En el kilómetro 42 de la ruta provincial 210 un arco de hierro con un cartel destaca: Santuario Nacional Gauchito Gil Alejandro Korn, Rubén “Gauchito” Alfaro. Hay que hacer doscientos metros más para la entrada, por calle de tierra, doblar a la derecha y encontrar el portón de chapa pintada: ayuda espiritual, viernes a domingo de 9 a 11 hs y martes a domingo de 17 a 19 hs.
El santuario está en un terreno bastante amplio con dos tinglados, uno cerrado donde está el altar principal y el cuarto de Rubén; el segundo, es abierto y con dos altares más. Estacionada una camioneta EcoSport ploteada con imágenes del Gauchito Gil y Rubén, con una leyenda en la luneta: “Mi misión no es cambiar a la gente, sino orar para que Dios transforme sus corazones”
Sentado en un banco, vestido con bombacha de campo, alpargatas y boina roja, Rubén despliega las fotos que lleva en la mano: muestra las distintas personas que pasaron en el santuario durante casi treinta años.
-Le dije al Gaucho, a partir de ahora todo mi tiempo va a ser tuyo, me voy a dedicar a saber lo que eras vos, quién eras. Y he pasado mil quinientas cosas: me vinieron a matar, porque esto da para un gran negocio, es un negocio muy grande el curanderismo.
Cuando tenía 29 años, un video club y una familia, lo agarró la devaluación y se fundió. Asegura que nunca fumó, ni tomó y que llegó a jugar semi profesionalmente al fútbol en Temperley.
-Me agarró un cáncer a los intestinos, gastritis, úlcera.
Fue entonces que un amigo lo llevó una madrugada, envuelto en frazadas, en el asiento de atrás de un Dodge 1500 a Solano; él ya estaba entregado, con muchos dolores y no creía en nadie.
-Me dice: “pahh que estás jodido ¿sabes lo que tenés?”
-Sí, le digo, cáncer
-¿Y por qué viniste?
-Yo no vine, me trajeron, le dije en vez de contestarle bien.
-¿Y sabes que te vas a morir?
-Si, sé que me voy a morir.
-¿Crees en el Gaucho?
-No.
Rubén irradia calma, tiene momentos: se ríe mucho o mira fijo, casi duro. En un instante, el brillo en su mirada vuelve a aparecer, con expresión sincera. Los pliegues de los ojos y su barba recortada a tono dan muestra de aparentar lo que es: un Gauchito sanador.
-Le dije la verdad, no creo.
Me pone en la camilla ese día y me hace una liberación en el momento. Primero siento una angustia grande, y rompo a llorar. Yo era una persona difícil de llorar. De repente se me va eso, en el transcurso de cinco o diez minutos. Él me había puesto la mano acá y se me va durmiendo el cuerpo,
-Me estoy muriendo, le digo
-No, me dice.
-Siento como que se me pararon todos los pelos, yo pensé que era la muerte.
Al día siguiente, volvió a su casa; desayunó un café con leche, lo primero que comía con ganas en mucho tiempo. Se mantuvo firme, pasaron quince días, un mes, un año, y otros.
Rubén dice que sólo aprendió lo bueno. Sus días se convirtieron en barrer, ayudar con el mantenimiento y recibir a la gente que iba a atenderse. Rubén se quedó al lado del curandero que lo había salvado y se hizo devoto fiel del Gauchito Gil.
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Es 8 de octubre de 2016 y Mónica, una mujer elegante y de expresión juvenil, sale de su casa en Glew -partido de Almirante Brown-, con la idea de pedir ayuda a un curandero. Arregla con dos amigas, compañeras de trabajo, para viajar juntas al santuario del Gauchito Gil. Ella no sabe muy bien a dónde va. Es día del Santo, y en esta oportunidad cae sábado. Así, esperanzada, emprende la salida.
Al llegar al santuario, ven que los autos se detienen en la entrada al predio. La gente entra caminando, siempre acompañada. Familias, chicos, adolescentes, viejos, grupos de dos u ocho personas, cada cual a su ritmo. En la entrada hay un altar, del lado de afuera, dejan botellas de vino, cigarrillos, patentes. Entran juntas, y se dirigen al altar principal, donde atiende el Gauchito Rubén.
