El realismo de lo posible se extiende dentro de las principales fuerzas del sistema político argentino y también en espacios relevantes del mundo cultural y universitario cual un incendio en días ventosos por la pradera. Y el fuego no solo alcanza a los alegres atizadores de esas llamas a las que entendiblemente le otorgan poder vivificador, legitimador del orden que se logra imponer y al que reivindican, sino a quienes portan no necesariamente ideologías, sino experiencias históricas, tradiciones, que de distintos modos confrontan con el orden que se deriva de esta particular aceptación de lo posible.
La pregunta decididamente relevante, entonces, es qué significa ese sentimiento de inevitabilidad que se incorpora en la práctica de distintos sectores que llevan en su mochila la experiencia vivida o relatada de una sociedad relativamente inclusiva como realizable y que la reivindican. Y es relevante porque en la sociedad argentina desde fines del siglo XIX la apuesta por la inclusión social y su progresiva realización es muy significativa en términos materiales y simbólicos. No es algo que pueda ser escondido bajo la alfombra. Porque más allá de conflictos, contradicciones, retrocesos y la actual decadencia, irremediablemente ha dejado marcas fortísimas en las maneras de hacer y de relacionarse con el mundo de amplias franjas de población, en formas organizativas, en instituciones producidas por ese clima que aun deterioradas intervienen sobre la sociedad. Y por ello hay un discurso público que inercialmente continúa diciendo algo de la inclusión y que, a la par que es cierto, pierde credibilidad porque se lo ve desacompasado con los hechos.
Es que la historia de la sociedad argentina es indudablemente una historia de movilidad social ascendente resultado de procesos complejos que comienzan a fines del siglo XIX y que se afianzan con contundencia desde la segunda mitad de los años 40 hasta la primera mitad de los 70 del siglo XX. En esa sociedad los dos grandes partidos podían construir identidades en las que convivieran elementos de la cultura obrera que sostenía como marca fuerte los derechos de los trabajadores, con los derechos al mejoramiento progresivo de las condiciones de vida, que se realizaba en la posibilidad de acceso a otros tipos de trabajos con mayor jerarquía social. Expectativa imaginada como posible, como parte de un proceso intrageneracional, que se realizaba en la próxima generación. Obreros, vendedores ambulantes, pequeños comerciantes de barriadas populares, arrendatarios rurales, empleados de baja categoría, habitaban una sociedad que les permitía soñar con el mejoramiento de sus condiciones de vida. El sistema educativo tempranamente extendido por todo el territorio nacional, gratuito laico y obligatorio, elevaba esas expectativas de mejoramiento a un nivel superior.
Con distintos estilos, con diferentes maneras de procesamiento, el radicalismo y el peronismo, en tanto movimientos político-culturales más que afiliaciones partidarias, incorporaron a sus respectivas identidades elementos de esta cultura. En ambos casos los mitos fundacionales de las dos identidades suponen la incorporación a las luchas democráticas de amplias franjas de población anteriormente relegadas.
Con sus contradicciones, con sus idas y vueltas, esa experiencia histórica generó un sentimiento igualitario, y a la vez de evaluación de los propios agentes sociales como personas hechas a sí mismas, que bien puede ser el humus aglutinador de grupos diversos, tanto como un elemento cultural que favorezca la diferenciación. Sobre esas experiencias se actúa políticamente. Política y culturalmente. Desde distintas visiones del mundo y desde espacios que trascienden el sistema político.
Porque aunque el mundo del presente no prometa ni mucho menos sociedades inclusivas, quienes se identifican con tradiciones que las reivindican como modelos de sociedad a alcanzar, tanto desde espacios de la política como de la cultura, cuentan con ese humus que potencialmente resultaría una contención no menor para imaginar nuevas formas inclusivas. No obstante, hay que reconocer que una forma sublimada en la que aparece la cultura predominante en quienes dicen confrontarla es la aceptación de una manera de pararse frente al mundo que se expresa en la frase de Margaret Thatcher “no hay alternativa”. La idea de que se es parte indudable de algo así como una tradición preocupada por la inclusión de los olvidados, pero que su actualización está limitada por relaciones de fuerza adversas, por los límites de lo posible, forma parte del sentido común de gran parte de las asociaciones políticas de distintos lugares del mundo que pueden ser llamadas de centroizquierda y también las que en Argentina reivindicaban un ciudadano integrado y un mercado de trabajo pleno.
Los diagnósticos que alientan estos comportamientos que en los hechos justifican la existencia de poblaciones desechables probablemente estén fundados en despliegues de datos y en proyecciones objetivas que resultan en toda una definición de lo posible. Definición que omite un aspecto cultural central en los cambios de las sociedades, como es la construcción colectiva de la opinión que cuestiona la definición dada de lo posible.
