El propósito del presente documento es doble. Por un lado, procura analizar los dilemas políticos que, en especial en el campo de la política económica, tuvo y tiene que enfrentar el nuevo gobierno a su llegada. Por otro lado, intenta vincular la actual gestión gubernamental con una perspectiva de largo plazo, ligando conceptualmente las opciones de hoy con los dilemas político-económicos de largo plazo. Se trata, entonces, de un documento de análisis eminentemente político en el que son abordadas grandes cuestiones de economía política que caracterizan a la Argentina. En especial, procura desentrañar la relación entre los problemas de corto plazo y las respuestas a esos problemas, y la creación de capacidades de Argentina de enderezar su trayectoria futura por un camino de prosperidad e inclusión.
Al día de inicio del nuevo gobierno, la situación del país era sumamente curiosa. Y todavía lo sigue siendo. Por un lado, en términos económicos y sociales se trataba, y se trata, de una situación calamitosa por donde se la mire.
Por otro, una sociedad que en términos colectivos no era ni es del todo consciente de esa situación. Como una familia que habitara –no muy confortablemente, por cierto– en una vivienda, sin saber que la misma está sujeta a un juicio de desalojo, tiene problemas estructurales y está localizada en un barrio inundable. El nuevo elenco gubernamental desembarcaba, así, en una playa muy diferente a la que correspondió al elenco del menemismo, dominado por la hiperinflación, o al elenco kirchnerista, que tuvo que lidiar con un escenario presidido por una atroz depresión económica y el drama del desempleo de un cuarto de la población económicamente activa. En estos últimos casos, una crisis abierta y brutal estaba instalada y la sociedad era agudamente consciente de la misma.
La razón de esta diferencia entre aquellos pasados recientes y este presente es simple: el gobierno saliente hizo cuanto pudo, a cualquier costo a futuro, para evitar que los desequilibrios que había autogenerado una gestión incompetente estallaran en sus manos: un marcado desajuste de precios relativos (atraso cambiario y de tarifas públicas), la transformación de los superávits gemelos en fuertes déficits (en el caso fiscal a pesar de una presión tributaria récord y en el externo de condiciones inéditamente favorables en casi un siglo), el agotamiento de reservas y la reaparición del estrangulamiento externo en un contexto de ausencia de crédito voluntario y de la vuelta al financiamiento monetario de los desequilibrios. Esta manera de comportarse en el corto plazo no solamente profundizó esos desequilibrios sino que los conjugó como una bomba de tiempo que resultaba imperioso desarmar. Pero precisamente por ese intento de barrer debajo de la alfombra es un hecho que la crisis no había estallado a la hora del desembarco de Cambiemos, y para la gran mayoría de la población sus efectos potenciales eran, en todo caso, una cuestión todavía abstracta.
Así las cosas, no es un mérito menor que el Gobierno haya conseguido desmontar siquiera parcialmente el mecanismo de relojería que dejó la gestión saliente (una excelente largada: el levantamiento del cepo y la flotación cambiaria se concretaron sin corridas ni otros descalabros). Pero este atípico y extraño comienzo –una situación potencialmente crítica que no es bien percibida como tal por la sociedad – planteaba, y plantea, complejos problemas de acción política, política económica y comunicación política. Los problemas de comunicación se hacen patentes en algunas vacilaciones del propio Gobierno y en la perplejidad que generan en muchos observadores estas vacilaciones.
En ningún plano es este desacople entre realidad y percepciones más patente que en el problema inflacionario.
En ausencia de todo programa consistente y en un marco de ostensible desborde fiscal y monetario, la administración saliente apeló en los últimos meses al atraso cambiario (y tarifario) como única “ancla” del nivel de precios. En tales condiciones, la tasa de inflación estaba, en verdad, reprimida y era inevitable que todo intento de corrección de precios relativos fuera inicialmente a traducirse en una tendencia al alza de la inflación, desde sus ya muy elevados registros precios. Tal como recién se dijo, pese a estos riesgos evidentes, el experimento inicial de salida del cepo fue razonablemente exitoso y se está muy lejos de un desborde inflacionario: pese a que la devaluación nominal fue muy superior a la observada a inicios de 2014, los registros inflacionarios fueron hasta ahora inferiores a los de aquel momento y es posible que comiencen a mostrar una trayectoria declinante ya sin mayores restricciones cambiarias, aunque lógicamente hay por delante un largo camino por andar y la dinámica inflacionaria de los próximos meses tendrá que reflejar todavía los impactos de las alzas tarifarias y las negociaciones paritarias por venir, estas últimas de desenlace, por el momento, abierto.