Llega el turno de Mónica. La puerta está abierta, la voz de Rubén dice adelante y ella se acerca, se pone bien al lado de la pared. Ve a un hombre de mediana altura, con el sombrero de Gaucho parece más, usa bombacha negra y camisa blanca.
Por afuera, es una cabañita roja de madera; por dentro, una habitación con camilla y una estantería-altar llena de estatuillas, donde destaca el Gauchito Gil. En su cuello de yeso, cuelgan rosarios, y al lado, una canasta desbordante de dinero.
–Hola, es la primera vez que vengo –con voz suave y clara-.Vine por una ayuda espiritual.
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El Gauchito Rubén vive en el santuario, en una casa de un piso y con muchas plantas, junto a su mujer –se van a casar después de diez años- y madre de Antonio, el nene que tuvieron hace tres años. Tiene otros hijos, del matrimonio anterior a ser curandero: dos varones y una mujer.
En realidad, el único que sigue sus pasos es el hijo mayor, de cierto parecido a Rubén y ojos celestes. Vive cerca, a una cuadra del santuario y está juntado: le dio 8 nietos. El segundo hijo varón, de 28 años, trabaja y vive con Rubén, además alquila carpas para otros eventos.
Antonio, de piel blanca y sonrisa contagiosa, lo llama Rubén. Sus pequeñas manos llevan una loción con olor a rosas. Corre en forma desarticulada y se mezcla entre la gente. Yamila, la madre, atenta, lo llama a volver donde está ella. Deja el frasco y toma una estampita y otra vez sale corriendo. A veces se detiene: mira a los otros nenes jugar.
La creencia de sus hijos con el Gauchito Gil es cierta. Aunque el padre explica: “Si bien lo hacen, lo hacen por un compromiso para ayudarme a mí, pero no tienen la fe suficiente, yo la fe la tengo porque volví de la muerte”.
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-Ese de ahí, de Gauchito, no tiene nada.
La señora Ida señala con el mentón al Gauchito Rubén. Está sentada junto a una amiga, a la sombra de la amplia carpa, apenas se franquea la entrada. Las dos miran hacia el buffet, que humea y despacha gente con sus porciones.
Ida es devota del Gauchito Gil y asidua asistente al santuario cada 8 de mes. San La Muerte le da miedo, en cambio, dice que su preferida es “la Virgen de Itatí, esa sí, primero ella”. Reniega del Gauchito Rubén por un confuso entredicho entre él y su comadre, y, afirma con su todo cuerpo -corto y macizo- “Así le va a ir. No se hace negocio con el santo”.
La carpa donde se hace la chamameceada está detrás del altar principal, y tiene una entrada para el espectáculo con un valor de 70 pesos. Ida dice: “lo tuvieron que bajar, antes salía 100”; su tonada correntina no se borró pese a los cuarenta años viviendo en Glew, a 15 minutos de Alejandro Korn. Los grupos que se presentan, entre otros, son: Los amigos del Litoral, Los Hijos del Taragui, Benito Chávez.
-El buffet y la santería son el sustento de esto -comentará Rubén en su descanso. Parece tener razón: la gente pulula y termina en alguno de esos dos lugares. Ida y su amiga no van a ninguno, es más, trajeron su propia vianda: mate, galletitas, y sus propias velas para el santo. Las dos miran a su alrededor; según Ida, ellas vienen porque el santuario les queda cerca.
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Antonio Mamerto Gil fue un gaucho correntino desertor del ejército a mediados del siglo XIX, perseguido por las autoridades por varios años, hasta que finalmente lo capturan, y sin mediar justicia, lo asesinan colgándolo cabeza abajo. Días después, fue el propio comisario que ordenó la muerte quien lo entierra, como promesa por sanar a su hijo enfermo. Así nació la leyenda del santo popular Gauchito Gil.
Cada 8 de enero –día de la muerte del Santo- pasan por Corrientes miles de personas: 200 mil se estima en la última fecha; la hectáreas convertidas en santuario que se armó a los fogonazos, ferias de puestos y comercios, baños químicos, rutas cortadas, colectivos de dos pisos en tour espiritual. Mercedes vive por y para el Gaucho, o por lo menos gran parte, y durante el año se preparan para una cosa: recibir a todos, sea como sea.
Trescientos metros antes de la tierra santa correntina, se encuentra el proyecto que Rubén empezó hace tres años: tener un santuario en el propio lugar donde está el Gauchito Gil, o, lo más cerca posible. Retoma las fotos con amagues y muestra el proceso: un predio con la estructura del tinglado; Rubén arriba de un techo trabajando, ya con las paredes levantadas, y el piso listo.
