La mano de Isabelita*
Todo depende de la consistencia de la mano, de cómo te la den, de que no se afloje la mano ajena cuando entre en contacto con a tuya, de que en esa mano que te aprieta (o no) haya calor o frío, de que te sientas cómodo mientras dura ese contacto que se establece entre el otro y tú.
Y esta mano era fría, tan congelada como puede estar una mano, y tan insustancial, tan invisible. Era la mano de Isabel (o Isabelita) Martínez de Perón.
Como la reina de Inglaterra, siempre llevaba un bolso, por si negaba la mano, pero en esta ocasión salía del cuarto de baño, y es habitual que las señoras lleven bolso también al cuarto de baño. Salía de ahí, con el bolso en la mano izquierda, o más bien en el antebrazo, y alguien balbuceó mi nombre y ella extendió la mano derecha. Ahí supe que no sabía apretar la mano, que ésta era flácida, que se quedaba dentro de mi mano como un pez.
Entonces percibí que sus ojos se parecían a la mano; incluso cuando chispeaban con cierta curiosidad eran distantes y como ensimismados, los ojos de alguien que está en otra cosa. Como la mano, la mano también estaba en otra cosa.
Quizá no era extraño en ese momento, pues estaba en una casa ajena, en Santa Cruz de Tenerife, era 1972 y en ese momento acompañaba a una mujer singular, y poderosa (o no), de nombre Pilar Franco Bahamonde. La hermana del entonces dictador Francisco Franco Bahamonde, que manejó desde esta isla, precisamente, el golpe de Estado que lo puso tantos años en el poder.
Pilar Franco era la hermana del dictador y ejercía; hubo un tiempo en que cayó en una relativa desgracia, pero se mantuvo siempre respetada por su hermano, privilegiada por ciertas prebendas, y se sentía libre de decir lo que quisiera (nunca demasiado estridente) sobre la vida y sobre las costumbres; hablando era más divertida que su hermano, naturalmente, pues es probable que Franco haya sido el más aburrido español del siglo XX. Allí estaba, con Isabelita, haciendo una visita familiar, y coincidió que yo estaba en la misma casa, y en ese momento aguardando a cumplir con la misma necesidad que acababa de satisfacer la mujer de Perón.
Un año después, aquella mujer de mano fláccida ya era una celebridad internacional, acompañó primero a Perón de vuelta a su país y después fue la que dejó que López Rega siguiera haciendo con ella lo mismo que aquel brujo hizo con Juan Domingo Perón.
Mientras hizo todas esas cosas, yo no dejé en ningún momento de relacionar su cara, sus gestos, su gobierno y su desgobierno con la calidad dubitativa de aquella mano que me extendió al salir del cuarto de baño.
Así que cuando el periodista Manolo Alcalá entrevistó a Perón a bordo del avión que se posó en Ezeiza, cuando supe que se había producido aquella tremenda matanza, cuando la vi asumir el poder, cuando lo perdió, y finalmente cuando regresó a Madrid fané y descangayada, siempre he tenido en mi memoria esa mano como un símbolo de su actitud ante la vida, en el poder, en sus aledaños y ya como marioneta de un final tremendamente infeliz.
Amor por Argentina*
Para –mí para tantos, seguramente– ése es el punto negro que luego ennegreció hasta límites insospechados de crueldad la dictadura que sucedió a los manejos e intrigas de López Rega. No es extraño que la imagen proceda de Tenerife, donde el hermano de la amiga de Isabelita inició una cruzada paralela de ignominia y maldad, porque en esta isla nació, por otra parte, mi amor por Argentina. Por su folclore, por su literatura. De una manera muy nítida, recuerdo el nacimiento de esa relación: las canciones de Atahualpa Yupanqui, de Los Chalchaleros y de Los Fronterizos, las canciones de Eduardo Falú y de José Larralde; el churrasco en casa de Edmundo “el Gordo” Esedín del Ródano; las ediciones de Losada, Rayuela… Nosotros vivíamos en Tenerife pero imaginábamos que estábamos en Argentina. Nuestras eran su música y sus palabras. Algunos amigos soñaban con irse a vivir a Argentina, y luego soñábamos con irnos a vivir a Chile, y en algún momento de nuestros insomnios (quizá cuando leímos Tres tristes tigres o Así en la paz como en la guerra) quisimos estar en Cuba. Pero todas esas ambiciones oníricas se fueron topando con la realidad más cruel de la sucesión de dictaduras. Hasta que, algún tiempo después de comprobar la calidad defectuosa de la mano de Isabelita, también se rompió el castillo de Argentina. Ya no se podía soñar: ahora la vida de los argentinos, con Videla haciendo de la vida trizas, era una pesadilla.
