El Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur está emplazado en la ex ESMA, el Espacio Memoria y Derechos Humanos. Es un edificio imponente y de moderna factura visible desde la avenida Lugones. Bajo la consigna “Paz, Memoria y Soberanía”, el flamante museo “expresa la memoria colectiva del pueblo argentino sobre nuestras islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur”. Se trata, pues, de un sitio que tiene tanto de “museo” como de “memorial”. Es el primer museo que podríamos llamar integral sobre Malvinas inaugurado en la Argentina, aunque no sobre la guerra: el Museo Nacional de Malvinas (Oliva, Córdoba) data de 1995, mientras que el del Soldado de Malvinas (Rawson, Chubut) funciona desde 2008. Pero éste es el que materializa el relato que el gobierno nacional ha decidido sostener sobre Malvinas. Su director, Jorge Giles, lo definió como “el domicilio de la patria”.
El museo es atractivo, con un diseño moderno que apuesta a la emoción y al espectáculo a través de la combinación de tecnologías y objetos de valor histórico. Ya en su interior, desde un puente que da a una pared vidriada, se contempla una escultura en chapa de barco que recuerda la silueta del ARA Belgrano, hundido por los británicos. A sus pies, en un espejo de agua, las islas Malvinas parecen estar al alcance de la mano, bajo una gran bandera argentina.
El museo refuerza una tendencia positiva: visibilizar y potenciar las producciones de distintos organismos del Estado: el Conicet, Encuentro, Cancillería, la TV Pública (el despliegue y los recursos de Paka Paka son espectaculares). El interior, dividido en tres pisos, está dominado por Don Luis Vernet, la avioneta con la que Miguel Fitzgerald aterrizó en las islas en 1964. Bajo ésta hay una sala “Prólogo” donde se exhibe en 360° un video que presenta la historia de Malvinas desde el descubrimiento al presente. Por puro azar, al ingresar me recibe audio de combates, y luego una banda militar ejecutando el homenaje a los muertos. Granaderos suben y bajan por las escaleras: el regimiento del padre de la patria custodia el Museo Malvinas. Esos sonidos, esa presencia marcial, en el Museo, en la ESMA, sorprenden, por lo menos a alguien de mi generación.
Los guías y el personal de seguridad son numerosos, y están pendientes de los escasos visitantes de un viernes soleado. Me encuentro en el hall con Julio Vezub, colega patagónico, que saca fotos. Nos indican que puede hacerlo. No así filmar, “por motivos de seguridad”.
Cronología. Una línea de tiempo recibe al visitante e informa sobre casi quinientos años de historia malvinera. Hay una disparidad evidente entre la abrumadora cantidad de datos que ofrece en relación con la historia de las islas previa a la ocupación británica, y las décadas posteriores, como un reflejo del interés en probar los títulos históricos argentinos sobre las islas. Menos nos enteramos de lo que sucedía en Patagonia, por ejemplo, mientras las islas estaban ocupadas por los británicos. Al llegar al siglo XX, los hitos son las acciones diplomáticas posteriores a la creación de Naciones Unidas. En 1966, “siete banderas argentinas flamean en Malvinas” llevadas por “18 jóvenes, la mayoría identificados con el peronismo” durante la Operación Cóndor (una de ellas se exhibe en una vitrina). El 14 de junio de 1982, “tras la tenaz resistencia de los soldados argentinos, que lucharon contra una de las fuerzas militares más poderosas del mundo, se pacta el cese del fuego”. Sin embargo, lo que el general Menéndez firmó en las islas ese día fue una rendición incondicional. La cronología también informa que murieron “649 conscriptos versus 255 profesionales”. Esto es incorrecto, tanto por la lectura que induce, como por los datos: 649 es el total de muertos argentinos, incluidos oficiales y suboficiales. De hecho, en las salas dedicadas a la guerra nos enteramos de que en realidad murieron más oficiales y suboficiales (356) que conscriptos (292), y que hubo 18 fallecidos civiles. No es la única generalización errónea: más adelante leemos acerca de “más de 400 suicidios a lo largo de varios años de suicidio y abandono”. Para este tema, emblemático de la posguerra, carecemos de estudios. Y si hubiera cifras confiables, sería bueno que esta información estuviera disponible en un Museo.
