En el centro histórico de Roma hay un café que se llama Perú y que de peruano no tiene nada. Por décadas sus propietarios fueron una familia romana de pura cepa hasta que en el 2012 vendieron la actividad a un grupo de ocho amigos. Unos años más tarde el local pasó a manos de una sociedad china. ¿Un bar tan tradicional vendido a los chinos? “Inconcebible, es el fin de una época”, comentaron indignados algunos medios y numerosos vecinos del barrio: una reacción legítima, aunque no todo es tan apocalíptico como parece.
Plaza. El Caffè Perú se encuentra a pocos metros de algunas de las plazas más bellas de Roma: la turística Navona, y muy cerca, la exclusiva Farnese, pegada a su vez a Campo de’ Fiori, de las tres la que más ha cambiado con el tiempo. Tenía un mercado de fruta-verdura auténticamente romano con personajes y tradiciones dignos del mejor neorrealismo a lo De Sica. Sigue ahí, pero desde hace unos años parece haber sido devorado por el turismo. Las bancarelle o puestos que venden naranjas o tomates son cada día menos y han sido sustituidas por otros llenos de camisetas de fútbol truchas o de horribles delantales de plástico acompañados de cartelitos que prometen, por ejemplo, “tutto per 1 euro”. Más allá de esto, el mercatino de Campo de’ Fiori sigue siendo fascinante así como la plaza, que tiene una interesante particularidad: es la única de todo el centro de la ciudad en la que no hay ni una iglesia.
Abierto en el lejano 1933, el Caffè Perú es uno de los bares más tradicionales del casco histórico romano. Se come bien y simple y logró sobrevivir a la oleada intergaláctica gourmet y foodie, o como se llame, y se respira esa mezcla entre internacional y arraigo barrial compartida por muchos de los bares y restaurantes desparramados a lo largo y lo ancho de la capital italiana.
Con un mostrador lleno de cornetti (medialunas) y tramezzini (sándwich de miga) de todo tipo, el bar nunca pasó de moda: atrae a actores o escritores y estudiantes extranjeros de la movida aristo-freak romana (brillante definición del sitio web Theroman post). Tampoco faltan los obvios y ocasionales turistas a los que hay que añadir una pizca de Vaticano: cada tanto se ve a uno que otro cura de pasada. No es extraño, la Santa Sede está muy cerca. Y sin duda, en 2025 cada vez habrá más sacerdotes dando vueltas por el barrio a raíz del Año Santo en agenda ese año, razón por la que se espera la llegada de un ejército de fieles y turistas. Se habla de una cifra descomunal, 45 millones de personas.
No muy lejos de allí el propietario de una conocida enoteca describe con escéptica sabiduría la actitud con la que los romanos se enfrentan al turismo y al torbellino idiomático: “Hace unos años mis hijos me explicaron que si queríamos tener el local siempre lleno yo tenía que aprender inglés. OK, intenté hacerlo, pero luego se puso de moda el japonés, después aparecieron los chinos y acto seguido los rusos, muchos de los cuales millonarios, que se esfumaron rápidamente a raíz de la guerra. Ahora, con el dólar en alza, hay muchos yanquis, o sea volvió el inglés: la verdad, yo terminé perfeccionando mi italiano. En la vida todo cambia y nada cambia”. Il Gattopardo es siciliano, pero en algunas ocasiones se muda a Roma.
Santas, cortesanas, heroínas. Tomar un cappuccino o una birra y luego salir del Perú para dar un paseo quiere decir entrar en un reticulado de calles, callejuelas y plazoletas. El bar se asoma a una plaza, Santa Caterina della Rota, donde se destaca una vieja y prestigiosa bicicletería. En el centro histórico no quedan muchas, si quedan. “Mi padre abrió en el 1945 después de la guerra. El tiempo pasa, acá estamos y seguiremos estando en nuestro laboratorio de bicis”, comenta con un marcado acento romanesco el último descendiente de la “Bicicletteria Di Bartolomei”.
