A finales de los noventa tuve la suerte de asistir a varias conferencias que dio Alain Badiou en su paso por Buenos Aires, una de ellas la dedicó enteramente al teatro. Ya había leído su libro Rapsodia por el teatro, que contiene varios de los conceptos que desplegó en la charla, pero la asistencia al vivo, mi cuerpo junto a tantos otros cuerpos, la mayoría desconocidos pero amigables (porque allí estábamos todos resonando junto la voz de este gran hombre- en ambos sentidos, por su trabajo y por efectivamente es alto y robusto) me produjo una impresión, una marca que ayudó a delinear mi camino en la dramaturgia. El teatro, decía, debe reafirmarse como foro social de pensamiento crítico, de filosofía festiva.
Hace ya cuatro años que escribí Pundonor un monólogo en dónde una profesora en su clase introductoria a Foucault, mientras reflexiona sobre la sociedad disciplinaria, camina por el filo riesgoso que da la exposición pública de la propia historia. Es que hoy en día, la arena pública es peligrosa como la movediza y está plagada agujeros negros. La opción más prudente termina siendo hablar de los temas replicando el sentido común imperante, evitando estridencias y chistes. Pero en el ritual presencial del teatro nos podemos reír de nosotros mismos, de nuestra estupidez, de nuestras ambiciones y tirar pirotecnia sobre conceptos que en todo medio han quedado sometidos al corsé de un discurso simplista y dicotómico, al riesgo del recorte, de su uso espurio. El rito y el disfraz nos amparan y nos brindan libertad para jugar con pensamientos y preguntas estimulantes e incómodas.
La imposibilidad de cualquier ritual compartido durante la cuarentena fue para muchos y sobretodo para los que trabajamos con personas y cuerpos; una movida de piso. Desconcierto por perder un modo de estar en el mundo, angustia por la ahora visible desprotección de los artistas y de los ámbitos de cultura de intercambio y trabajo. Y para los que también somos docentes, la aparición de las clases por Zoom. Entonces durante algunos sábados en el horario de la función, ubicaba mi celular sobre unos libros y actuaba, un texto que escribía, casi sin pensarlo mucho, en el que la profesora de Pundonor se despachaba sobre el pavoroso formato al que había sido reducida su clase. Y con escritura y actuación exorcizaba la falta. He aquí, un pequeño ejemplo:
Foucault resalta que lo poderoso de la norma es que no es algo simplemente impuesto por la espada del soberano, sino un valor que todos interiorizamos y aplicamos entre nosotros mismos. “Sobre las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los imperios más sólidos.”
Ayer mi celular me informó el aumento del tiempo promedio que paso frente a su pantalla. Y estoy sin dormir. Me tomé un termo de valeriana y nada. Es que hice el cálculo y entre las horas que me dijo mi celular- que ahora lo llevo de un ambiente a otro de la casa como me llevo a mí misma, las horas frente a la computadora por trabajo, las horas frente a la Tablet dónde leo diarios, algún blog y me amargo y las horas del Smart en dónde veo series como quién come de un pote de dulce de leche mágico infinito y la suma es pavorosa.
Mucha vida con el cuerpo inerte puliéndome los ojos frente al cristal líquido, frente al fósforo, al plomo, al mercurio,
arseniuro de galio,
al hierro , al níquel , al estaño,
al zinc, la plata, el cromo,
tantalio, cadmio, antimonio, oro y paladio.
Pensé anoche:
¿Qué sale de aparear un espejo con una cámara de vigilancia? ¡Esto!
Así que gran parte de la humanidad cayó en las aguas que reflejan su propia imagen y como Narciso embelesado se ahogó tratando de atraparla.
Hay que romper el hechizo aunque nos traiga siete años de mala suerte,
porque el pensamiento crítico no puede atravesar el cobalto, el antimonio, el plomo y el cadmio.
*Actriz, dramaturga, directora y docente. Actualmente su obra Pundonor puede verse en el Metropolitan Sura. Mención Premio Konex Mejor Unipersonal de la década.