Sin embargo, no parece ser ésta la percepción dominante a nivel de los medios y de la opinión pública. Muy por el contrario, motivada por una legítima preocupación social por los estragos del alza de precios en los ingresos, se discute sobre el fenómeno como si éste no estuviese enraizado en las inconsistencias de la dinámica macroeconómica previa sino como si obedeciese exclusivamente a las decisiones de política de la administración entrante. En muchos casos, en lugar de responder con un diagnóstico preciso sobre los orígenes y las consecuencias de la situación, el nuevo gobierno titubea y parece mostrarse a la “defensiva”, como si no quisiera defraudar con un diagnóstico sombrío la amplia expectativa social favorable que ha logrado movilizar en sus primeros dos meses de gestión.
En efecto, con el triunfo electoral de Cambiemos se condensaron expectativas favorables hacia la nueva administración. No solamente por parte de la mitad del país que en la segunda vuelta votó por Macri-Michetti, con una mezcla de simpatía por las promesas y hartazgo con el kirchnerismo, sino también –como suele ocurrir tras las elecciones– por una parte de la otra mitad del país, que resolvió ver con buenos ojos y cierto optimismo el cambio (y no creyó en la retórica kirchnerista sobre las siete plagas en caso de que Macri asumiera el gobierno).
Desde el punto de vista de las nuevas autoridades, estas expectativas podían considerarse un buen combustible para la difícil tarea por delante; ¿por qué, entonces, pinchar el globo, desinflar la ilusión de tantos argentinos de que el simple cambio de elencos, de por sí, permitiría resolver los problemas potenciales sin sobresaltos, e iba a conllevar, a poco de andar, una mejora perceptible y sostenida de sus condiciones de vida? Como se sabe, la sociedad argentina es volátil y muy demandante; ¿no era mejor, entonces, surfear en la ola de optimismo, pero surfear para gobernar, claro, para salir del peligro y producir resultados? Acelerar una desilusión, por el contrario, podría alimentar adversarios de monta: a un peronismo cuya unificación continúa siendo bastante incierta, pero que, al compás de lo que parece un derrumbe irreversible, y más rápido que lo previsto, del FpV, vuelve, una vez más, a recuperarse a sí mismo y a presentarse como una opción atractiva de cara a las elecciones de término medio, que están a la vuelta de la esquina (fines del año que viene) y que son un test crucial para el Gobierno.
Esta opción parece ser, de hecho, la que ha seguido el presidente Macri hasta ahora. Hay buenos motivos para ello y se condice con dos rasgos relevantes de la gestión. Primero, el Gobierno gobierna: Macri no se presenta como un presidente anodino sino que en dos meses ha tomado muchas iniciativas y, más allá de cierto desorden o de la calidad desigual de las medidas, aparece como un presidente empeñado en comandar la administración pública y en llevar a cabo un conjunto de cambios; todo lo cual, atendiendo al desapego por la gestión del que se viene en estos años, dista de ser insignificante. Segundo, estos cambios, especialmente en el terreno del reequilibrio fiscal y de la desaceleración inflacionaria, están presididos por un sentido de gradualismo: no se trata del ritmo vertiginoso de las reformas menemistas, ni tampoco del abrazo a un programa de transformaciones estructurales inherente a una presunta revolución conservadora. Si este diagnóstico político es correcto, el Gobierno cuenta con margen de acción para hacer lo que hace, y no precisa ensancharlo con invocaciones a los tiempos duros, a la travesía de los desiertos, a los sacrificios o a amarguras de hoy con la promesa de dorados futuros mañana.
Claro, esta opción comportaba, y comporta, tres riesgos: primero, si falla, es decir, si en el camino se produce un sacudón importante (como podría ser, por caso, una amenaza de descontrol inflacionario), al Gobierno se le acaba la cuerda –agota muy pronto su capital político; ya nadie se va a acordar tanto del problemático legado kirchnerista y el Gobierno será culpado–. Naturalmente, esto no supone un colapso político-institucional, pero sí podría suponer otra vez una buena oportunidad perdida. No obstante también la otra opción, la de enfatizar las calamidades presentes, abrazar un programa intenso de reformas y apelar al dramatismo social, está llena de riesgos (en todo caso, se trata siempre de una dosificación delicada: en teoría, se puede enfatizar la pesada herencia sin necesidad de abandonar el gradualismo o, en todo caso, adoptando un gradualismo selectivo).
