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El ‘Miloverso’, u once mil ciento once elefantes en NFTs

El artista chaqueño Milo Lockett incursionó en el arte digital y sueña con que su ‘Miloverso’ sea el inicio de una comunidad en la que el público y él estén cada vez más cerca. Esa intención incluye, por ejemplo, una hipotética materialización: que quien compra un elefante encriptado como NFT pueda descargarlo para imprimirlo en 3D y entonces volverlo cuerpo, tal como le piden sus fanáticos.

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Obra. Junto a artistas digitales como Guillermo Mutis trabajó en mapas, bocetos ilustrados y diseños de elefantes que cobraron profundidad de campo en la pantalla. | cedoc

Once mil ciento once elefantes. Algunos, un tanto lisérgicos, para hacer honor a la verdad. El número surgió de la sencilla casualidad de que fueron once las personas que trabajaron en el desarrollo del Miloverso. Pero ni él -con su mejor cara de ‘ni idea’ encogiéndose de hombros- puede explicar cómo se le ocurrieron once mil ciento once elefantes distintos.

La experiencia de verlo pintar es alucinante. Frota un trapo contra la tela, después la seca con un secador de pelo, gira el bastidor, se aleja, prende un cigarrillo sin sacar los ojos de la obra en ciernes. Los brazos pintados (por debajo y por encima de la piel), el pantalón pintado, las zapatillas, el suelo.

Milo Lockett suena eufórico cuando habla de su Miloverso. Se sorprende por la repercusión que tuvo el lanzamiento, incluso en un estadio temprano del proyecto, porque todavía ningún NFT está a la venta, pero “me hacen entrevistas en plataformas digitales de España, o México, y me piden los elefantes, como si fueran de verdad. Eso me mata”, reconoce con una sonrisa amplia.

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Una mañana bellísima en Vila Terra, Tigre, su enorme taller, en el primer piso del centro comercial, regala silencio. Es un espacio vidriado, y qué bueno que lo sea, porque es un deleite verlo a Milo trabajar. Sobre todo tomando en cuenta que, a sus cincuenta y cuatro años, se levantó de varias caídas de esas que este país, experto en zancadillas, impone. 

“Cuando tenía una fábrica modelo de remeras, en dos mil dos, ahí me fundí” recuerda, y agrega que nunca se imaginó que de eso se levantaría convirtiéndose en un artista reconocido mundialmente. Menos se le cruzaba por la cabeza que, años después, sus seguidores le pedirían que estampe los cuadros en remeras. Las vueltas de la vida. 

La cuestión es que ahora se animó al arte digital y lo desborda el entusiasmo. Mitad porque a él le encanta ser masivo, porque está seguro de que el arte no debe ser de elite (incluso se expresa a favor de aplicar a objetos cotidianos imágenes de pinturas excelsas, para que el arte llegue a todo el mundo); mitad porque su Miloverso le permitió jugar con juguetes nuevos, que no conocía, pero que lo conectan con sus hijos, especialmente la más pequeña, de tres años, que maneja las pantallas con total naturalidad.

Junto a artistas digitales como Guillermo Mutis trabajó en mapas, bocetos ilustrados y diseños de elefantes que cobraron profundidad de campo en la pantalla. Al verlos parecen pequeñas esculturas fotografiadas, pero es parte de la magia: sólo existen en ese entorno virtual accesible mediante dispositivos digitales.

El enorme rostro pintado sobre madera, que nos secunda en la charla, es parte de la nueva estética que Milo está desarrollando en paralelo con su incursión digital. “Estoy usando agua sucia, y voy aplicando colores lavados, borrando, y volviendo a pasar, y así queda una textura distinta” me explica. A los ojos de un apenas iniciado, se distingue que ya no aparecen los trazos bien definidos y los colores vivos, que son su marca registrada.

De todas maneras, por esas cosas del estilo, las nuevas obras llevan su sello inconfundible: están los ojos desparejos, las narices rectas, las formas anguladas debajo de los pómulos de esos personajes que retrata cuando no vuelve a su fetiche, el elefante.

“De chico, en Chaco, miraba Daktari -una serie de televisión de los ’70 en la que un veterinario estadounidense estudiaba a las especies africanas- y hasta los siete años creí que en mi provincia había elefantes y esperaba encontrarme con uno” -se ríe, mate en mano, admitiendo sin pudor que esa fascinación todavía lo acompaña. Es un animal que voy a dibujar hasta el fin de mis días”.

