Estamos asistiendo a un doble movimiento en la esfera pública, derivado de la irrupción en los medios masivos de comunicación de la figura judicial del “arrepentido”. Brevemente, digamos que se trata de aquellas personas imputadas de un delito que, en el momento de enfrentar a un juez y a un fiscal, escogen confesar sus crímenes. Ese acto supone el suministro de información susceptible de chequeo y la individualización de personas que hayan tenido igual o mayor participación en la infracción. A cambio, reciben la promesa de una rebaja de la pena en un juicio oral y, en general, obtienen de manera inmediata la excarcelación para soportar el proceso penal en libertad. Además, si mienten cometen un delito diferente.
Interrogantes. Es muy difícil discutir la eficacia de esta herramienta para la administración de Justicia. Es obvio que acelera los procesos. Pero supone otro tipo de discusiones más profundas y que nos interpelan como sociedad. Los interrogantes de este mecanismo son múltiples. Elijo uno. ¿Está bien que el Estado, que tiene el monopolio legítimo de la fuerza y cuyo lenguaje es el derecho, coloque a quienes violaron la ley en un pie de igualdad y llegue a acuerdos a cambio de información? ¿Podemos vivir juntos si el Estado suscribe contratos con quienes violaron su ley? ¿No caemos en el riesgo de extender demasiado las relaciones de mercado?
Hay también muchas formas de responder a esa pregunta. Los llamados filósofos contractualistas, como Hobbes, Locke y Rousseau, descalificarían este tipo de remedios legales pues, si los hombres pasaron del violento estado de naturaleza al estado civil anclado en la ley en busca de la paz, la seguridad y la libertad, mal puede ese estado civil “contratar” con quien rompió el pacto que, al revés, debería ser juzgado y castigado.
Una respuesta distinta nos brinda una perspectiva neoliberal. Aquí, la necesidad y el interés regulan las relaciones entre los hombres, de modo que se revela la superioridad política del mercado por sobre cualquier otra forma de organización social. Esta mirada, anclada en una autonomía individual que niega cualquier otro tipo de soberanía, apoyada en los derechos naturales que colocan a los hombres en una posición de igualdad formal, justifica el arrepentimiento en una decisión moral libre del acusado de un delito. El hombre, en esa clave, es el único juez moral de sus actos, persigue su interés individual –evitar el castigo– y esas acciones impactan de manera positiva en otros hombres y ratifica el imperio de la ley. Los efectos de su acción se derraman sobre el cuerpo político. El Estado puede descubrir el delito y el infractor aliviar su castigo. Se trata de un contrato realizado en el mercado.
Patriotismo. Jürgen Habermas presenta una mirada diferente. Voy a extraer, casi heréticamente, algunas categorías de su obra, tan solo para responder a la pregunta. Señaló que las sociedades se unen por razones funcionales, como comer, comerciar, etc. y normativas; esto es, algunos valores compartidos que nos permiten vivir juntos que derivan de la capacidad de razonar; es decir, de distinguir discursivamente lo bueno de lo malo. Se trata de consensuar verdades por medio de la razón a través del debate. Quizás el concepto de patriotismo constitucional resume estos ítems. Habermas lo utiliza para señalar la necesidad ciudadana de compartir y llevar a la práctica los valores que envuelven a la Constitución edificada sobre los derechos humanos. Es decir, hay una apuesta ética que nos permite vivir juntos, a través de acuerdos racionales que se expresan en la ley.
Esta apuesta ética es la que separa a los contractualistas y Habermas de la razón instrumental del neoliberalismo ligada al cálculo costo-beneficio. Y es en esa tensión en la que se alojan los interminables debates en derredor de la figura del arrepentido y que atrapan a gran parte de los argentinos.
Otro mundo. Sin embargo, la cuestión final tiene que ver con la necesidad colectiva de definir en base a qué costumbres y hábitos queremos vivir. Podemos elegir el camino corto, que nos da rápido mejores beneficios. En ese caso, necesitamos muchos arrepentimientos, espectacularidad y traiciones. O podemos fundar otro mundo a partir de acciones ligadas al respeto al otro, a la verdad, a la solidaridad, los buenos ejemplos y a un proyecto compartido.
No se trata de demonizar a los arrepentidos o de defender elípticamente la impunidad. Se trata, en cambio, de pensar en base a qué tipo de materiales queremos construir el mundo de la vida. El atajo del beneficio rápido nos lleva quizás a soluciones más sencillas, aunque su duración se limita a los ocasionales protagonistas de los procesos judiciales. En este caso, se terminaría luego del juicio oral al escándalo de los cuadernos.
Construir otro mundo es más arduo, pero quizás nuevas costumbres y nuevos hábitos nos ayuden a entender por qué razón la corrupción se sedimentó entre nosotros, cómo llegamos hasta este punto en que la vida en común es tan difícil y, fundamentalmente, a erradicar esas prácticas corruptas que se proyectan sobre el presente y amenazan nuestro futuro.
*Fiscal de la Nación. Autor de Injusticia (Ariel).
‘Plea bargainging’, antigua práctica en EE.UU.
Los americanos han sido los precursores en el uso legal de la colaboración y las delaciones de los propios involucrados en los delitos. Ya a inicios del siglo XX utilizaban la reducción de condenas como parte de la negociación para obtener esa información, y en la década del 70 quedó ratificado el sistema del plea bargaining tras haber aceptado la Corte Suprema norteamericana su constitucionalidad.
En esencia, los fiscales tienen la posibilidad de “premiar” al acusado que confiesa un crimen y que aporta información útil para probar la comisión del delito, quiénes fueron sus autores, o dónde están los bienes y el dinero mal habido. La disminución de la pena por la colaboración del acusado puede darse genéricamente bajo dos esquemas: el fiscal puede ofrecerle al arrepentido reducir la extensión de su condena ya sea quitando cargos o acusándolo por delitos menos graves (charge bargaining); o puede darle inmunidad para que declare libremente sobre el hecho y quedar eximido de pena por aquellas conductas que él mismo revelare (inmunity agreements).
La información que aporta el colaborador –tal como sucede en otros sistemas incluido el nuestro– debe ser verdadera (bajo amenaza de perder los beneficios), útil (que los investigadores no cuenten aún con ella), verificable (para que pueda constatarse y graduar la reducción de la pena), y debe implicar a personas de responsabilidad igual o superior a la del arrepentido.
En el caso de Michael Cohen, las partes negociaron en función a una reducción de cargos y penas, pues él se declaró culpable de ocho cargos federales a cambio de una reducción sustancial de pena. En tanto, pudiéndosele aplicar hasta un máximo de 65 años, habrían acordado una sentencia de alrededor de cinco años que se dictará hacia fines de este año.
Desde ese punto de vista es indudable que el sistema legal norteamericano provee a sus investigadores con mejores herramientas que el nuestro ya que en Argentina, la ley prevé que –como máxima gratificación– el arrepentido puede recibir una reducción de su condena a la mitad de la pena mínima, lo que es gravitante si el imputado está detenido y con eso puede obtener su excarcelación. El peso y la importancia de las concesiones que se permiten en Estados Unidos a quien reconoce su culpabilidad y colabora con los fiscales queda a la vista en casos como el de Trump en el cual Cohen decidió hacerlo porque, evidentemente, tenía mucho por ganar.
* Juan María Del Sel. Profesor de la Maestría en Derecho Empresario de la Universidad de San Andrés.