El golpe de Estado de los militares se dio, en cierto modo, en Tenerife, y en España, claro. Argentina era un dardo en el corazón. Cuando se destapó esa olla llena de clavos en que convirtieron el Ejército y sus cómplices la existencia de los argentinos, el alivio se pareció al alivio que nuestra generación esperó durante décadas para nuestro propio país. Mientras tanto, los modos se parecieron, las angustias familiares se parecieron también. La respiración volvió, la mano argentina retomó el pulso. La noticia de que acababa la dictadura, el nunca más de la democracia, la dudosa luz del día convertida en luz para los argentinos… todos esos elementos despertaron en España (y en Tenerife, claro, ahí aprendí a ser argentino) la ilusión de que otro mundo empezaba a ser posible. Vivimos la transición argentina con un nudo en la garganta, de emoción y a veces de miedo. Pero la emoción a veces es miedo, como el que tienen los niños a que se rompa el juguete. Sé que mientras esto sucedió, mientras tuve ese pavor a que se hiciera añicos otra vez el futuro, pensé en la mano de Isabelita, cayendo flácida dentro de la mía.
Por fortuna, esa mano languidece sin poder en una finca de Madrid, y Argentina va por otro lado, con otro pulso, y ojalá que éste no sea nunca más el que terminó sustituyendo, con mano de hierro, irrespetuosa y terrible, a la viuda pusilánime del general que peinaba a Evita en el chalet de Puerta de Hierro.
De malos entendidos y desesperanzas**
Exiliado en París, nunca lo hubiera pensado, pero fue así nomás. Hijo de una madre francesa judía escapada de los nazis durante la ocupación, que vino a parar por estos pagos durante la guerra. Desde chico entonces Francia era una realidad, diríamos familiar, pero de ahí a vivir en París, nunca estuvo en los cálculos, me parecía un chiste. Sin embargo, la cosa se presentó más bien como tragedia.
Llegué a Francia por un oscuro intercambio: para esconder el asesinato de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, los militares buscaron en sus prisiones “legales” a unos franceses –o como en mi caso franco-argentinos– para tapar la cosa y seguir negociando tranquilamente entre la “gran democracia francesa de los derechos humanos”, y la peor dictadura de la historia argentina.
Fue entonces en París, a mis 30 años, que me llegó la noticia de la democracia, sospechada de ser más el resultado de la derrota militar en Malvinas que de profundas luchas sociales por lograrla. El país de ’83 era muy muy diferente al del ’73, cuando yo era un joven militante y acabé en la cárcel. El pueblo argentino había “vibrado con el Mundial”, o sea que habían vibrado torturadores y torturados, víctimas y verdugos; el viejo truco del chauvinismo, del fanatismo, había logrado borrar fronteras, crear aberrantes unidades. Más tarde fue aún peor, cuando los militares agotados y acorralados lanzaron la guerra de Malvinas. Una de las pocas voces que se hizo oír –paradojalmente, porque había apoyado a la dictadura– fue la de Borges: “Las Malvinas son bolivianas”, afirmó, denunciando la fantochada criminal a la que casi todos adhirieron.
La llegada de la democracia, de la mano de Alfonsín, que desde el exilio aparecía como el único político no comprometido con todo eso, representó una esperanza, a pesar de su evidente fragilidad. Los militares seguían amenazando y desde París parecía que la pesadilla de cortos períodos democráticos y largas dictaduras aún no había terminado.
