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"Dar vuelta la página" y los años 70

Los usos y abusos de la memoria

La invitación a "dar vuelta la página" a la violencia de los años setenta del presidente Alberto Fernández subraya la importancia de evitar dos extremos: el olvido y el rencor de la memoria herida y pasional.

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Ayer y hoy. Las tropas en las calle imponiendo un gobierno dictatorial y los jóvenes oficiales y suboficiales que se suman a las fuerzas de paz de Naciones Unidas. ¿Cómo manejar el pasado en la política del presente? | cedoc

Luego de señalar que las Fuerzas Armadas se encuentran integradas a la democracia, el presidente Alberto Fernández convocó a “dar vuelta la página” con respecto a los conflictivos años setenta. La oración antecedente es relevante para no desnaturalizar el sentido dado por el contexto en que esas palabras fueron pronunciadas. No obstante, aún cuando además, fueran dichas en medio del fragor de un discurso, también puede señalarse que quizá no hayan sido las más atinadas.

La idea de “dar vuelta la página” tiene connotaciones relativas al olvido y la injusticia. Lo opuesto a la memoria y la Justicia que históricamente reclamaron los organismos de Derechos Humanos. Precisamente los dos postulados que quizá describan mejor sus auténticas demandas, porque el concepto de verdad remite a una mirada algo más distante, más cercana a la disquisición científica que a la actitud militante.

 

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Alberto, a los organismos de DD.HH.: "Que un error mío no nos divida"

 

Como es sabido, algunas representantes de las Abuelas y las Madres comprendieron las palabras del Presidente, otras las rechazaron, Fernández se retractó. Más allá de estas cuestiones, cabe preguntarse cuánto de memoria necesita una sociedad. Dicho así parece un problema meramente cuantitativo pero, como explicaba Karl Marx, hay un punto en el que la acumulación cuantitativa produce un salto en calidad. ¿En qué momento la memoria puede comenzar a saturar la vida pública de una sociedad?

Reescribir. En tal sentido, nos resulta interesante traer a colación lo que meses atrás, en una entrevista con la Agencia Paco Urondo, manifestara el ensayista y ex director de la Biblioteca Nacional Horacio González. El sociólogo afirmó que la historia argentina demanda ser reescrita incluyendo una valoración positiva de la guerrilla de los años setenta. Desde luego, el comentario de González no tiene la densidad de un aporte para una posible discusión historiográfica en regla, pero en tanto se trata de una figura destacada del campo intelectual, su declaración tiene una relevancia para el debate público.

La intervención de González carece de significación historiográfica porque no describe ni por asomo la realidad de una producción bibliográfica que, desde los setenta a la fecha, y entre los trabajos testimoniales, los periodísticos y los académicos, resulta ya prácticamente inabarcable.

En las últimas dos décadas las investigaciones históricas realizadas en sede académica sobre historia argentina reciente no han hecho más que expandirse: son diferentes sus objetos de estudio y variadas sus perspectivas. González las ha caracterizado in toto como “graciosas y finitas”, para reclamar que, en su lugar, pasen a ser “duras y dramáticas”. Se propone así que el ethos sacrificial que antes se reservaba a la figura del militante-guerrero se extienda ahora a la del historiador. Se advierte allí cierta reminiscencia culposa que cruza transversalmente tanto a las religiones del libro como a las seculares. Cabe traer a colación la dialéctica de la dramaturgia shakespeareana: la tragedia y el drama necesitan la compañía de la comedia. Esto, además de saciar la demanda lúdica que requiere la condición humana para no extraviarse en la circunspección, cumple la función de conjurar los fantasmas trágicos que de otro modo resultarían insoportables, en la vida individual y en la colectiva.

El pasado y la grieta. El flanco interesante del comentario de González emerge por el lado del problema de la relación de la política con la memoria, que las recientes palabras del Presidente pusieron en el tapete. ¿Qué política le convendría seguir a Alberto Fernández en la materia?

Ya se ha evidenciado que, durante la campaña electoral, el Frente de Todos optó por soslayar aquellos debates que distraían sobre el eje del drama económico y social del que la Argentina está intentando salir. Pero ya en funciones administrativas, en la medida que necesita dotarse de una política pública en materia de Derechos Humanos, no puede omitir el asunto y está compelido a practicar alguna forma de uso del pasado.

Si bien la política de incentivar la memoria mantiene su vigencia genérica, porque el Frente de Todos ha hecho campaña señalando que en términos políticos se propone cerrar “la grieta”, el espinoso asunto de los años setenta reclama ser abordado con más precaución que otrora. Durante el kirchnerismo la política proactiva en términos de memoria escaló a cierto punto de saturación y repetirla puede representar un escollo si la línea actual apunta verdaderamente a cerrar “la grieta”.

La complejidad de los debates en torno a la guerrilla de los años setenta está dada porque invoca subrepticiamente otros anteriores relativos a las legitimidades políticas, que no son fáciles de resolver. Muchos de los que cuestionan a la guerrilla no diferencian entre su actuación durante el período de proscripción del peronismo (1955-1972) y el período de las administraciones justicialistas (1973-1976), en tanto consideran que esa proscripción era necesaria. Esto remite, a su vez, a un debate conceptual sobre las dimensiones soberanistas y pluralistas de la democracia.