Segundo, el Gobierno carece de una narrativa clara. Es fácil decir que al actual gobierno le falta un relato, una visión, que le confiera sentido a su gestión y a los cambios. No es tan fácil decir cuál debería ser esta narrativa. ¿Habría acaso alguna que podría ser acompañada por la abigarrada base socioelectoral de Cambiemos y del Gobierno? ¿Qué tal si el Gobierno expresara que su visión de largo plazo consiste en la construcción de un capitalismo serio y próspero para la Argentina? La cultura argentina tiene trazos anticapitalistas que no son despreciables; no es claro que una visión centrada en un futuro de modernización capitalista no vaya a dejar a muchos indiferentes y a otros, disconformes. Quizás no sea el caso para recurrir al mesianismo o a las místicas de futuro.
Tercero, la “normalidad” de la situación puede tal vez no dificultar que el Gobierno tome medidas necesarias, pero empujarlo asimismo a adoptar medidas de sesgo opuesto al deseado u obligarlo a pagar un precio político elevado por no adoptarlas (la baja de las retenciones a la minería, carente de justificación económica, social y ambiental, pero probablemente no política, o la negativa a considerar una discusión seria del impuesto a las ganancias de las personas físicas, que introduzca racionalidad a los mínimos imponibles y a las escalas pero que restituya la legitimidad social de su cobro en una sociedad fragmentada y cada vez más desigual en donde, paradójicamente, los asalariados formales forman una minoría relativamente privilegiada, son buenos ejemplos).
Este curso de política económica nos lleva directamente a problemas de gobierno, de gobierno de la economía y de la gobernabilidad de la que no puede separarse. Descartados otros caminos posibles, e identificados algunos problemas de éste, ¿cuál es el panorama económico con el que tiene que habérselas el Gobierno y cómo se relaciona con sus opciones y sus necesidades políticas? Salta a la vista aquello que una mirada somera podría caracterizar como una brecha entre el gradualismo selectivo como modo de salir del atolladero heredado y los tiempos económico-sociales y políticos. El gradualismo evita el impacto brutal de los shocks, pero tiene costos aparejados. Por ejemplo, si en algún campo el gradualismo se pone de manifiesto, éstos son –como se dijo– el fiscal y el inflacionario. En el frente fiscal la propuesta del Gobierno apunta a llegar al equilibrio en cuatro años. Ese sería el plazo de convergencia con una inflación de un dígito. La elección tiene sentido desde el punto de vista económico: como consecuencia del racionamiento crediticio a que nos condenó el enfoque populista de confrontación con los mercados financieros internacionales en el marco de la disputa con los holdouts la economía argentina experimentó un forzoso e inconducente sobreajuste y exhibe en la actualidad niveles de apalancamiento externo innecesariamente bajos que le permiten recurrir moderadamente al endeudamiento externo para suavizar la corrección del desequilibrio fiscal al tiempo que se reduce el recurso a su financiamiento monetario. Además, como se puso de manifiesto recientemente en la crisis de las economías desarrolladas, un ajuste de shock puede ser fuertemente recesivo, conspirando contra la corrección del desequilibrio fiscal y, además, en condiciones de inflación inercial puede tener resultados magros en materia antiinflacionaria. Además, e igualmente importante, supone evitar costos mayores.
No obstante, para evitarlos, asume otros costos que deberán ser procesados en el terreno social y el político (político partidario y electoral). Al mismo tiempo, no es claro que se hayan despejado los problemas de atraso cambiario y de balance de pagos heredados del gobierno anterior. Por su reducido espacio de políticas, la baja credibilidad heredada de su política monetaria y el elevado traslado a precios de la modificación del tipo de cambio nominal, la Argentina es de los países que menos pudo devaluar contra el dólar en términos reales (mientras que Brasil, como habitualmente en estos casos, llevó a cabo una devaluación muy fuerte, su economía política lo hace posible; no es tan claro que la nuestra también). Al mismo tiempo que se evitó –contra la percepción pública– una devaluación “brutal” (impidiendo así masacrar el consumo y el nivel de vida), se mantuvieron restricciones comerciales, porque eliminarlas haría trizas sectores industriales y empleo (otra vez, contra toda percepción pública, sensibilizada por los “despidos masivos” y las quiebras).
