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Primera parte

China y Occidente: poder, saber, filosofía y negocios globales

Este sábado y domingo, Diario PERFIL publicará un ensayo del filósofo Tomás Abraham sobre cómo construye la potencia asiática su peso global. Crecer, un concepto distinto de evolucionar.

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Modernidad. La China actual debe comprenderse desde distintos parámetros: incluyen la filosofía, la economía, la historia y la geopolítica. Diferentes niveles en un juego de equilibrios y desequilibrios constantes entre futuro y pasado. | afp

El poder. Hablemos de Occidente. Es decir de su decadencia. Es el tema del día. El sol asoma en Oriente. En tiempos de Oswald Spengler, su visión holística de la vida y la muerte de las culturas congeniaba con la crisis de un continente que gozaba de su riqueza en una paz imperial que termina con la Primera Guerra Mundial.

¿Por qué nuevamente se habla de decadencia? Hace un siglo, en momentos del ocaso de la República francesa, del Estado prusiano y del Commonwealth, le sucedía una aurora compartida por el fascismo y el comunismo nacientes, y un amanecer de la nueva potencia de América del Norte ya regente en el comercio internacional.

Ante un supuesto nuevo ocaso, ¿cuál es el amanecer? ¿China? ¿No son puros petardos estos anuncios cuasimesiánicos sobre el fin de los tiempos y el asomo de nuevos gigantes? Con el derrumbe del Muro a fines del siglo pasado, las trompetas anunciaban la victoria total del capitalismo y el fin de la historia.

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La etiqueta de “sociedades democráticas avanzadas” era un halago que los sociólogos del Primer Mundo se hacían a sí mismos. Luego la tercera vía, después la vida líquida, ahora la sociedad del cansancio y la posverdad… ¿estaremos ante una nueva rúbrica lanzada al rodeo para que se debata en una tertulia autocomplaciente?

No lo sabemos. Pero antes digamos unas palabras sobre lo nuevo, esa novedad de más de 3 mil años de historia.

La China. Ese coloso se mide en números. Todo lo indica. Mil quinientos millones de habitantes, miles de años de historia, un crecimiento en los últimos tiempos de un 10% anual. También son innumerables los textos que hablan de la China moderna. Por lo general no hay demasiada discusión sobre el tema. Los analistas, los sinólogos, se dejan capturar por las cantidades, y las fuentes de estas no se contradicen.

En mi época de estudiante en Francia, la China estaba de moda. Mao era la novedad en política internacional. Había provocado un cisma en el comunismo. Denunciaba el revisionismo soviético

En la década del 60 del siglo pasado, en mi época de estudiante en Francia, China estaba de moda. Mao era la novedad en la política internacional. Había provocado un cisma en la Internacional Comunista. Denunciaba el revisionismo soviético. La URSS había perdido la mística de la entreguerra que le permitió estar a la vanguardia del anuncio de un nuevo mundo. Después de la muerte de Stalin comienza el llamado “deshielo” y la coexistencia pacífica. Los soviéticos se acercan al progresismo en sus diferentes variantes. El pregón ideológico se vuelve humanista, los miembros del partido deciden acompañarse de católicos personalistas, socialdemócratas tibios, del gaullismo, gente de buena voluntad. Para defender su revolución no desdeñan el reformismo, y no siempre acompañan los procesos de descolonización conducidos por los movimientos de liberación nacional.

Los comunistas sostenían que las burguesías del capitalismo mundial podían ser atraídas hacia un camino que permitiera crear condiciones para un futuro socialista, pero en especial pensaban en la conveniencia de la URSS de mantener vínculos comerciales que la favorecieran.

Ante una situación que lleva a una especie de neutralidad gris en el reparto de hegemonías planetarias, China captura las banderas del comunismo para continuar la obra de los pioneros. El marxismo-leninismo pasa al continente asiático y denuncia a la burocracia soviética.

Mao. Los estudiantes de izquierda leíamos a Edgar Snow y a K.S. Karol, periodistas compañeros de ruta del maoísmo que manifestaban con gruesos libros su admiración por el líder chino. La izquierda revolucionaria tenía dos caminos, uno ya gastado, repetido, el trotskismo, que denunciaba a la URSS en los mismos términos de casi medio siglo atrás; y el nuevo, representado por el maoísmo, que se fortalecía con la guerra de Vietnam, con la impronta de la revolución cubana y la figura del Che, para culminar con la revolución cultural de los guardias rojos.