Entre dos mundos
Pero los exiliados empezaron a volver al país y los que nos quedábamos, caricatura del “anclao en París” tanguero, seguíamos con inquietud el desarrollo de la historia. Más tarde, con Carlos Menem una nueva pesadilla pareció corporizarse: “Vote a quien quiera, el FMI decide lo que debe pasar”. Cacho el Kadre, un amigo, me decía en esa época: “Mirá, Miguel, en la Argentina, si no fuera por los movimientos de solidaridad, la mitad de la población estaría muerta”. Por esa época, en las pantallas de la tevé francesa se vio a la gente en Tucumán atacando un tren que llevaba ganado y matando una vaca a cuchilladas para comérsela. Así, 2001 nos pareció el momento cúlmine; el espontáneo “Que se vayan todos...” para que aparezca una democracia más profunda nos llenó de esperanza. Pero duró poco. Aunque ciertos sectores y personajes menos cargados de malas historias llegaron al gobierno, desde el exterior resultó evidente que la crisis y las protestas populares no habían resultado en un nuevo paradigma político.
Viviendo en París desde hace más de tres décadas, pero viniendo al país por lo menos dos veces al año, me encuentro entre dos mundos que se parecen; o al menos que se parecen lo suficiente como para que lleve años apreciar cuán diferentes son. Algo de estas diferencias pudo verse en los días que acabo de pasar, en agosto de este año: el fervor de las peleas entre amigos, que separa incluso a las familias. Tanta bronca, no por un evento mayor, por una bifurcación en la historia de la Argentina, o por las secuelas del fin de la dictadura, ni de ninguna otra fecha o acontecimiento de esos de los que luego se dice que representaron un antes y un después. No; se trataba muy simplemente de un pequeña elección “primaria” para senadores y diputados, en una democracia que, a pesar de todo, lleva tres décadas. Entonces, ¿por qué tanta pasión futbolística; por qué tanta barra brava, tanto nervio? Al estar “entre dos mundos”, no puedo dejar de extrañarme por la diferencia que existe entre estas relativamente pequeñas elecciones y el furor que despiertan, y las elecciones presidenciales de Francia, donde el más que tibio François Hollande fue elegido en un más que tibio ambiente. Digámoslo de una vez: nadie se “calentó” hasta ese punto por las elecciones. Incluso el famoso squore de Le Pen, la amenaza de un avance espectacular de la extrema derecha, que es desde hace mucho tiempo un marcador mayor de la vida política francesa, no interesó demasiado. En todo caso, no provocó las rupturas que provoca entre nosotros.
¿Qué hay entonces en el fondo de tanto “entusiasmo” de un lado y de una tal tibieza del otro? Tratemos de dar una o dos pistas. En Europa todo sucede como si los electores, los ciudadanos (como les gusta llamarse) hubieran, más o menos implícitamente, aceptado que el margen de maniobra para las formas clásicas, modernas diríamos, de hacer política, de orientar la vida social, está totalmente desbordado, caduco, y que los macroorganismos (macroeconomía, macrotecnología, etc.) capturaron y orientan la vida sin que lo “humano” en su voluntad y conciencia tenga mayor incidencia. Todo sucede como si la sociedad aceptara tácitamente su impotencia para intervenir en los temas mayores que determinan su destino. O sea, en Europa, con los ejemplos de Chipre y Grecia, es evidente que el lugar del poder, como las formas de protagonismo, ha cambiado de modo y contenido y no dejó casi ningún espacio para el hombre de la modernidad, el hombre del humanismo. Los europeos, al mismo tiempo que aceptan la impotencia y el fin de los modos modernos de participación, aman imaginar y proyectar que, en algún lado del mundo, el hombre (esta pequeña figura hoy desbordada) existe y, más aun, existe con más fuerza que nunca. Este lugar del mundo, donde como en la aldea de Asterix lo humano con su conciencia y su voluntad dirige y orienta, ese lugar, queridos compatriotas, es América latina.
¡Qué infantilismo! ¿Verdad? Los europeos protestan por su situación, se indignan como señoras de Barrio Norte, pero están más que seguros de que por estos pagos la cosa es distinta. Que aquí vamos ganando...
Trece mil kilómetros**
Cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de que en nuestro país, y contra toda evidencia, mucha gente cree lo mismo. Yo pensaba que a causa de los 13 mil kilómetros que nos separan, los europeos podían confundir y mezclar las épocas y los personajes; a Emiliano Zapata con el Che, a San Martín y Bolívar con Perón; creer que éste es todavía un mundo donde las decisiones políticas y el protagonismo popular dirigen el rumbo de la historia; un lugar donde todavía, y a pesar de todo, “el hombre hace la historia”. Pero que los que están en ese lugar soñado, o sea aquí, compartan esta hipótesis me parece por lo menos extraño. Sólo el permanente y obsesivo feedback politiquero puede explicar que nuestros compatriotas no vean que lo que está cambiando no tiene que ver con una “cartografía” u otra, lo que está cambiando es objetivo, material, es decir el mundo en sí, no una visión del mundo, sino el mundo. En su composición y estructura.