En otros términos, son previsibles tanto un cierto retraso cambiario (en condiciones de muy elevado déficit fiscal, la absorción de pesos que se verá obligado a hacer el BCRA deberá lidiar presumiblemente con tasas de interés superiores a la expectativa de devaluación) como menores límites a los precios. Aunque la reconstrucción de la credibilidad y del espacio de políticas pueda más adelante resolverlo, vuelve en lo inmediato un viejo interrogante: ¿cómo evitar un nuevo atraso cambiario sin presionar al alza precios y salarios?
En lo inmediato, el esquema se enfrenta a un primer test, cuyos resultados no son fáciles de prever: las negociaciones salariales correspondientes a 2016. Dadas las cosas, cabe esperar que el intervencionismo estatal sea fuerte en ellas. El desafío más inmediato es evitar que el traslado (pass through) de la devaluación a los precios desate una segunda ronda de aumentos en espiral de salarios, precios y tipo de cambio.
El Gobierno tendrá que compensar con recursos políticos su escaso margen económico. A mediano plazo, lo que puede ampliar este sendero tan estrecho es un nivel importante de inversiones que mejoren la rentabilidad exportadora o desarrollen capacidad exportadora. Pero el nivel de inversiones está, en sí mismo, condicionado por la factibilidad de fijar los incentivos adecuados para las mismas.
En suma, un Estado desmantelado deberá ser el instrumento del Gobierno para conducir una economía política tan complicada. Todo esto ha de tener lugar en el contexto de un doble condicionamiento político: el coalicional y el electoral. Ambos condicionamientos definirán a su vez las restricciones o las oportunidades del Gobierno en el juego con la oposición, en especial con la suerte del o de los peronismos que se apartan, o le fijan límites, a la confrontación a todo o nada que intenta plantear el kirchnerismo.
Siendo así, se puede conjeturar una relación general entre la racionalidad política y la racionalidad económica, presidiendo los pasos del oficialismo: la lógica política del corto plazo económico consiste en una disposición a absorber ciertos desequilibrios, lo que equivale a tomar riesgos, en un contexto, sin embargo, de fragilidad de las variables que pautan dichos desequilibrios. De hecho, en parte así lo está siendo. Un ejemplo podemos encontrarlo en la política fiscal. La mayoría de las medidas implementadas o anunciadas, como la disminución de retenciones, el aumento del mínimo no imponible, de la AUH y de las jubilaciones, eventuales rebajas del IVA para bienes de primera necesidad, son necesarias, sin duda, pero no en términos del equilibrio macroeconómico buscado, ni todas ellas orientadas a proteger a los sectores más desfavorecidos.
Complementariamente, el Gobierno dosifica el recorte de subsidios, quizás la principal herramienta fiscal a la mano, pero políticamente costosa. Esta persistencia de desequilibrios, o la lentitud en dar cuenta de ellos, no es un resultado de una visión economicista de los problemas, sino más bien de una comprensión de los condicionantes políticos, pero no pueden desconocerse los riesgos que conlleva.
A la vez, en teoría la política antiinflacionaria necesitaría un acuerdo social y político que comprometa a empresarios y sindicalistas en el combate a la inflación, una política de ingresos bajo la batuta oficial.
En la práctica esto será muy difícil de alcanzar, no sólo debido a que los sindicatos no tienen hoy por hoy muchos incentivos para sólidos acuerdos de largo plazo (en realidad casi inexistentes en la tradición sindical argentina; la concertación del Plan Gelbard es una excepción) sino también a que un sector del oficialismo parece haberlo rechazado expresamente en la convicción de que su implementación podría imprimirle inercia a la dinámica inflacionaria y restar efectividad a anuncios creíbles de parte de la política monetaria. La existencia, en contrapartida, de acuerdos fragmentarios y poco firmes, sujetos a renegociaciones frecuentes (como un eventual desdoblamiento de las paritarias), puede resultar en un apuntalamiento muy relativo de la estabilidad macroeconómica.