Pero la China que hoy inunda los medios masivos de comunicación occidentales es la de las reformas iniciadas después de 1978. Con la rehabilitación de la dirigencia que sobrevivió al ataque masivo de los guardias rojos se inicia un programa de apertura a la economía de mercado que hace explotar las fuerzas productivas, cuyo efecto es un incremento en la producción de riquezas, el acceso masivo a bienes de consumo y la urbanización de millones de campesinos, que no solo modificaron la sociedad china sino el mundo.

Martin Jacques (When China Rules the World, 2009, 2012), en uno de los trabajos mejor elaborados sobre la constitución de la China moderna, insiste en que la creencia occidental de que la modernidad es el resultado de la revolución científica galileana, de una filosofía que sostiene que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático, de una filosofía del sujeto que enuncia la tesis de que la verdad se define por su evidencia, es decir por la certeza que proporciona su demostrabilidad, y que una vez lanzada al mundo y aplicada a la técnica, crea las bases de la Revolución Industrial, esta idea que fundamenta la misión civilizadora y la conquista de mares y tierras en un nuevo orden imperial, es un mito o “une fable bien convenue”.

Está hecha a la medida de la Europa blanca que declara una victoria merecida por las aventuras del conocimiento y la creatividad que desde el Renacimiento hasta la filosofía liberal encomian al individuo.

¿Pero qué sucede cuando comparamos dos grabados en los que se muestran dos naves del siglo XV, una carabela como las de Cristóbal Colón y otra fabricada por los chinos?

Potencia. Es como si pusiéramos lado a lado una nuez y un melón. Durante la dinastía Ming (1368-1644), la China es la mayor potencia marítima del mundo. De 1405 a 1433, el almirante eunuco Zheng He emprende una serie de viajes a los mares del sur, a Oriente Medio y Africa oriental para expandir el comercio chino. El barco más grande de su flota superaba los 130 metros de largo con una tripulación de miles de hombres. Esta flota de 2 mil navíos construidos en astilleros próximos a Pekín era la más grande del mundo. (Diego Guelar, La invasión silenciosa, 2013)

Sin embargo, en 1436 se prohíbe la construcción de grandes barcos. Las razones son oscuras, pero se cree que la administración imperial prefirió regular los conflictos interiores y llegar a la paz y armonía que apreciaban tanto en política como en la forma de vida, antes que lanzarse a las excursiones en tierras lejanas. Además, su orden civilizatorio privilegiaba las funciones burocráticas en manos de los llamados “letrados” y despreciaba el mundo mercantil que, en todo caso, se limitaba al comercio interior de la zona euroasiática.

En el año 1800, China está tan urbanizada como Europa, un 15% de su población vivía en ciudades; en cuanto a Japón, ca cifra era del 22% . En la misma época, el PBI por habitante de los EE.UU. era igual al del sureste costero de la China y al de Japón. Un siglo después, en 1900, esta equiparación se convierte en una distancia sideral. Los EE.UU. tienen un producto diez veces mayor que China.

El mentado atraso de China respecto de los países occidentales es un proceso enmarcado en los acontecimientos geopolíticos del siglo XIX. No resulta de una diferencia centenaria o milenaria entre una civilización prometeica y otra contemplativa. La pólvora y el compás, para nombrar dos inventos chinos, no fueron el producto de la meditación taoísta ni de la moral confuciana.

Las cifras de Jacques dan para pensar. Entre 1600 y 1800 China multiplicó cuatro veces sus riquezas; pero entre 1800 y 1900 no tuvo cambios, el mismo producto para una población con un enorme crecimiento, y en el año 1959, durante la presidencia de Mao, la riqueza producida por los chinos era menor que ciento cincuenta años antes.

Para completar el cuadro, India, entre 1600 y 1950, tuvo un incremento de apenas el 10% de su producto; podemos compararlo con el período que va de 1973 a 2001, en el que incrementó dos veces y media sus riquezas.

Comercio. ¿Qué sucedió para que un enorme país como China estuviera muerto económicamente durante dos siglos cuando en los umbrales del siglo XIX la economía mundial era tan policéntrica como lo es ahora? Adam Smith afirmaba que China era mucho más rica que Europa, ¿qué causó la inversión tan extrema de los términos de la comparación?

Para Jacques nada hay de “cultural” en este fenómeno, no se trata de una mentalidad occidental pionera y otra oriental pasiva. Recién en 1850, Londres reemplaza a Pekín como la más grande de las ciudades.

