Corren ríos de tinta y millones de bytes dando cuenta de la crisis brasileña. Y se puede entender: junto a su relevancia sustantiva, se presenta como un terremoto que conmueve un edificio que parecía sólido y estable: el de las instituciones políticas. Brasil parecía disfrutar de un conjunto de instituciones que le conferían gobernabilidad a sus procesos políticos y económicos. La gobernabilidad brasileña no era un punto de pleno consenso, pero las interpretaciones dominantes sobre el proceso institucional la sostenían y, después de todo, cuatro gestiones presidenciales, desde F.H.C. a Lula, parecían dar prueba de ella. Hoy se dio vuelta la taba: de repente, el manso caballo brasileño comenzó a corcovear y volteó a su jinete, y se revela como un redomón que amenaza desmontar a gran parte de la clase política. Se descubre que ésta es endémicamente corrupta, los brasileños resuelven ponerse en movimiento contra esta corrupción y se producen dentro del mundo político y partidario grietas profundas y enfrentamientos antes impensados.
Multiplicidad. En el proceso que no culmina, pero tiene un punto de inflexión, en el impeachment, concurren múltiples factores: en un telón de fondo, los cambios socioculturales y políticos de medio o largo plazo que fueron consecuencia de los gobiernos del PSDB y PT (emergencia de una nueva, aunque mal llamada, clase media; rechazo sociocultural por parte de la vieja clase media hacia ella, percibida comopobres fuera de su lugar; profundo descrédito de la política y los políticos por parte de enormes sectores de la población; extendidas convicciones moralistas sobre la omnipresencia de la corrupción; vulnerabilidad fiscal y externa que F.H.C. no pudo y Lula no se propuso resolver; cuestionamiento y pérdida de legitimidad de los arreglos tributarios vigentes (¿por qué yo tengo que pagarle a esos vagabundos que se benefician con los programas sociales?).
Pero en la explicación de esta crisis aparentemente tan repentina concurren, asimismo, factores políticos de medio y corto plazo que han sido poco o nada resaltados en los análisis que acompañaron la crisis. Y que son importantes porque nos remiten a las preguntas iniciales: ¿es Brasil ingobernable? ¿estamos delante del fracaso de la fórmula de gobierno brasileña, el denominado presidencialismo de coalición?
Antes de ensayar una respuesta, vamos a esos factores. Primero, en verdad el PT, aun desde el primer gobierno de Lula, nunca puso en práctica el presidencialismo de coalición. Fue, a este respecto, bastante errático. La primera fórmula ensayada culminó en el mensalão: dado que el gobierno petista no quiso ceder espacios en el gabinete (¿en busca de coherencia ideológica o por hambre?) organizó un esquema de compra de votos en la Cámara de Diputados, creando, así, quizás por vez primera, un sistema de corrupción permanente y de largo alcance con epicentro en el Ejecutivo. Esto no es precisamente presidencialismo de coalición.
Superado este sistema, del que Lula se salvó por un pelo, entró el PMDB en el gobierno, pero entró básicamente a hacer negocios y, se puede decir, no se articuló como una pieza en el gobierno sino más bien como prestamista de votos al gobierno (interpretación libre de una observación de María Esperanza Casullo). En suma, que el gobierno petista nunca llegó a contar con una mayoría mínimamente consolidada y perdurable en el Congreso.
Un segundo factor fue la propia Dilma. Escogida a dedo por Lula, que privó así al partido de la posibilidad de generar un candidato con peso partidario y político propio, Dilma confirmó lo que ya se sabía de ella: es una política honesta, una burócrata capaz, pero carece de aptitudes como muñeca política, flexibilidad, visión política, golpe de vista y otras que son imprescindibles para gobernar un país como Brasil.
Un tercer factor consiste en el salto cualitativo que la corrupción sufrió en el lulismo. La corrupción es, en efecto, endémica en la democracia brasileña, y compromete casi a todos los partidos; pero la combinación de estatismo y corrupción impresa por el lulismo, fue inédita. El caso paradigmático es el de Petrobras, que gracias a los años dorados del boom de las commodities y el rápido crecimiento se había convertido en una fuente de prebendas y negocios oscuros que parecía inagotable. Cuando la prensa –los principales medios, ávidos por acabar con el gobierno del PT desde siempre– comenzó a revelar esto, fue como la chispa en la pradera de una opinión pública que ya se había apartado en gran medida de Lula a raíz del mensalão (de hecho el voto que otorgó a Lula su segundo mandato tenía poco que ver, en su composición social y geográfica, con el que le había dado el primero).
Pero todo esto se potenció al combinarse con un cuarto factor: la gestión de la economía. Los años de Lula fueron, puede decirse, fáciles. Pero cuando sobrevino la crisis externa y se resaltaron las vulnerabilidades, la gestión económica del lulismo, ya con Dilma, fue mala. Sobre todo, la marcha de la política económica fue errática, y no agradó ni a tirios ni a troyanos. Al comienzo del segundo mandato de Dilma, por ejemplo, la presidenta, que había hecho campaña negando la necesidad de un ajuste, hizo un giro de 180º que ni siquiera estaba bien justificado en términos técnicos. Así, mientras los escándalos mediáticos sobre corrupción le alienaban lo que le quedaba de las clases medias, perdía respaldo a mansalva entre sectores populares. Esto explica su fenomenal caída en los niveles de aprobación pública.
Miradas así las cosas, es difícil decir que el Brasil es ingobernable, o que el presidencialismo de coalición no funciona. Las instituciones políticas son siempre complejas y exigen expertise. Exigen que al frente de las mismas estén personas, y partidos, capaces y capacitadas para hacerlas funcionar. Compenetradas con sus rasgos esenciales y sus secretos. Decididamente, esto no es lo que ocurrió con el gobierno de Dilma.
*Politólogo. Autor de La alegría y la pasión. Relatos brasileños y argentinos en perspectiva comparada.(Katz).