Proscripción y guerrilla. Los peronistas suelen argumentar que su movimiento era democrático por la legitimidad de origen (la voluntad soberana expresada en una mayoría de votos) y los antiperonistas que no lo era por su manejo institucional (el cercenamiento de ciertas libertades políticas e individuales, la ausencia de división de poderes, etc.). Como suele ocurrir, los dos argumentos contienen algo de verdad. Pero viendo la actuación de la Revolución Libertadora la pregunta que muchos se hicieron fue hasta qué punto lo que realmente se quería recuperar era el formato liberal de la democracia y hasta qué punto, en verdad, las clases socialmente dominantes deseaban revertir las conquistas y el proceso de empoderamiento que había protagonizado el movimiento obrero.

Fue la proscripción política del peronismo la base para la extensión del fenómeno guerrillero local. No porque hayan estado ausentes las influencias externas, notorias en el caso de la Revolución Cubana, sino porque no hay ninguna duda de que la relativa masividad de la guerrilla estuvo vinculada a la ilegitimidad política reinante por la exclusión de los derechos cívicos de la mayoría de la población.

El problema de la guerrilla (especialmente de los Montoneros, porque el ERP tenía claramente otros fines) fue que una vez reinstaurada la democracia en 1973, a la que habían contribuido decisivamente a recuperar, no pudieron bajar las armas. Esa es mi opinión ético-política como ciudadano; como historiador, considero que era difícil que tal cosa ocurriera, por razones cuya explicación excede los alcances de este texto.

Las respuestas de los peronistas oficialistas (muchos de los cuales también estaban armados, aunque no todos integraban la Triple A, como a veces se generaliza) fueron controvertidas, porque combinaron el combate legal con el ilegal. Pero ello no puede conducir, como a veces lo hacen franjas de la izquierda intelectual, a banalizar los ataques guerrilleros. Cuando se recuerdan las respuestas represivas del presidente Juan Domingo Perón, también necesitan recordarse las causas: entonces se asaltaban los cuarteles militares.

Cualquiera sea la reflexión que concite el asunto de la guerrilla de los años setenta, se encuentra jurídicamente establecido que no puede igualarse, por más desatinado que pueda considerarse, el accionar de grupos irregulares con un procedimiento terrorista instaurado desde el Estado mismo. Son dos problemas de naturaleza muy diferente, según lo han establecido los juristas.

Desde el punto de vista histórico es claro que los militares no tomaron el poder en 1976 para confrontar a la guerrilla, puesto que ésta se encontraba entonces bastante diezmada y eso ya lo venían haciendo los gobiernos peronistas. El objetivo de los militares, en alianza con sectores de las clases dominantes, fue desmantelar el aparato productivo y el tipo de relaciones laborales heredadas de la época peronista. Este esquema había experimentado cierto desarrollo previo y no pudo ser plenamente desarticulado luego. En suma: se trató de un modelo económico y social que, grosso modo, caracterizó a la Argentina entre 1930 y 1976.

Justicia y garantías. Cualquier pensamiento democrático y civilizatorio que no esconda otros fines, debe partir de la consideración de que a la acción delictiva necesita oponérsele la justicia del derecho y la fuerza que monopoliza el aparato estatal, ejercido por funcionarios democráticamente electos y en el marco de las necesarias garantías institucionales. Invocar la necesidad represiva para terminar justificando actos como los que cometieron los represores de la última dictadura, con cuotas notorias de sadismo, conduce a una actitud aún más bárbara que aquella que se declama querer combatir. Esto sí tiene consecuencias para la construcción democrática del presente y, en este punto, se requiere ser inflexible: los militares que tomaron el poder y lo utilizaron para cometer delitos imprescriptibles deben ser juzgados. Ese acto de Justicia contra los militares que asaltaron el poder en 1976 ya ha sido en buena medida realizado y sienta las bases para cerrar un capítulo y abrir otro. Se lo llame “dar vuelta la página”, o se encuentre una fórmula más feliz, la cultura política argentina necesita avanzar en este plano, para hacer lo propio en otros.

No se trata de intentar prescindir del pasado invocando un utilitarismo vulgar, como lo intentan algunos liberal-conservadores con el objetivo de desactivar las visiones críticas y el anclaje histórico de las subjetividades políticas populares. Tal postura constituye, además, una visión insostenible para todo aquel que, más allá de su ideología, promueva el desarrollo cultural de una sociedad. Nuevamente aparece aquí el problema del quantum. Esa actitud se inscribiría en los abusos de olvido, pero en el otro extremo pueden operar, afirmaba Paul Ricoeur, los casos de abusos de memoria.

Hay signos de madurez en la administración que encabeza Fernández, y reconocer un error (aun cuando, según lo que se ha dicho aquí, es para nosotros más de forma que de fondo) es un síntoma de ello frente a la frecuente actitud de omnipotencia que predomina en la arena política, y que, desde el punto de vista psicoanalítico, encierra un comportamiento típicamente infantil.

En este marco, una política de memoria debe transitar también el camino de la mesura y evitar que al olvido se le oponga un mal menor: la actitud rencorosa que suelen traer aparejadas las memorias que Ricoeur denominó “pasionales” y “heridas”.

*Historiador, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” (UBA-Conicet).