En el año 2002 vivía en Nueva York y trabajaba para el diario The Wall Street Journal y colaboraba para La Nación. El default argentino pasaba casi desapercibido en la prensa estadounidense, focalizada en la guerra contra los talibanes en Afganistán.
Para La Nación era un tema que crecía cada vez más. Se empezaban a acumular las demandas de los inversionistas extranjeros contra el país en los tribunales de la ciudad en la que estaba.
Recuerdo que un colega de la agencia Dow Jones Newswires me abrió los ojos de lo que se venía. Me contactó con otro colega de una agencia especializada en temas judiciales que iba todos los días a tribunales. Le empecé a seguir los pasos, me abrió su agenda. Me presentó a Daniel, el anterior secretario del juez Thomas Griesa, con quien trabé muy buena relación. Ahora tiene a un tal John, que también suele ser amable pero es imposible sacarle información.
Cubrí las primeras demandas tras el default, entrevisté al primer “buitre”, Kenneth Dart, el dueño de los vasitos de plástico en los que tomaba café y un conocido especulador con bonos de deuda soberana, que le exigió a la Argentina la primera gran indemnización: US$ 900 millones.
En mayo de ese año recibí un llamado del secretario de Griesa, con el que hablaba al menos una vez por semana. Me dijo que el juez quería conocerme y hacerme unas preguntas sobre la Argentina. Hasta ese momento, ni me había animado a pedirle una entrevista.
Daniel me pidió que fuera cualquier día de la semana menos viernes, porque el juez no solía ir los viernes o, si iba, se retiraba más temprano porque le gustaba pasar el fin de semana en su rancho de Montana.
Nos reunimos un lunes a las 9 de la mañana en el 500 de Pearl St. Es a metros de la estación Chambers del subte.
Me recibió en su despacho, con la toga negra puesta. Ya en esa época, 12 años atrás, Griesa estaba muy encorvado por una joroba que le sobresalía en la espalda, y le costaba escucharme. Además de mi inglés con acento latino, su sordera era grave y varias veces le tuve que repetir frases.
El ojo izquierdo estaba entrecerrado casi todo el tiempo. Me costaba seguirlo porque me hablaba bajo, en un inglés antiguo, y la voz se le direccionaba hacia abajo porque se le caía la cabeza hacia adelante.
Me preguntó cómo había sido la crisis, si había sido tan grave y por qué, si fue algo parecido a una guerra civil y si la gente había pasado hambre. Me dio la impresión de que quería escuchar de un argentino, y no de un abogado norteamericano que defiende a la Argentina, cómo habían sido esos últimos meses de 2001 y los primeros de 2002. Quería conocer el marco social sobre los casos en los que tenía que fallar. Hizo pocas preguntas y escuchó mucho.
Terminé agotado. Fueron cuarenta minutos seguidos de hablar en otro idioma delante de un juez estadounidense, con su vocabulario tan especial y su forma de preguntar, que parecía como si me estuviera tomando declaración a mí. La toga, debo reconcer, pone distancia e intimida bastante.
Me agradeció la charla y me aclaró que le sirvió mucho para entender mejor a la Argentina y las demandas de los bonistas que estaban presentándose en su juzgado. Quedó claro que había sido un encuentro informal.
A las semanas, fui a una de sus audiencias por otra causa contra el país. Antes de irme, quise saludarlo e intentar ahora sí un contacto más periodístico, aunque fuera off the record. Daniel, con la amabilidad de siempre, contestó que el juez Griesa (que se pronuncia Grisei en inglés) estaba “muy ocupado”
*Periodista.