La reconstrucción del Estado también es indispensable, no apenas considerando el largo plazo sino por los impactos severamente negativos de la desarticulación estatal también en el corto (el Indec y sus desafortunados avatares de estos días, que resultaron en insólitos zigzagueos en la estrategia de reconstrucción estadística y en el arbitrario y muy inexplicado desplazamiento de la funcionaria emblema de la resistencia al oscurantismo y la manipulación de las cifras oficiales, es el epítome actual de la destrucción estatal y sus consecuencias). Pero requiere también dinero, recursos fiscales. A la larga podrá significar usar más y mejor los dineros públicos, pero a la corta la tarea de reconstrucción no es fiscalmente neutra. Y, qué duda cabe, esperar que se concrete en cuatro años sería poco realista.
Con suerte, si el Gobierno consigue evitar un desmadre en las negociaciones paritarias y alcanza una solución aceptable del conflito con los holdouts que brinde respiro en el frente externo y fiscal, hacia el último trimestre del año en curso la situación económica debería comenzar a mejorar. Un 2017 tolerablemente bueno será fundamental para que el Gobierno enfrente con éxito, aunque sea moderado, las elecciones de medio término datadas para fines de ese año, y que como dijimos no puede darse el lujo de perder. Si el Gobierno no las perdiera, a manos, cabe suponer, de un peronismo recuperado y de un kirchnerismo remanente, el comportamiento de las variables económicas puede conjeturarse que se estabilizará considerablemente. Si la recuperación del peronismo se concretara claramente dentro de dos años, aun sin vencer a Cambiemos, y sobre la base de dejar al kirchnerismo como fuerza apenas residual, esto será seguramente una buena noticia para el sistema democrático y para la competencia política en el largo plazo. Pero deberíamos esperar un período de mayor volatilidad político-económica hasta las elecciones presidenciales. En términos aun más amplios, el país, y su economía, deberán asimilar la presencia, como actor de primer orden, de un peronismo reconstruido.
Pero ¿cómo evitar que luego de unos años más confortables se reproduzca el ciclo de euforia y depresión propio de todas nuestras recuperaciones? Habrá, lamentablemente, incentivos a favor de eso: las propias elecciones presidenciales y en general las lógicas de la competencia partidaria, las expectativas y las demandas de reparación, la conocida volatilidad de nuestra opinión pública, pueden poner en tensión a una economía y a un Estado apenas restaurados y que estarán lejos de contar con las condiciones favorables para brindar una respuesta sostenible a esos desafíos. Un nuevo ciclo cortoplacista podría imperar. Lo importante aquí es que el planteo de estos problemas puede condicionar también las decisiones en el corto plazo, e incidir en las decisiones y opciones de hoy. Una vez más, en el terreno de la política, no solamente de la economía.
Para empezar, si queremos llegar a esas circunstancias muy verosímiles del modo más favorable que nos permita tomar el camino correcto, tendríamos que tener en cuenta ya mismo varias cosas. El Gobierno puede ser capaz de hacer un esfuerzo efectivo para contribuir en la redefinición de los términos del debate público, y en la elevación de la calidad del mismo. De tal modo que organizaciones de la sociedad civil de todo tipo, y políticos, periodistas, intelectuales, etc., se sientan más impulsados a participar, incluso criticando, no importa, los puntos de vista del Gobierno. Es importante aclarar que no se trata de batallas culturales ni de la contraposición de relatos ni de Argentinas en pugna ni nada de eso. No se trata de discusiones que dividan sino que puedan configurar masas críticas, no necesariamente las mismas para todas las cuestiones, transversales en muchos casos a las líneas de división u oposición preexistentes, que nos permitan ponernos manos a la obra.
Comencemos: lo que nos debemos los argentinos es ni más ni menos que una estrategia de desarrollo sostenido e inclusivo debatida entre todos los actores, con eje en una inserción internacional acorde a nuestros intereses y nuestras ventajas comparadas iniciales y en una transformación productiva basada en la ampliación y mejora de nuestra infraestructura, la acumulación de capital físico y humano, el impulso a la innovación y la progresiva diversificación de nuestra economía. Sin esa estrategia, que haga de los aumentos de productividad la base de nuestra competitividad, no habrá empleo de calidad, crecimiento ni equidad distributiva sostenibles. Esta estrategia no se parece en nada a los tradicionales “proyectos nacionales”, en los que algunas manos preclaras dibujan una nación futura y luego se espera que todo el mundo haga caso. Esa forma de actuar es garantía del fracaso. De lo que se trata es de definir un marco amplio, de iniciativas hipotéticamente convergentes, cuyo abanico temático se extienda desde la energía eólica a la educación por el trabajo, desde el desarrollo de clusters de innovación con fuerte implantación local a cambios en el vínculo entre representantes y representados, y un largo etcétera. No se trata de unificar nada sino de discutir todo. Y de cuestionarse, eso sí, la viabilidad política, social, material (cosa que por lo general los PN ignoran) de las propuestas e iniciativas.