La cronología omite datos relativos a la presidencia de Carlos Menem, que produjo hitos significativos en relación con Malvinas más allá de cualquier valoración: la reanudación de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña, los vuelos semanales a las islas, la creación de la Comisión Nacional de Ex Combatientes… Sucede que se debe llegar a 2003, cuando con el discurso de Néstor Kirchner del 25 de junio de ese año en la ONU “se inicia así la más decidida política de Estado en defensa de nuestra soberanía”. Afirmación problemática desde un punto de vista histórico (qué queda, entonces, para los acuerdos de 1971, que abrieron un proceso de fuerte presencia argentina en las islas) y que la misma línea de tiempo contradice: lo que muestra es que la posición argentina es una construcción de varias décadas y que atraviesa a gobiernos democráticos y dictaduras.
Usurpación y derechos. Como señaló Benedict Anderson en Comunidades imaginadas, los museos, junto a los censos y los mapas, “moldearon profundamente el modo en que el Estado colonial imaginó sus dominios; la naturaleza de los seres humanos que gobernaba, la geografía de sus dominios y la legitimidad de su linaje”. Esa forma de entender el mundo, advierte, la heredaron las sociedades poscoloniales. Y no deja de ser paradójico que se haga extensiva a un museo destinado a defender una causa antiimperialista.
Las salas temáticas del Museo replican los argumentos históricos y geográficos que sostienen los derechos argentinos sobre Malvinas. Hay rocas que muestran la continuidad geológica entre las islas y el continente, y especímenes embalsamados de la flora y fauna de las islas. Junto a la réplica del esqueleto de un elefante marino del Sur (Mirounga leonina) leemos que éstos “se reproducen o mudan en Península Valdés, llegan hasta las islas Malvinas e islas Georgias del Sur en alguna etapa de su ciclo anual”. Es una forma de probar los vínculos “naturales” entre Malvinas y el continente, ya que, como escribió Giles: “Allí están los petreles y los albatros que unen la costa continental patagónica con Malvinas, ida y vuelta. Y está el elefante marino que les permitió a nuestros científicos del Cenpat-Conicet (Centro Nacional Patagónico) comprobar que era cierto nomás que navega el Atlántico de Patagonia a Malvinas y desde allí a Georgias y después pega la vuelta como quien vuelve a casa sin perderse jamás”. Idea complicada desde el punto de vista de “construir soberanía” si pensamos que las ballenas de Puerto Madryn pasan el verano en aguas antárticas, donde se alimentan, para distribuirse, en el otoño, ya rellenas de grasa, entre las cuatro áreas de cría del hemisferio: Valdés, Sudáfrica, Tasmania y Nueva Zelanda. Un verdadero panaustralismo.
Las secciones de la historia decimonónica son las más esencialistas del Museo, ajenas a notables avances historiográficos argentinos e internacionales, por caso en términos de historia regional. El guionista museográfico ha optado por una versión revisionista de la historia, en oposición a la visión “liberal y mitrista”, sometida culturalmente al imperialismo. El resultado es que por momentos las salas destinadas a la historia antigua de Malvinas nos dicen más sobre la historiografía argentina que sobre éstas. Esto se hace evidente en la reivindicación del gaucho Rivero, en unas animaciones de notable factura técnica, que lo muestran como “el criollo que sintió la patria junto a sus compañeros”, “encabezó la rebelión” contra los ingleses y “defendió el orgullo patrio”. Vemos exhibida una copia de un documento que registra su nacimiento. Pero esta evidencia coexiste con la afirmación de que “dicen que murió peleando en la vuelta de Obligado”. ¿Quién lo “dice”? El Museo Malvinas lo dice.
La visión sobre Gran Bretaña y su presencia en América se concentra en su carácter imperialista y se derrama sobre isleños y británicos. Los hitos: las Invasiones Inglesas (1806-1807), la Baring Brothers (1824), el Pacto Roca-Runciman (1933), los ferrocarriles, y las represiones asociadas a La Forestal y las huelgas patagónicas.
Pero sorprendentemente (pues no se desprende del “historial” reseñado) un texto destaca que “la comunidad británica está integrada a la sociedad argentina”. ¿Ejemplos? La comunidad galesa en la Patagonia, la práctica de fútbol, de polo, el hockey, el rugby y la “ascendencia británica de personalidades como Jorge Luis Borges y María Elena Walsh”. El museo exhibe un pasaporte expedido en el consulado argentino de Magallanes (Chile) a los isleños John Gleadell y su esposa Nellie en 1937. Por un lado, es un antecedente a favor de la soberanía argentina (de allí su presencia). Pero, a la vez, una lectura en clave de historia regional muestra, en el recorrido de esos malvinenses con pasaporte argentino obtenido en Chile, otros flujos sociales y económicos en una región en disputa.
Guerra y dictadura. Todo lo sólido que es el museo en cuanto al relato histórico previo a la guerra se desvanece en el plano de la historia reciente. Es destacable, por su austeridad conmovedora, el lugar en el que los rostros de los caídos en la guerra nos interpelan desde pequeñas pantallas con el cementerio de guerra de Darwin de fondo. Ha sido un esfuerzo notable de Leonardo García, el tenaz coleccionista malvinero de La Plata, reunir la gran mayoría de esos retratos. A la entrada de la sala donde están las imágenes, el Museo destaca la foto de Pedro Edgardo Giachino, un oficial de Marina muerto en el desembarco del 2 de abril. Antes, participó en la represión a obreros en Zárate e integró los grupos de tareas. La cartelera destaca que “sus acciones quedaron tras un manto de neblina”. Permanecimos varios minutos tratando de ver si el rostro de Giachino aparecía entre los de los demás, sin poder comprobarlo. El señalamiento de su doble condición de represor y caído en la guerra no distrae, sin embargo, de la ambigüedad de su presencia en un lugar como la ex ESMA. Pero si “Malvinas es un lugar de encuentro nacional”, ¿esa situación es secundaria? Y si no lo es, ¿cómo tramitarlo en un sitio de memoria como ese? ¿Debe estar en un museo sobre Malvinas, pero no entre los demás caídos?
El espacio dedicado a la experiencia de guerra exhibe objetos usados por los soldados, rescatados en viajes a las islas, cartas enviadas de y hacia Malvinas, fotografías de Télam y gran cantidad de cortos y entrevistas. Ocupa un lugar destacado el Informe Rattenbach. Pero en tanto experiencia, la guerra es un flash que encarna en un video de pocos minutos en el que se suceden imágenes bélicas sin ningún tipo de explicación o contextualización, en la Sala Prólogo. Todo lo minuciosa que es la cronología en la planta baja se diluye para aquel que quiera enterarse de qué sucedió en las islas entre abril y junio de 1982. La “experiencia” carece de aristas, matices, fechas y lugares.
Hay una excelente instalación acerca de las “plazas de Malvinas”, en la que conceptualmente se distingue entre la dictadura y el pueblo, que desarrolló su “resistencia popular” contra ella (vemos la emblemática fotografía de las Madres con su cartel: “Las Malvinas son Argentinas. Los desaparecidos también”). La distancia entre “la dictadura” y “una causa justa” está reforzada por un célebre texto de Cortázar. La dicotomía entre “el pueblo” y la manipulación a la “fue sometido”, por una sección destinada a los medios de comunicación durante Malvinas.
Sucede que la guerra remite al aspecto más problemático de un museo como ese en la ex ESMA. Vale preguntarse si la voluntad de reforzar una causa nacional a través de un museo tiene un lugar adecuado en un sitio donde en nombre de esa patria común a todos se masacró a millares de compatriotas. Como escribimos hace tiempo, acaso lo más adecuado habría sido un museo sólo sobre la guerra, es decir: uno que pusiera en cuestión esa misma idea de patria que llevó tanto a la guerra como al terrorismo de Estado, para fundar otra emergente de ambas heridas. Pero la esencialización que el Museo hace de la “causa Malvinas” dificulta ese proceso.
No es casual que éste sea el primer museo sobre el pasado reciente que se concreta en la ex ESMA. Es una fotografía de lo que hemos avanzado en relación con la historia y la memoria de Malvinas: instala la posibilidad de convivencia entre un discurso nacionalista esencialista que no reflexiona desde la historia vivida con la marca de la guerra. Como contrapartida, ofrece algo que está en baja desde 1983: un relato nacional al que adherir, la posibilidad de un villano ajeno a nosotros.
Culmina la visita. Pregunto en recepción: desde su inauguración hasta el 1º de julio lo visitaron 1.050 personas. Constatamos con mi amigo Julio Vezub que no hay carteles que alerten acerca de la prohibición de filmar o fotografiar. Lo hacemos porque durante la recorrida, guías y personal de seguridad se nos acercaron en cinco ocasiones a “recordarnos” la prohibición. Amén de que no filmamos, no se entiende qué motivos de seguridad pueden requerir la restricción. Acaso sea una performance que recuerda los controles de Mount Pleasant, la base militar inglesa en Malvinas, ese territorio usurpado. Pero no deberíamos tener, en el continente, restricciones de ningún tipo para revisitar Malvinas. n
*Historiador. Su último libro es Todo lo que necesitás saber sobre Malvinas (Paidós).