En solo dos siglos de dominación, los países que integran el Atlántico Norte cambiaron la historia, lo que, para el autor, constituye una aberración histórica. Aunque explicable. El éxito europeo y el fracaso chino se deben, para Jacques, a factores coyunturales y no a características culturales de largo plazo.

El mentado atraso de China respecto de los países occidentales es un proceso enmarcado en los acontecimientos geopolíticos propios del siglo XIX

Llamamos coyuntura a las dos guerras del opio que a mediados del siglo XIX los británicos impusieron a los chinos para que consumieran una droga letal cuya comercialización enriquecía a los colonos ingleses de la India. A pesar de las actas de prohibición de las autoridades chinas, nada pudieron hacer ante la potencia guerrera del imperio inglés que se apodero de los puertos, bombardeó las costas y se apropió de Hong Kong.

Coyuntura fue la explotación de las minas de carbón y la colonización del Nuevo Mundo. La superficie necesaria para el algodón, el azúcar y el caucho superaba en las colonias la tierra cultivable de Gran Bretaña. Materias primas, alimentos y esclavos también fueron factores azarosos, contingentes y políticos de la industrialización. Dice Jacques que Manchester hubiera sido imposible sin las plantaciones de algodón con trabajo esclavo.

China padeció humillaciones de casi dos siglos por las potencias occidentales, por las invasiones y los baños de sangre que impuso Japón durante la ocupación, por catástrofes como las hambrunas que mataron a decenas de millones de chinos durante el llamado Gran Salto Adelante; pero desde el momento en que el gobierno estadounidense de Nixon y su secretario de Estado Kissinger viajan a Pekín para reunirse con Mao, China ingresa al escenario internacional, se inicia un proceso político que recibe un impulso definitivo con las reformas económicas y apertura comercial de Deng Xiaoping.

Salto adelante. Las conversaciones entre Mao, Chou en Lai, Nixon y Kissinger eran convenientes para ambos países ya que los dos tenían una preocupación común: la URSS. Todavía era la época de la Guerra Fría, y los soviéticos competían con los Estados Unidos en la carrera espacial, pesaban en el mundo y veían peligrar su hegemonía en el campo comunista por la presencia creciente del maoísmo (Henry Kissinger, On China, 2012).

Aquel salto para adelante anunciado por Mao que produjo hambrunas y millones de muertos, en realidad se llevó a cabo después de su muerte. Y no fue un solo salto sino varios, pero saltos de calidad, no solo de cantidad, y más de vida que de muerte. Convirtió a China en un sistema capitalista con partido único, es decir una dictadura de mercado, como soñaban los fisiócratas en el siglo XVIII, que supera en tiempo y forma a la Revolución Industrial en Inglaterra.

Futuro. Así como Marx dejó Alemania para dirigirse a Inglaterra porque suponía que era allí donde se generaba el futuro, hay muchos que hoy van a China por el mismo motivo.

No hace falta sumar datos para mostrar la dimensión de lo que acontece en el Lejano Oriente, en una civilización que nos es totalmente ajena, un mundo otro, con la salvedad de que lo tenemos en nuestras propias narices sin que lo veamos.

La China National Offshore Oil Corporation (Cnooc) compró en la Argentina compañías como Bridas, Esso, Pan American Energy; con esas compras se transformó en la segunda petrolera del país después de YPF, además posee el 22% de las reservas probadas en Latinoamérica (D. Guelar, ob. cit., págs. 167 y ss).

Inversión. China se ha convertido en el mayor inversor externo de la Argentina, con inversiones en varias provincias en minas de producción de hierro, de oro, plata y cobre. En el año 2012 se firmó un acuerdo de cooperación nuclear entre Argentina y China que califica a empresas chinas como preoferentes para una futura planta de reactores de uranio; se autorizó la instalación de una estación de observación espacial en la Patagonia, el arribo a nuestro país del banco de mayor capitalización bursátil del mundo, el ICBC, de un grupo chino que firmó un acuerdo para regar 330 mil hectáreas en la provincia de Río Negro, y la inversión de mil millones de dólares para instalar una fábrica de urea y fertilizantes para el cultivo de soja, inversiones en Córdoba y Mendoza para sembrar hortalizas, inversiones en electrónica en Tierra del Fuego, la creación de la Cámara de Autoservicios y Supermercados de Residentes Chinos en la Argentina, represas en Santa Cruz, ampliación de puertos graneleros en la provincia de Buenos Aires y Santa Fe, desarrollo de la producción de tabaco en Jujuy, una planta ensambladora de motocicletas en Avellaneda, otra de armado de camiones en Luján de Cuyo, etc

Todo suavecito. Los chinos no nos inundan con su cultura. Sus empresas no necesitan difundir o imponer discursos legitimadores o prédicas civilizatorias para penetrar en los mercados. Con unos cuantos cientos de institutos Confucio les es suficiente para crear pequeños canales de comunicación.