La sociedad argentina no está dividida, no hay una “grieta” que la atraviese; la “grieta” afecta a un cuantitativamente reducido campo de intelectuales, artistas, “formadores de opinión”, con gran influencia, sí, pero cuyo poder no es tanto como para reproducir sus divisiones en el resto de la sociedad. De lo que se trata es del surgimiento de sujetos sociales, muchos de los cuales existen ya, capaces de protagonizar un proceso de grandes transformaciones hacia esa Argentina más próspera y más inclusiva. Y esta tarea hay que comenzarla ya mismo. El Gobierno, o mejor dicho los gobiernos, tienen un papel primordial, aunque no exclusivo, en la misma, por la sencilla razón de que son titulares, siempre provisorios, del Estado.
En este terreno, también, habrá tensiones que superar entre requisitos de gobernabilidad de corto plazo, descarnados y hasta lúgubres por veces, y la atención y la creación de iniciativas de largo plazo dotadas con los incentivos enderezados al desarrollo y la inclusión. Un ejemplo ilustrativo se refiere a las condiciones adversas para la generación de empleo. Tanto de las capacidades de la población para el trabajo en el siglo XXI como de las condiciones de nuestras empresas para crear más y mejores empleos formales. Este es un desafío para la dirigencia argentina porque la gobernabilidad del sistema político está en contradicción con la gestión de políticas de desarrollo económico y con el crecimiento del empleo formal. Esa contradicción se debe a que el Poder Ejecutivo necesita al Congreso y, particularmente, al Senado para asegurar la gobernabilidad del país. Y el camino del Senado es el de los gobernadores provinciales urgidos por necesidades económicas y, primariamente, por pagar los sueldos de los empleados de provincias y municipios. Así, en el mejor de los casos, los sistemas provinciales que proveen servicios para el desarrollo económico –cuando existen– son débiles en recursos económicos, humanos e institucionales y no están a la altura de la competencia internacional a la que están sometidas nuestras empresas, que compiten contra empresas de muchos otros países cuyas autoridades locales están menos interesadas en el empleo público y más interesadas en el desarrollo económico, porque ese desarrollo aporta ganancias fiscales directas a sus entidades subnacionales.
La solución definitiva para que el interés de los gobernadores se deje de concentrar en el empleo público y pase a concentrarse en el desarrollo de sus provincias radica en un cambio en las reglas de juego de la coparticipación federal que genere premios al resultado de la gestión local en materia de desarrollo y empleo. Pero en la Argentina, y máxime para un gobierno sin mayorías en el Congreso, eso es imposible, más difícil aun que cambiar la Constitución Nacional. Sin embargo se puede proponer otra solución que no requiere ningún trámite parlamentario: como parte del paquete de negociación que facilite la gobernabilidad en el Congreso Nacional, establecer “pactos productivos provinciales” que otorguen recursos y habiliten la construcción de instituciones provinciales especializadas en la provisión de servicios para el desarrollo y el empleo. Se puede reordenar el sistema de incentivos por vía contractual provincia por provincia, en la medida de su interés de aceptar el desafío. Esto, huelga decirlo, conlleva la movilización de recursos fiscales escasos, precisamente, en parte, los destinados a dar cuenta de la cara federal de la gobernabilidad.
Pero la conexión entre las dificultades y los peligros de corto plazo y los desafíos y la agenda de largo plazo se extiende a otras áreas, no más importantes pero sí de mayor premura. Vamos a ello. A los argentinos el ocasionalismo nos ha hecho mal; esa creencia de que justo a nosotros, a nuestra generación, a nuestros días, nos toca la gran oportunidad de revertir la larga serie temporal de infortunios argentinos es más bien ingenua y peligrosa. El espíritu de este documento del Club Político Argentino ciertamente no es ése. Pero el análisis responsable nos obliga a identificar no solamente las ocasiones perdidas en el pasado para el país (la que malogró el kirchnerismo ha sido ilustrada con gracia lacerante como chocar la calesita), sino también las oportunidades actuales para no caer en los mismos errores. En ese sentido, las difíciles circunstancias presentes tal vez nos hayan colocado en un camino en el que podríamos hacer de la necesidad virtud.
