Gracias, Susana, por traernos, a París, Buenos Aires, una Argentina que tantas veces nos duele y nos falta. Gracias por ser quien sos, por darnos tanto. Te quiere, Julio”, dice la dedicatoria que Cortázar le escribió a una foto en la que él le da la mano a su amiga Susana Rinaldi sobre el escenario del Olympia de París. Era 1977, parte de la época en la que la cantante y actriz argentina triunfaba en Europa, un paso fundacional para ella: “Yo le debo todo a Francia y los franceses descubrieron el tango canción gracias a mí”.
Ese recuerdo, tamaño postal, en blanco y negro, está hoy enmarcado en su oficina de la AADI, la Asociación Argentina de Intérpretes, de la que es vicepresidenta, y donde trabaja diariamente a sus 83 años. Logra sobreponerse a una artrosis que le afecta una rodilla y se sube al Centro Cultural Torquato Tasso. Los sábados de junio –después del estreno, el 8–, se da el lujo de cantar, con su poderosa e incólume voz –bajo la dirección del guitarrista Juan Carlos Cuacci, junto a piano, chelo, contrabajo y dos bandoneones–, un repertorio de clásicos del 2 x 4, como Naranjo en flor, y canciones-poemas poco transitadas de Chico Novarro, a las que la Tana les pone su apasionada interpretación.
Así es Susana Rinaldi, porteña y cosmopolita, abuela con fuerza arrolladora, mujer que tiene al tango por bandera identitaria y profesional; fue admirada por figuras como Cortázar y, a la vez, sigue batallando por lograr un reconocimiento que no le haga pagar el hecho de ser mujer en el tango.
—¿A qué adjudicás la reacción tan entusiasta del público?
—Recién ahora, a la edad que tengo, hay una especie de, no voy a exagerar, veneración. Además, hay veces en que las situaciones del país son un poco áridas para los artistas, o como a mí me pasó últimamente, que de pronto estás enfermo –estuve un mes y medio en cama, sin moverme, y eso para mí es espantoso; la enfermedad que sufre el país yo la sufrí dañándome–, y entonces es como si no estuvieras. [Ahora] evidentemente, hacía mucho tiempo que no me veían, por ejemplo, en el Tasso. Y después, son felices coincidencias. Nada más.
—¿Cómo manejás la energía? ¿Cómo cuidás tu cuerpo?
—Para la energía, soy heredera de la mamá que tuve. Y la voz... es todo el cuerpo el que interviene para que salga una voz. La mejor manera de saber si el otro tiene vida es escuchándolo hablar. El ser humano tiene una voz para manifestarse; si se ha escuchado lo suficiente, puede decir: “Vale la pena que me sigan escuchando y seguir dialogando con el otro”.
—Este año has compartido con Osvaldo Piro, el gran músico y tu ex marido, un programa de “La hora del tango”, ciclo de la TV Pública. ¿Cómo viviste esa experiencia?
—Como lo mejor de mi vida. Me emocionó muchísimo cuando Osvaldo entró al escenario llevándome de la mano. Yo me estaba cuidando muchísimo [en los desplazamientos], y en esas situaciones, que te lleven de la mano, es porque te están acompañando y al mismo tiempo protegiendo. Nosotros dos llevamos una nueva hermandad. Tienen que pasar muchas cosas, y entonces las diferencias se encuentran en el camino. A nosotros nos ha pasado para bien, sobre todo, de los hijos [los cantantes Ligia y Alfredo Piro]. Ha sido la primera vez que Osvaldo con su orquesta me ha acompañado: la primera vez en la vida.
—¿Les das consejos musicales a tus hijos?
—Consejos, no. Es lo peor que podés hacer con los hijos: nunca hay que dar consejos. Podés decir a lo sumo: “Sería bueno también tentar por este lado”, y ves la cara que te ponen; si miran para otro lado, no dijiste nada. Mis hijos son muy personales. Y eso es bueno.
—En ese sentido, ¿qué pensás sobre Ana Coacci, quien es una de las actrices que han denunciado por acoso sexual a Juan Darthés?
—Anita es mi sobrina, la hija menor de mi hermana y de mi cuñado, que es director musical. Es estupenda, es una brava piba. Tiene ese carácter que la decide ya: antes de hablar, ya está decidido lo que quiere. Hubiera necesitado nacer en otro país, porque acá no se te perdonan ni las cosas que decís, ni las cosas que pensás, ni aquello en que podés avanzar. Te están mirando y [señalando]: “¿Pero qué está diciendo esta persona?”. Son cosas que me han pasado a mí, o a grandes compañeras de ruta, que han sido maravillosas y no han tenido en este país aquel reconocimiento estupendo.
—¿Ha sido por su condición de ser mujeres?
—Absolutamente, sí. Es por ser mujer. Y Ana tiene todo para que le claven un puñal en cualquier momento: es una mujer entera, y eso merece respeto.
De tangos, Sinatra y Piaf
—¿Qué músicos del mundo han sido referentes, inspiración?
—El que vocalmente me ha gustado y me sigue gustando, el que me parece un genio y nunca se dio cuenta de que lo era, es Frank Sinatra, un hombre que canta sin esforzarse, un hombre que tiene el coraje de tener la copa de whisky ahí al lado, acompañándolo. Judy Garland es la otra… Qué te voy a decir de Piaf, una mujer a la que le destruyeron la vida antes de que ella se diera cuenta [pero] cantaba como se le daba la gana, una mujer que enamoraba cantando, en Francia, un país de gente seca: los franceses son incapaces de exteriorizar las cosas que les pasan.
—A menudo has declarado, de diferentes modos, que el tango no tiene el suficiente reconocimiento. ¿Por qué?
—Es una canción que nació en los andurriales, en los piringundines. Nació como danza, como excusa que utilizaban los malevos para clavar mejor el cuchillo en el otro. El tango es siempre una tragedia, fatalismo puro. Nunca es tranquilo el tango, siempre es violento. Por eso, a mí se me ha acusado muchas veces de demasiado o innecesariamente fuerte. Pero el tango tiene prepotencia, intemperancia. El tango me ayudó muchísimo a sacar el caudal de voz que no sabía cómo expresar. Debo haber experimentado, como otra gente, la necesidad de gritar: esa necesidad de gritar me la dio el tango. Y en este mundo del tango, pobrecita, la mujer ha tenido siempre que hacerse perdonar, por meterse dentro de esta cueva de ladrones del alma que son los malevos.