¿Y quién fue esa mujer conocida en Roma como Santa Caterina della Rota que le da el nombre a la plaza? En el siglo IV, tras convertirse al cristianismo, la bella y erudita joven –cuyo nombre verdadero era Caterina d’Alessandria– fue condenada a muerte por el emperador Maximiano: debía ser triturada por una rueda “dentata”, de allí el origen “della Rota”. Pero surgió un problema: el destino quiso que la mortífera rueda se trabara al tocar su cuerpo. Poco importó, el emperador ordenó rápidamente cambiar la pena capital: un 25 de noviembre Caterina fue decapitada. Leyenda o realidad, lo cierto es que en la Roma del pasado el martirio quedó vinculado a esa fecha, día en el que se acostumbraba hacer el tradicional cambio de ropa frente a la llegada de los primeros fríos. Esta es una ciudad en la que los acontecimientos o las fechas históricas son rápidamente desacralizados y bajados a tierra, a lo concreto de la vida cotidiana.
Las sorpresas que brinda la plaza no terminan aquí ya que en ella se asoma también la iglesia San Girolamodella Carita, en cuya fachada se destacan los escudos episcopales de dos argentinos: el del Papa y el del cardenal diácono del templo, Jorge María Mejía, fallecido en 2014.
Via Monserrato. Sin embargo, el verdadero espectáculo comienza cuando se sale del Caffè y se camina a lo largo de la sinuosa Via Monserrato, una de las calles más elegantes de esta antiquísima zona papal de Roma, paralela a la aún más prestigiosa Via Giulia. Lo que afea el panorama es la serpentina de autos estacionados. Hay vehículos, motos, motorini por aquí y por allá, fruto tanto del desparpajo de los romanos como de la asfixiante falta de espacio de las calles. ¿Y hablando de Vespas, qué queda del tráfico inexistente en el que se deslizaba la elegante pareja Audrey Hepburn-Gregory Peck en Vacaciones romanas, del 1952? Solo eso, una película.
La aristocrática Monserrato está poblada de palazzi e iglesias habitados a lo largo de los siglos por la nobleza –abundan los condes y los marqueses– sin olvidar a los banqueros, además de monseñores y cardenales.
Como en una ciudad con la historia de Roma las caras de la moneda siempre son dos, el de la religión y la Iglesia no es el único pasado que perdura. Son varias, por ejemplo, las cortesanas que han dejado su rastro. Las más famosas se llamaban Tina e Imperia: de las dos, esta última es la más famosa.
Imperia “la Divina” –el nombre lo dice todo– fue una estrella del Renacimiento romano tanto por su belleza como por su poder, que lograba acrecentar gracias a los contactos que mantenía con hombres muy influyentes (intelectuales, aristócratas, prelados): por ejemplo, Agostino Chigi, banquero de papas, además de mecenas de artistas y de literatos.
En 2015 se rodó una película (Imperia, la grande cortigiana) inspirada en la vida de “la Divina” e interpretada por la actriz Manuela Arcuri, sueño erótico –como mínimo– de una generación de italianos.
La vida de muchos de los edificios de Monserrato se mide en centenares de años. En uno de ellos hacia finales del 1400 había una cárcel donde también funcionaba un tribunal: ambos sitios, aterradores, eran conocidos como Corte Savella. Más allá de los reclamos de la religión que pedía respeto por los derechos de los prisioneros la realidad es que a menudo los condenados más desafortunados eran colgados de las barras de sus calabozos.