Rompiendo con la más típica economía política de nuestras políticas económicas: los ciclos de ilusión y desencanto. Esta vez, las condiciones del contexto internacional impiden que salgamos disparados creciendo como a inicios de la era K, si bien ofrecen –pese al endurecimiento de las condiciones financieras externas de los últimos meses– potencialmente un avieso atajo: reeditar un ciclo de endeudamiento estilo noventista. Pero evitar la reedición de un ciclo de endeudamiento insostenible requerirá de la astucia que tuvo Ulises para hacerse atar al palo mayor de su navío y evitar arrastrarlo a la perdición cuando las sirenas lo sedujeran. Disponer de la fortaleza para negarse a sucumbir a las tentaciones a la hora en que éstas sean más fuertes, sea porque nuestra volátil sociedad encuentra más glamour en el crecimiento insustentable de corto plazo, sea porque hay que asegurarse de ganar unas elecciones, sea porque resulte exasperante soportar por algunos años la imputación de “mediocridad” dedicada a un gobierno que quiera preparar cuidadosamente los puntales de cada uno de sus pasos.
¿Cómo se abona, hoy, el terreno para que sea más factible mantener un curso de crecimiento sustentable aunque sus tiempos sean más largos? Si eso ha de ocurrir, seguramente ocurrirá por caminos imposibles de imaginar ahora. Este documento no se propone diseñar una hoja de ruta. Procura, en cambio, identificar algunas de las condiciones positivas.
En primer lugar, la discusión pública de estos problemas. En las sociedades contemporáneas la brecha existente entre la complejidad de las cuestiones públicas y el conocimiento público de esas cuestiones es inconmensurable. Si muchas veces esto amplía el margen de acción de los dirigentes políticos, por lo general esta ampliación tiene lugar al precio de tornar más rudimentarias y cortoplacistas las respuestas gubernamentales. Tematizar los dilemas económicos y políticos en los que como sociedad nos encontramos debería ampliar el margen de acción pero no ya para respuestas simplistas sino para profundizar el respaldo social a medidas de largo plazo no facilistas. Para ilustrarlo con un ejemplo, no es lo mismo que la constitución de un “fondo anticíclico” (algo que el presidente Kirchner rechazó de plano en 2006 pese a su supuesta inclinación en favor de los equilibrios presupuestarios) sea una cuestión técnica o esté enraizada en actores sociales. Uno de los dramas de la Argentina moderna es la ausencia de instituciones capaces de canalizar el ahorro público de largo plazo: cuando llega el momento, todas las “cajas” se fagocitan con fines cortoplacistas y, en consecuencia, a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades –donde la constitución de fondos contracíclicos o, incluso, intergeneracionales es la norma– ninguna administración puede ahorrar exhibiendo públicamente los recursos.
En segundo lugar, no parece imaginable que la Argentina tome en el futuro decisiones correctas que confieran sustentabilidad al crecimiento económico y a las políticas públicas sin una reestructuración significativa del sistema de representación. El sistema de partidos debería hacer posible un juego de competencia y cooperación simultáneas, y expresar tanto las demandas y las expectativas sociales como proporcionar las condiciones para la tarea de gobierno. Nuestro actual sistema de partidos no es tal, y está muy lejos de dar cuenta de esos desempeños con la altura debida. Es verdad que hay algo nuevo bajo el sol: no importa si el PRO se considera de derecha, de centroderecha, de centro o ninguna de esas cosas; lo cierto es que algunos de los valores e ideas que alienta han encontrado quizás por primera vez una encarnadura partidaria que nos promete un clivaje político menos afín a las pujas facciosas, y a la excarbación de las disputas intestinas y más proclive a la competencia reglada y a la cooperación que podrían contribuir a encarrilar a la Argentina en ese sendero de mayor dinamismo económico y mayor inclusión, conjugando las condiciones capitalistas de la prosperidad, las condiciones republicanas de la libertad y las condiciones democráticas de la igualdad. Otra novedad, aunque apenas en ciernes, se nos presenta en el lado opuesto del clivaje esbozado. Los 12 años kirchneristas son un ciclo que tendrá probablemente un impacto profundo sobre el peronismo: es posible que la nueva renovación del mismo ofrezca un perfil menos populista y más centrado en las nuevas demandas de la sociedad y sus valoraciones en torno a las instituciones, los derechos y deberes republicanos y el crecimiento económico.
