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opinión

¿Qué mirás, ‘Washington Post’? ¡Andá para allá!

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Artículo. La obsesión por la raza. | cedoc

Durante más de una década, mientras viví y trabajé en la capital estadounidense, el Washington Post fue mi diario. Llegaba todas las mañanas a casa y, en especial los fines de semana, era lectura obligada. Domingos francos de brunch en Dupont Circle, con tiempo para leer los reportajes especiales y los suplementos, las notas de opinión y esos artículos que, cada tanto, tenían ese elemento “wow” que ayudaban a entender de verdad lo que pasaba en el país. Con el tiempo, a la distancia, veo que el Post se está haciendo cada vez más woke, cada vez más progre forzado, con notas y notas sobre género y culpa blanca.

Todavía no es el New York Times, por supuesto. El Washington Post sigue siendo un diario de referencia, serio, que se ocupa de comprender y hacer comprender la realidad norteamericana y, a lo sumo, lo que pasa en los países adonde Estados Unidos tiene intereses o pasan cosas que le interesen a su gobierno. El Times, en cambio, siempre buscando ponerle los pantalones al mundo, empaquetarlo y obligar a sus lectores a que lo vean (al mundo) con los colores de sus lentes arrogantes y esnob. 

Por eso me asombró (aunque no del todo) la columna de la académica Erika Denise Edwards que publicó sobre la “falta” de jugadores negros en la Selección argentina de fútbol que viajó a disputar el Mundial en Qatar. ¿Qué estás mirando Washington Post?

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Los países anglosajones tienen una obsesión con la raza, quizás, fogoneada por la culpa de los siglos de imperialismo, colonialismo y negocios con la esclavitud. Un reflejo que se activa ante anécdotas mínimas y que me hizo recordar el episodio de fines del 2020 con el futbolista uruguayo Edinson Cavani, en aquel momento en el Manchester United, quien se “atrevió” a llamar “negrito” a un amigo en las redes sociales. La Federación inglesa de fútbol lo sancionó con una multa de 100 mil libras y una suspensión por tres partidos a causa de ese comentario que los dirigentes ingleses consideraron “insultante, abusivo, impropio y le da mala reputación al fútbol”.

Una sanción impuesta por directivos de un país que facturó miles de millones de libras (a la cotización actual) en el negocio de los esclavos africanos entre 1630 y 1807, y que obviamente no puede entender que el término “negrito”, que para sus antepasados significaba una mercancía que se podía vender en unos 25 mil dólares actuales en las Américas, sea para nosotros un apodo cariñoso y una identidad orgullosa.

Sí es que los blancos en Estados Unidos, y en Gran Bretaña, lograron combinar su supuesta expiación de culpas históricas con reglas para todos que se ajustan a sus propios remordimientos. ¿Que los históricos líderes de los derechos civiles hablaban con el pecho inflado del Negro? (con esa hermosa musicalidad con la que lo pronunciaba el reverendo King). ¿O pusieron de moda alguna vez la frase “Black is Beautiful”? No importa, a los blancos no les gustó y los negros hermosos pasaron a ser los estériles “afroamericanos”.

Reparaciones económicas masivas para los descendientes de esclavos y esclavas no hay, pero terminología inútil y estadísticas que recuerdan que los negros son los más pobres, de eso sí hay. (En Estados Unidos gran parte de las cifras del Censo están separadas por segmentos étnicos y raciales).

En Argentina, en cambio, esa obsesión estadística no existe. Existe sí un fuerte racismo, pero sin la crueldad de la discriminación estadounidense. En la Argentina contemporánea nunca hubo un presidente “cabecita negra”, pero aquí no se linchaba a los negros. Y la policía, en Argentina, le pega extra a cualquier pobre, mientras que en Estados Unidos se ensañan demostradamente y muy seguido con los afroamericanos hasta matarlos mientras piden piedad.

La diferencia fundamental es que Estados Unidos siempre buscó ser un mosaico de razas: todas juntas en un mismo dibujo, pero no mezcladas. En contraste, el famoso crisol de razas, donde las razas se funden en una, se dio en países como el nuestro, adonde ciertos prejuicios fueron menos potentes y todos terminaron encamados con todos (más que nada entre los sectores populares de los trabajadores y las clases medias): descendientes de indígenas con españoles, criollos con italianos, italianos con judíos y árabes, algún que otro gringo perdido y lo que quedaba de la población negra (en especial después de que los varones fueran diezmados en el frente de la Guerra del Paraguay, según la teoría más aceptada), absorbida por los inmigrantes.

De ahí, como acierta la autora del texto del Post, salimos los morochos, que somos producidos en distintas graduaciones, dependiendo de la mezcla. Esto lo sé porque de ahí vengo. Mi abuela materna, una ucraniana blanca como la leche, el abuelo un ruso de Besarabia de bigotes rojos y ojos claros como el hielo. Pero a mi madre, en los hermosos 60, se le ocurrió que estaba bien tener un novio goy, y con él, un hijo. Nunca supe mucho de aquel novio –que era guacho y padre de guacho–, pero mi madre me contaba que su efímera suegra era “una negra mulata, como esas ilustraciones de vendedoras callejeras de empanadas de los tiempos de la colonia que aparecían en los libros de historia”.

Por eso, para mis amigos del centro juvenil judío de los años de adolescencia todavía sigo siendo el Negro, mientras que otros, de otros ambientes, a veces me conocen como el Ruso. Una situación parecida a la de los pibes de la Selección, una segura mezcolanza de orígenes y colores.

Entonces, ¿qué mirás, Washington Post? Andá para allá, a seguir sacando estadísticas de habitantes por raza y origen étnico. Acá, en la Argentina, nos acostumbramos a sobrevivir con una madre patria bella, pero descuidada, que no se ocupa de que te vaya bien, pero que, al menos, nos enseñó a llevarnos más o menos bien con nuestros hermanos. En este país, yo puedo ser el Negro y también el Ruso, sin mayores problemas.

Elijo ser el Negro, porque es lo que soy, un mestizo orgulloso de la mezcla que surgió del drama de la inmigración y del choque de esos recién llegados con los que ya estaban acá (que a su vez vinieron cuando había otros que decían “¡Eh! ¡Nosotros ya estábamos acá de antes!”). Y elijo ser el Ruso, porque, en fin... (como cantan los hinchas de Atlanta) el Ruso te la puso, Washington Post.

Ex corresponsal en Washington e Israel. Escribe sobre temas de Estados Unidos, Medio Oriente y tendencias.