Una de las personas que lo ayudó para poder llegar e instalarse a Corrientes fue Gerardo “Momo” Venegas, secretario general de Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, que murió en junio pasado.
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El ruido del tren y su traqueteo rítmico se mezclan con los sapucay (grito característico del chamamé), las personas siguen esperando turno en el santuario de Alejandro Korn. La fila es oscilante y la circulación desordenada, generalmente se cumplen ciertos pasos: prender una vela, tocar la figura del Gauchito y los santos, pasar por la santería. Es como un kiosco, con una amplia ventana que muestra la abarrotada mercadería.
Una pareja se acomoda en la fila, luego de comprar cintas, velas y botellas de agua “Gauchito Antonio Gil”, él de pelo corto y canoso; ella menuda. La mujer no deja de tocarse la panza. Está embarazada de siete meses.
-Vinimos porque no podía tener –dice el hombre-. Ahora, volvemos pero para agradecerle. Se va a llamar Antonio.
La fila avanza. Los dos se adelantan, entorpecidos por las botellas de agua que cargan.
El agua de tres litros “Gauchito Antonio Gil” son envasadas por Cooperativa Exaltación de la Cruz, llevan estampadas la imagen del Gauchito, como cualquier otro producto detallan la composición e información nutricional, y los códigos de registro. El agua es el primer producto que sale al comercio desde que Rubén junto a un socio la registraron la marca –misma denominación-, hace ya ocho años. Está inscripta en el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial en el rubro cuero, ropa y aguas de manera parcial. Cada botella sale 15 pesos.
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-Está tranquilo, a la tarde se llena más –comenta un ayudante y amigo de Rubén, pelado y de sonrisa amplia. Recorre el predio. Su función es dar una mano con la segunda santería preparada sobre una mesa con caballetes. Es contador, y acompañó a Rubén en varios viajes a Corrientes.
Una pareja de chicos salen del bullicio de la entrada y se dirigen directo al altar de afuera, pintado de celeste, al costado de la cabaña, con los santos en la pared. Dejan las velas prendidas, al lado de vinos y cigarros. Tocan al Gauchito Gil. Tienen 19 y 17 años, están terminando la escuela. “Salud; y que no falte el pan”, se miran cómplices e indecisos, el más grande cuenta que viene porque la madre lo hizo y en la casa se lo adora. Todo es un constante movimiento, aunque parezcan quietos: mueven las manos, los labios, las caras gesticulan. Pasan varios hombres y mujeres vestidos de gauchos, el color rojo predomina y en los chalecos o sombreros una imagen del Gauchito Gil.
Ya es de tarde y Rubén se va a cambiar; en el receso de unas tres horas saludó a gente, comió un sandwich de vacío, recorrió los distintos puntos del santuario, habló con conocidos; tomó unos mates con su mujer y finalmente jugó con Antonio.
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Rubén se considera curandero en representación del Guachito Gil, del cual se declara apasionado, no fanático. Lector de la Biblia en varias oportunidades, intentando entender los misterios, resolvió: “nunca se puede llegar a la conclusión de lo que es la fe”. En la puerta del cuarto donde llegan las personas está escrito: la fe es el camino, solo fracasa el que no lo intenta. Y para poder saberlo él atiende gratis.
Asegura volverse loco de los nervios si pasa más de diez días sin atender. En chiste se considera un sinvergüenza que no trabaja. Aunque al instante retruca que está todo el día para llevar el santuario adelante.
Rubén sale y entra del cuarto, la gente lo reconoce: “¡Gaucho!” y él responde: “¿cómo estas mi viejo?” Con un andar de piernas abiertas, y los ojos pequeños, escucha la última pregunta:
-¿Qué es lo que pide Rubén Alfaro para sí? Todos tienen un agujero por el cual se filtra un miedo.
-Miedo de que vuelva mi enfermedad; porque lo que se fue, puede volver.
Rubén dice que no se ve como alguien bueno, sólo mantiene su vida en un equilibrio de fe y misión por el Gauchito Gil. Así está bien, para que más.
*Esta crónica fue producida en el curso de Especialización en Periodismo Narrativo organizado por Editorial Perfil y la Fundación Tomás Eloy Martínez.