Si así fuera, y si el peronismo renovado se convirtiera en el principal competidor político de la alianza actualmente gobernante, entonces la competencia político-partidaria tendería a converger hacia un campo de construcción de consensos institucionales y políticos, y aunque no por eso sería menos dura, crearía condiciones más favorables para la cooperación. En ese caso, podría tener vigencia la acción cooperativa de dejar afuera de la competencia política tanto un conjunto de políticas públicas como las formas de enfrentar los dilemas inherentes al manejo de largo plazo de la política económica (en la Argentina, el término “política de Estado” se ha desgastado antes de que tuviéramos alguna).
En suma, las dos cuestiones señaladas suponen tareas políticas en el presente, porque de lo que hagamos en el presente dependerán mucho las opciones disponibles a futuro.
Pero volvamos a la introducción del modo de crecimiento y sus debates. Si se hace una comparación con la década de 2000, saltan a la vista las amenazas derivadas de un ya no tan nuevo contexto internacional que parece encaminarse a ser de largo aliento: la imposibilidad de crecer con subvaluación cambiaria y precios internacionales de bonanza. Agotado el “subsidio internacional” queda el lento y trabajoso camino de las mejoras de productividad como fuente de la competitividad (sin mucho espacio para un impulso inicial por costos bajos ya que no ha habido una crisis que sincerase por completo la situación y hay oportunidades que ya se desaprovecharon en la década “no tan ganada”). De allí que los riesgos de intentar reproducir una “tentadora” estrategia de crecimiento jalonado por el endeudamiento con atraso cambiario no serán menores. Desde luego, como ya se dijo, el bajo nivel de apalancamiento del que partimos permite recomponer niveles de deuda más altos para financiar temporariamente la reducción del desequilibrio fiscal, y un impulso inicial de la inversión en infraestructura y capital humano.
Pero el peligro estriba en ir más allá deslizándose, como en otras veces, a un espiral de endeudamiento –una nueva ilusión cuyos costos se remiten al futuro, una vez que se instale el desencanto–.
Si renunciamos a este camino de endeudamiento irresponsable, entonces estaremos negándonos a recorrer un nuevo ciclo de ilusión y desencanto, puesto que las otras opciones para incurrir en el mismo están cerradas. Ya que no contamos con las condiciones domésticas, económicas o fiscales para desatar un ciclo expansivo sin sostenibilidad. Siendo así, nos preguntamos, ¿la economía política de la competencia de partidos, más las pobres instituciones existentes de administración del conflicto distributivo, más la falta de tradición de consensos y acuerdos intertemporales, más las típicas expectativas de reparación inmediata en una sociedad conflictiva, otorgarán esta vez margen de maniobra al Gobierno para intentar un proceso político duradero basado en acuerdos intertemporales de una gestión de la economía que garantice crecimiento y oportunidades de inclusión en una sociedad profundamente fragmentada?
Es difícil, pero no imposible. Y requiere tanto liderazgo como buena fortuna. Es imposible trazar el camino como si estuviésemos haciendo prospectiva –no lo estamos–, pero sí podemos hacer explícitas al menos tres condiciones necesarias, hoy, para enfrentar ese desafío: un adecuado debate público del problema, una gestión económica oficial acertada hasta las elecciones parlamentarias de fines de 2017 y un buen resultado para el Gobierno en esa contienda electoral, que no haga desbarrancar este nuevo proceso que la sociedad en su conjunto (oficialista y opositora) ha recién iniciado. Buen resultado ojalá compartido con un buen desempeño del peronismo renovado y no con un kirchnerismo rearmado. Tal vez, una recuperación del desdibujado espacio de centroizquierda sea, para sólo dos años, pedir demasiado. Algo paradójico si se toma en cuenta que la sensibilidad de centroizquierda no está ausente en la cultura política argentina
Febrero de 2016.