Via Monserrato y la Corte Savella fueron el telón de fondo de otra espeluznante ejecución. Corría el 11 de septiembre de 1599 cuando Beatrice Cenci fue sacada de esa prisión y arrastrada hasta un patíbulo montado muy cerca, frente al puente de Sant’Angelo, para ser decapitada. ¿Cuál fue su culpa? Haberse defendido de los ultrajes de un padre perteneciente a la nobleza y rechazar un destino marcado por la violencia. Idealizada a raíz de su valentía y juventud, la llamaban la “virgen romana” a los 22 años fue acusada de parricidio junto a sus dos hermanos y decapitada. A la condena asistió una multitud, incluido, según se dice, Caravaggio. Símbolo de la violencia contra las mujeres, con el tiempo Beatrice se fue convirtiendo en un personaje literario: de ella escribieron Shelley, Stendhal, Artaud, Dumas, Moravia y su rostro ilumina un famoso retrato de Guido Reni. En 1999 el municipio de Roma colocó una placa frente al lugar donde se encontraba la cárcel en la que Beatrice es recordada de la siguiente manera: “Víctima ejemplar de una justicia injusta”. Hoy sigue siendo el fantasma más famoso de Roma: dicen que las noches entre el 10 y el 11 de septiembre aparece en el puente de Sant’Angelo.
“Un mar de verduras”. En el número 20 de Via Monserrato, el mismo lugar donde unos siglos antes había vivido Ignacio de Loyola, tuvo su casa romana el poeta andaluz Rafael Alberti, tan antifranquista como universal, quien así describió el centro de Roma: “gatos, grietas, basuras, paños tendidos, artesanos de las más variadas profesiones, el jaleo maravilloso de Campo de’Fiori con su Giordano Bruno como un fúnebre paraguas sobre un mar de verduras, pescados y zapatos”. Durante su larga permanencia romana Alberti se mudó luego a Via Garibaldi 88, en pleno Trastevere, el barrio más emblemático de la ciudad, del que el poeta dio una irreverente aunque genial definición: “es la verdadera capital de Italia”. Quizás lo sigue siendo.
Si lo permitía el tránsito, el autor de “Roma, peligro para caminantes” recibía en sus casas a personalidades como los poetas Ungaretti y Quasimodo, además de Pasolini, Fellini, Gassman el pintor Renato Guttuso y Umberto Mastroianni, escultor y tío del inmenso Marcello.
Alberti había llegado a Italia después de haber transcurrido 24 años de exilio en Argentina, una eternidad. Tras la etapa romana de su destierro, en 1977 regresó a su Andalucía natal, donde murió en 1999.
Perspectiva Borromini. Al caminar a lo largo de la via hay algo en el aire –y todo en la arquitectura– que se remonta a los tiempos del Renacimiento: por ejemplo, la última zapatería del barrio, un artesano (el “señor Fabrizio”) que hace marcos, una tienda que vende afiches de películas y alquila viejos dvd’s. Monserrato es historia y tradición, pero también shopping, atelier, arte moderna y no moderna.
Al cabo del paseo se regresa al Perú, se toma asiento en una mesita y se mira a través de la ventana del local en dirección de la Via Giulia, ocurre lo siguiente: al final de esa mirada se asoma el palazzo Falconieri, del nombre de una familia de banqueros florentinos, quienes a mediados del 1600 encargaron la remodelación de una fachada del palacio a Francesco Borromini, genio del barroco de la época junto a Gian Lorenzo Bernini, su archirrival. De uno de los lados del edificio –hoy día sede de la Academia de Hungría– se destacan dos grandes esculturas con busto que tienen actitud de vigía, cabeza de halcón y senos femeninos, en el que es quizás un original homenaje de Borromini a las bellas descendientes Falconieri.
Pero la obsesión de esta poderosa familia era otra: el palacio debía ser más alto que el cercano Palazzo Farnese. Querían así imponer a través de esa simbólica altura su estatus y clase social frente a la vieja nobleza de la ciudad.
La solución quedó en manos de Borromini, quien logró levantar una escalera en espiral hasta una deslumbrante azotea desde la que, incluso hoy, puede admirarse a toda Roma: 360 grados de panorama sobre la eternidad de esta ciudad. ¿En cuántos sitios del mundo es posible tomar un café sentado en un bar mirando una escalera al cielo fruto del duelo entre dos arquitectos y escultores como Borromini y Bernini? De una u otra manera, Roma sigue siendo maravillosa. Y, como decía Alberti, un maravilloso jaleo.
*Periodista.