Rolando García, reconocido científico argentino de prestigio internacional, mítico decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA entre 1957 y 1966 y promotor, entre otros, de la creación de la carrera de Sociología, dictó una conferencia en esa facultad el 12 de mayo de 2006 cuando contaba con 87 años. Allí se permitió afirmar con énfasis: “Frente a quienes consideran que no es posible reconstruir la universidad que este país necesita, mi reacción es, y ha sido siempre, preguntar qué quiere decir ‘posible’. ¿Acaso lo posible es algo que está ya dado, que se busca, se encuentra y se utiliza? Todo proceso profundo de transformación, en cualquier dominio, comienza con la apertura de nuevas vías de acción. En la epistemología constructivista, que constituye mi marco conceptual, llamamos a esto ‘la construcción de nuevos posibles’”. La apuesta por continuar produciendo conocimiento, a la vez que advertir sobre los poderosos condicionamientos para evitar una ciencia subordinada al mercado, y también marcar desde su saber específico que es imprescindible para quebrar lo dado luchar para construir nuevos posibles, es sin lugar a dudas una apuesta vital. Lo que es cierto es que las prácticas de gran parte de su público, aunque quizás no los deseos momentáneos que pueda despertar el seductor conferencista en ese momento, estaban bastante lejos de cuestionar la aceptación de lo dado. Porque irremediablemente, con variaciones, forman parte de un clima dominante, de una cultura de época. Y no hay que esforzarse demasiado para presuponer que el conferencista lo sabe. Sin embargo, se vale de esa situación de reconocimiento para, como se dice coloquialmente, “plantar bandera”. Probablemente sus palabras disonantes produjeron simpatía condescendiente en quienes las escuchaban, en tanto eran portadores de una mirada que, aunque reconoce guiños y expresiones, se percibe en otro lugar cultural, en otro tiempo histórico. Y el entusiasmo sincero de gran parte de ese público no se inhibe, aunque confronte con sus prácticas del presente, porque lo que se escucha es la expresión de algo prestigiado de ese otro tiempo, y porque, al fin, intuyen o creen intuir su improductividad, la imposibilidad política de esos dichos.
Y es entonces que ante ese clima de “así son las cosas”, de resignación bajo la forma de mapeo realista; frente, al fin, a una definición de lo posible construido por otros, hay que incorporar en el sistema de opciones la posibilidad de construir los propios posibles y eso –que no es soplar y hacer botellas– no necesariamente va de la mano de diagnósticos “objetivos” que desconozcan la voluntad y la imaginación humana organizadas. Y es por ello que es pertinente recordar unas palabras que parecen pronunciadas en una asamblea callejera por un estudiante rebelde del Mayo del 68 francés, pero que sin embargo forman parte del párrafo final de la mesurada y radicalmente reflexiva conferencia “La política como profesión” dictada por Max Weber un 28 de enero 1919. Ese día, en Munich, ante una sala repleta de estudiantes, Weber afirmaba: “Es completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible una y otra vez”.
*Sociólogo UBA. Autor de Contra el homo resignatus (Siglo Veintiuno Editores).
La cultura como dimensión central de la vida social
Nicolás Viotti*
Lucas Rubinich trabajó en el cruce entre cultura, sociedad y política cuando la “sociología de la cultura” no era una etiqueta académica y lo hizo asumiendo que la dimensión simbólica es resultado de procesos histórico-políticos de sedimentación en la sociedad argentina. La circulación del Martín Fierro en el siglo XIX, las prácticas de lectura en el mundo popular, la Universidad y el cambio del “clima cultural” en la década de 1990, la sociología argentina durante las décadas de 1960-1970, el individualismo libertario de las primeras décadas del siglo XX o la ideología del capital financiero fueron foco de sus intereses diversos. Las preguntas de fondo, sin embargo, son las mismas: los intelectuales como singulares “bichos sociales”; los cruces entre arte y política; las formas dominantes de ver y hacer el mundo; el individualismo igualitario como una gran paradoja argentina: vehículo de sensibilidades emancipadoras o de formas de restricción de la cultura democrática. Este último, un tema detalladamente analizado en Contra el homo resignatus.
Sensible a las mejores tradiciones de las ciencias sociales, Rubinich es un entusiasta actor de la vida universitaria. Fue varias veces director de la Carrera de Sociología de la UBA y fundó dos revistas: Apuntes de Investigación del CECyP, publicación pionera que a mediados de la década de 1990 inauguró un camino original para pensar la cultura más allá del ensayismo anticientífico y de la aburrida sociología institucionalista y, más recientemente, 7 Ensayos, un espacio que recupera la discusión político-académica en un contexto donde el trabajo intelectual se encuentra cada vez más tecnificado y especializado.
Las ciencias sociales hechas en Argentina durante la vuelta de la democracia estuvieron atravesadas por muchas tensiones del cambio de época. Del compromiso político a la profesionalización, de la universidad integrada a la precarización, de la vocación intelectual amplia a la hiperespecialización. Formado en la Sociología politizada de la década de 1970, en los grupos de estudio durante la dictadura y en centros de excelencia como el Cedes durante la década de 1980, Rubinich es una cadena de transmisión entre viejas y nuevas generaciones de investigadores. Articulador de tradiciones que promueven una reflexión política por el “bien común”, una mirada empírica sobre la cultura como una dimensión central de la vida social y, sobre todo, el principio de que atrás de un pequeño proceso debe haber una gran pregunta.
*Sociólogo (UBA), doctor en Antropología Social (Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro), profesor en grado y posgrado, e investigador del Conicet.