Es muy corriente, aquí y allá, oír hablar de “complejidad” y citar a Edgard Morin, pero en realidad sin comprenderlo, dado que uno de los elementos básicos de todo sistema complejo reside en el hecho de que éste deja a sus integrantes, los ciudadanos, en una cierta opacidad. Es decir hay un no saber, un no manejo, un no dominio de la realidad que hace parte de la cosa. La derecha neoliberal tiene en este sentido una gran ventaja, porque no tiene ningún problema para aceptar y trabajar con modelos de complejidad no ordenables, no polarizables; bien al contrario, en el desorden actual la derecha encuentra su felicidad.
El problema aparece cuando las fuerzas que se dicen progresistas o de izquierda siguen actuando y pensando el mundo con una cartografía perimida, que ya no corresponde al territorio. Si para la modernidad, viril y conquistadora, el hombre hace la historia, para la posmodernidad neoliberal, nada hace la historia; ella se hace sola, y hay que aceptar fundirse en los flujos irracionales de la realidad; aceptar que todo es posible, que nada regula ni autorregula los procesos, que no hay ni lugar ni sujeto de orientación.
El desafío es entonces, aquí y allá, pensar en que si el hombre no hace la historia, qué puede hacer entonces. Cómo reingresar a ese todo del cual la posmodernidad lo excluye, lo pone fuera, como sujeto, del objeto mundo. Se trata, para retomar un título famoso, de encontrar una “nueva alianza” entre hombre, cultura, técnica y naturaleza. Desde este punto de vista, puede decirse que las cosas presentan un aspecto un tanto caricaturesco. En la vieja Europa, rodeada de alambre de púas y barreras, la posmodernidad ha triunfado. El pesimismo y el malestar de la gente es testimonio de la sensación de impotencia; los ciudadanos son espectadores pasivos de un mundo que se desarrolla más allá de todo alcance. Mientras tanto, en América latina todo pasa como si nos aferráramos a la figura de la modernidad, negándonos a ver que los mecanismos y centros de poder actuales dejan muy poco margen de maniobra para las formas políticas modernas clásicas.
En parte, esto puede explicar el “fervor” que nos habita, un optimismo loco en las posibilidades de la voluntad; del acceso de “los buenos” al poder político, para cambiar las cosas. Con los “buenos” en el lugar correcto, todo cambiará.
Pero en realidad el mundo actual aparece como un conjunto de procesos donde verdaderas “estrategias sin estrategas” están definiendo rumbos contradictorios y en buena parte peligrosos. Que la macroeconomía, como también la tecnología, puedan pensarse como “estrategias sin estrategas” no quiere decir en absoluto que no haya gente que defiende y se beneficia de estas estrategias. Lo que no hay es alguien que pueda, a fuerza de voluntad, cambiar los rumbos de estas estrategias, con lo cual podemos decir que si hay estrategas, son dependientes y no sujetos, de las estrategias que se desarrollan.
Un solo avance tecnológico modifica la vida real del mundo mil veces más que un diputado. Las relaciones entre ciencia y democracia son hoy muy complejas y es urgente, más allá de todo fervor futbolístico/politiquero, comprender esta complejidad. Esta complejidad del mundo es tal, que es a los científicos a quienes toca ocuparse de la realidad actual. Frente a esta nueva versión de La República de Platón –entonces eran los filósofos, ahora los científicos–, para pensar un nuevo protagonismo popular que no sea un simple imaginario impotente es necesario superar tanto el impotente pesimismo europeo como el ciego optimismo de por estos pagos.
Dicho esto, y a manera de última reflexión: entre la supuesta claridad de los europeos y la alegre confusión de estos lares, estoy pensando en volver al país, como en el tango. Las nieves del tiempo ya platearon mi sien; espero poder hacerlo antes de tener la frente marchita