis recoge otra versión de la creación –más igualitaria– del ser humano, según la cual “creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, y los creó macho y hembra” (Gén 1, 27). Esta versión fue ignorada a favor de la que aparece en el capítulo 2 (citada anteriormente), mucho más conveniente para santificar la inferioridad y la sumisión de la mujer. Y ha sido esta, la segunda, la que se ha consolidado a través de los siglos.

Otra metáfora —la de la caída del hombre— convierte, a través de Eva, a la mujer en tentadora, en la culpable de arrastrar al hombre a la desgracia tras animarle a comer del fruto prohibido que le ofrece la serpiente: «Y Dios impuso al hombre este mandamiento: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, de cierto morirás”». La serpiente, el más astuto de todos los animales del campo que Yahvé Dios había hecho, convence a Eva, que toma el fruto y se lo ofrece también a Adán, «entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores”.

Datos sobre las autoras

Lola Venegas es licendiada en Periodismo y en Filología Hispánica. Ha dirigido diversas publicaciones periódicas sobre mujeres y desarrollo, medio ambiente, turismo, enología y patrimonio cultural.

Isabel Martínez Reverte es licenciada en Filología y Ciencias de la Información.  

Margó Venegas es licenciada en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid.