Florencia Werchowsky se inició bailando dentro del Teatro Colón y llegó a compartir escenario con Julio Bocca, Maximiliano Guerra y Eleonora Cassano. Luego, ganó difusión como escritora de novelas: el debut fue con El telo de papá; en Las bailarinas no hablan ficcionaliza algunos aspectos del mundo de la danza. Ahora regresa al Colón como directora de la obra que lleva el mismo título de esta segunda novela. Y escenifica sus propias palabras.
En Las bailarinas no hablan, la narradora protagonista cuenta el proceso de salir de Ingeniero Wood, un inventado pueblo, e ingresar al Instituto Superior de Arte del Colón (ISA) para estudiar ballet. Ya están con las últimas funciones en el Centro Experimental del Teatro Colón, en que esa narradora protagonista no existe, sino que su decir se dispersa en las voces de doce bailarines entre 11 y 62 años. Ellos, aquí, más que hacer pasos, usan su voz para develar secretos de su vida profesional. Integrantes del Ballet Estable del Colón, como Luciana Barrirero, y alumnos del ISA interpretan la propuesta, junto a tres músicos. La “intención –dice Werchowsky– no fue trabajar con la narración de la novela, sino con el idioma oral de la danza, con los lenguajes de la danza, del ballet; la lengua oficial, que es el francés, que nombra los pasos; con códigos, formas de contar [los tiempos], de cantar, de corregir, de hacer una mímica con las manos que evoca los pies. Todas estas lenguas, cuando se abre el telón, enmudecen”.
—¿Cuál es el eje central de la novela, que de algún modo repercute en esta versión escénica?
—En la novela no está la historia de la bailarina que todos conocemos, la de la primera bailarina, sino que se reivindica a los que no son los primeros bailarines, esos que hicieron los mismos esfuerzos, la misma disciplina, el mismo rigor, y son bailarines del cuerpo de baile. Pareciera que la única que existe es la primera bailarina, y que el resto es invisible. Esta es una carrera múltiple; no podría existir un cuerpo de baile de todas primeras bailarinas.
—¿Hay conflicto en ellos por no ser primeros bailarines?
—Ellos encuentran [en esta obra] una reivindicación. No hay conflicto. Todo lo contrario: es una celebración. Hay muchas otras formas de ser bailarina. [Las que no son la primera bailarina] por supuesto son personas felices y realizadas, como todos los futbolistas que no son Messi. Todos los días se toman un transporte público para ir a trabajar, y contra todo pronóstico, y a pesar de las dificultades, ponen el cuerpo y llevan adelante una tarea extraordinaria, que es la de entretenernos, con su cuerpo, con sus capacidades artísticas. Para eso, entrenan locamente. Me parece tan celebrable y tan poco valorado… Se piensa que la bailarina que no es la primera bailarina está frustrada, pero, en realidad, es una idea que tienen los demás. Estos bailarines son gente realizada. Pensarlos de otra forma es como negarles su existencia.
Dejó la danza por la escritura
—¿Cómo fue tu proceso de dejar la danza e ir hacia la escritura?
—Yo dejé la danza cuando estaba terminando el sexto año del Instituto (ISA), porque tenía ganas de escribir, de hacer otras cosas… El entrenamiento del ballet clásico es un celibato, entonces, no tenía tiempo ni energía para hacer otra cosa. Sin desmerecer el conflicto que implica haber dejado de bailar, después de tanto esfuerzo familiar y personal, lo hice, y naturalmente me puse a estudiar lo que tuve ganas.
—¿Cómo describirías el mundo del ballet?
—Es una disciplina extraordinaria que genera una belleza en escena, que implica sacrificio. Su objetivo principal es la propuesta estética, y en la estética hay crueldad; por eso mismo es muy disfrutable. Estoy muy amigada con el ballet. Estuve más en conflicto cuando lo dejé. Ahora que estoy en contacto con bailarines que siguieron bailando, que atravesaron el proceso, que les dieron continuidad a sus carreras, veo que hay un disfrute posible; no siempre el rigor es lo que manda. Lo que manda es la posibilidad de expresión dentro de los márgenes que tiene el ballet de repertorio. Para los bailarines eso es muy satisfactorio, tanto como para seguir llevando adelante una disciplina rigurosa.
—¿Qué opinás de “Cisne negro”, película que volvió a popularizar internacionalmente el ballet?
—Es una película para ver en el sillón de la casa. No tiene un valor biográfico documental. No le exijo rigor ni verosimilitud a la ficción que está tan claramente planteada. Es una bailarina medio desquiciada de las que existen casos, como en todas las áreas.