Al mediodía el sol se agrega a una vuelta sosegada. Mil dilemas quedan flotando como resultado de la conversación en la que Milo Lockett esgrime argumentos cosechados en su camino autodidacta, que él se ocupa de advertir que de ninguna manera es menos legítimo que la vía formal de adquirir conocimientos. 

“Hacerse a uno mismo significa siempre el doble de esfuerzo porque no pudiste terminar el colegio, ni tener el profesor que te hubiera gustado. Pero te preparás de otra manera, laburás muchísimo, investigás por tu cuenta… De todas maneras, yo amo las instituciones, porque te dan otra perspectiva de la vida; pero, ojo, ir a la universidad no te hace un artista” analiza.

Walter Benjamin combatió la reproducción técnica del arte, considerando que si, por ejemplo, la imagen de un cuadro aparecía en cualquier parte, a cada paso, sin importar el contexto, finalmente uno se acostumbraba a ella y no podía percibir su aura, su grandeza, su unicidad.

Milo no rivaliza con esa mirada, sino que la complementa. Pinta “ocho horas por día” a la vista de los visitantes del paseo comercial, que no paran de saludarlo. Se deja entretener por las nuevas tecnologías, concibe lo creativo como parte de una evolución en la que los lenguajes cambian y hay que saber aggiornarse. 

“Yo pienso siempre al revés de lo que se espera (…) porque los lugares seguros te dan certeza, pero no hay nada interesante donde está todo iluminado -se ríe. Lo mejor es meterse en la oscuridad, donde no ves nada, e ir encontrando el camino”. 

Y mientras va pintando disfruta de que sus cuadros les encanten a los chicos, que sienten que pueden copiarlo y hasta, incluso, mejorarlo. “Mil veces me pasó, en lugares públicos, que un pibe me diga que él dibuja mejor que yo, ¡y eso me encanta! Y además está bueno que la gente se permita pensar que también puede hacer arte. Eso es lo mejor, porque si no volvemos a que el arte es sublime y no se puede mejorar ni romper ni nada, y yo no lo vivo así”. 

No analiza su pintura, más allá de saber que le gusta lo desigual, lo asimétrico “porque el mundo no es perfecto, no hay igualdad, y la imperfección le da carácter a mi obra”. Su aproximación a la pintura es puramente estética.

Hoy, consolidado como un artista de calibre internacional, acepta las distinciones y los elogios de los entendidos, pero sueña con que su Miloverso sea el inicio de una comunidad en la que el público y él estén cada vez más cerca. Esa intención incluye, por ejemplo, una hipotética materialización: que quien compra un elefante encriptado como NFT pueda descargarlo para imprimirlo en 3D, y entonces volverlo cuerpo, tal como le pidieron en los eventos recientes.

“Si no, el arte es lo que digo yo, y mi obra es mía, y el público sólo puede comprarla y listo, ahí se terminó la cosa” reflexiona, de nuevo, amalgamando sencillez con sagacidad, aunque subraya que los once mil ciento once elefantes del Miloverso fueron concebidos para el mundo digital, y quitarlos de ese escenario no le termina de cerrar.

Lo que sí busca por todos los medios, es acercarse al público. 

Aprendió el valor del contacto con los demás “con dos maestros que los tengo presentes todos los días de mi vida. Una es la señorita Gloria, en el jardín de una escuela pública, que a media mañana agarraba las galletitas de todos los alumnos y las juntaba en el centro de una mesa, para que nadie supiera quién había llevado cada cosa, y, además, porque algunos no tenían nada para llevar”.

De eso, Milo infiere que quien puede compartir la comida, está en condiciones de compartir el trabajo, la amistad, y todo equipo al que se lo convoque. “Eso está en mi ADN, por eso yo trabajo siempre en equipo, a diferencia de otros artistas que trabajan solos”.

El otro maestro de su vida fue Mario Banegas, en la primaria, que le enseñó que cada persona tiene un lenguaje distinto. 

¿Cómo lo interpretó el niño que, ya en ese entonces, pintaba singularmente? “Mi abuela me regaló una patineta y entonces empecé a representar el mundo inclinado, como lo veía arriba de la patineta” pone la mano en diagonal en el aire, tuerce la cabeza, larga una carcajada.

Lo interesante es que el maestro no corrigió esa inclinación de las casas, los árboles, las personas, los autos, y todo lo que el alumno Lockett plasmaba en su arte inicial.

Luego vino el básquet, y Milo tuvo que arreglárselas para jugar en equipo, sobre todo dada su baja estatura para ese deporte de gigantes. 

“Aprender tu rol es fundamental, porque si no estás perdido; en la cancha y en la vida”. 

Milo le pone el moño a la charla. Ojalá el Miloverso nos permita conocerlo más.