No tienen interés en que todo el planeta sea confuciano ni que el tai chi reemplace al fútbol. Su forma de vida es local y no universal, claro que de una localía que agrupa al 20% del planeta. Tampoco son los dueños, por el momento, del entretenimiento ni de los megashows ni nos proponen su propio Oscar. Hacen lo que hay que hacer: ganar dinero y seducir con sus recursos y con su ingente mercado.

No pretenden que los entendamos ni enseñarnos la historia de los 3 mil años de su cultura. Les basta con estar informados de nuestras necesidades y tener un conocimiento preciso de nuestras riquezas naturales.

Tenemos tierra fértil, energía, inmensas reservas de agua dulce, minerales, poca población, anomia estructural… a cualquiera se le despierta el apetito.

Asimetrías. Diego Guelar, ex embajador argentino en los EE.UU. y en Brasil, desde 2016, presidiendo la embajada argentina en la China, se lamenta de que el intercambio comercial entre ambos países sea negativo para el nuestro, y que la relación asimétrica tenga visos de ser colonial si no cambian las cosas. Lo peor, agrega en entrevistas, es que a pesar de todos sus intentos no tiene nada interesante que ofrecerles a los chinos para que nos compren, más allá de los granos y del aceite destilado de esos mismos granos. Culpa a la parsimonia, a la pasividad, a la falta de interés y a la pusilanimidad de nuestros empresarios, y a su falta de iniciativas para proponer nuevos negocios que beneficien al país.

Saber. Esta intromisión de unas pocas observaciones sobre China se deben a que la mentada preocupación por el Occidente en nuestros días es indisociable de la aparición del gigante asiático.

Hay dos fantasmas que recorren Occidente, ya no uno solo como el del comunismo, tal como sentenciaba Marx en 1848, uno es el islam y el otro China. Este doble espectro es el que ha remozado una vieja pregunta identitaria sobre el qué de Occidente.

La reacción europea frente al islam es de miedo. Se lo identifica con el terrorismo, con el fundamentalismo y la represión de la mujer. Respecto de China, la conducta es ambivalente. Se le teme, pero se la respeta y se la necesita. Competidora y cliente. La potencia asiática abarató los costos de la llamada “mano de obra” a niveles de subsistencia. Dio el último toque al derrumbe del Estado de bienestar que a duras penas subsiste en Gran Bretaña, Francia y Alemania, precarizó el mundo del trabajo y estimuló a las corporaciones globales a incrementar sus negocios y mejorar sus tasas de ganancia.

Pero además, al dar vuelta el tablero de las hegemonías mundiales, le exigió a Occidente repensar la historia para mostrar su singularidad frente a la avanzada de civilizaciones exógenas en plena expansión.

Si hay algo que defender, bien vale la pena saber de qué se trata. Y si hay algo que temer, también se justifica el mismo esfuerzo de pensamiento.

Dejamos de lado los estudios que rememoran la gesta de la ilustración musulmana que iluminó el Al-Andalus durante siete siglos al crear aquel primer Renacimiento sincrético y tolerante. Un crisol de culturas. Esa necesaria y sana remembranza poco puede hacer en el terreno político ante el llamado a la Jihad, la realidad de Isis, las teocracias y los califatos de Medio Oriente.

A los defensores de la libertad y la democracia no les resulta demasiado difícil denunciar las vejaciones y las violaciones de los derechos humanos en sociedades que –no hay que olvidar– han sido sometidas, bombardeadas y diezmadas por el hoy temeroso Occidente.

Pero respecto de China hay otra cuestión pendiente, y es la de la sabiduría que ostenta. China –como India– es el otro yo de Occidente. Es la otra cosa. Más allá de estas realidades geopolíticas a las que nos hemos referido, existe la tradición milenaria por la que en Oriente nació una forma de saber, una cosmovisión y una forma de vida que los hijos de la Biblia ignoran.

No son monoteístas, no creen en un Dios único e infalible, tampoco son ateos. No creen, saben.

Y este saber chino se llama sabiduría, una palabra ausente en el legado griego ya que “sofía” es lo que no tenemos. Lo que sí conocemos y practicamos hace 2.500 años es la “filosofía”, y eso hace toda una diferencia.

 

*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar