A veces, la profesión nos regala experiencias fascinantes, como presenciar, frente a la enorme sala vacía del Gran Rex, un ensayo de Les Luthiers, que el 9 de agosto tocarán La historia del soldado, de Stravinski, y El carnaval de los animales, de Saint-Saëns, junto a Daniel Barenboim y Martha Argerich. Luego, a coro, reconocen que nunca dieron un concierto con Barenboim y frente a nuestra curiosidad, Carlos López Puccio explica: “El repertorio lo eligió él. Ya tenía esta gira programada, y en el camino se le ocurrió invitarnos a participar, entonces…”.
Mundstock interrumpe:
—Voy a discrepar levemente con vos, Carlos. Yo no sé si fue así, ¿eh? Creo que cuando vio la posibilidad de hacer un recital con nosotros, buscó y dijo: “¿A ver qué podemos hacer?” ¡Y esto le cabía bien! Claro, no cambia mucho, pero...
—Mirá, alguna vez escuché que esto es también una vieja idea de Martha Argerich… –tercia Daniel Rabinovich–. Además –y se sonríe levemente–, hay también un lazo rarísimo entre nosotros. ¡Fijate que los abuelos de Barenboim y los míos fueron colonos del mismo pueblo! En Carlos Casares, provincia de Buenos Aires. Lo que ocurre es que él se fue muy chiquito a Israel.
Mientras me deleitaba escuchándolos, interrumpo y pregunto:
—¿Luego ensayarán dos veces todos juntos?
Jorge Maronna asiente: “Esperemos que sea así. En eso estamos”. Mundstock apoya: “Claro, ellos se manejan como los músicos clásicos, de sinfónica, que se reúnen un día pero cada uno ‘sabe’: el solista ‘sabe’ su parte y la orquesta ‘sabe’ la suya, hacen un ensayo de dos horas y ¡al día siguiente dan el concierto! Nosotros, en cambio, ensayamos años cada sketch y no tenemos la rapidez de un músico de orquesta sinfónica, al que le ponés una partitura delante y ya la toca”.
—De cualquier forma –apoya Daniel–, tenemos todavía unos cuantos ensayos de Les Luthiers para estar más tranquilos, y no nos olvidamos nunca de que lo que hacemos es un recital en chiste que sale “mal”. Entonces, si no está todo perfecto como cuando toca Barenboim frente a su público con la Stadt Orchestra de Berlín, en nuestro caso no se nota tanto.
—¡Qué modestia! –protesto–. ¡Supongo que también Barenboim sabe y tiene conciencia de que está tocando con un grupo único en el mundo! Si no fuera así, no les hubiera pedido este concierto.
Maronna piensa en voz alta:
—Tengo muchas dudas sobre si agregar o no instrumentos formales en El carnaval de los animales. Barenboim nos dio total libertad para hacerlo. ¡Tuvimos muchas discusiones acerca de si valía la pena arruinarle un poco la musicalidad a Barenboim y su orquesta! Pero después de pelearnos un poco decidimos hacer un simulacro, un video, en el que tomábamos como base una grabación cualquiera de El carnaval…, y bueno, ahí aparecimos nosotros proponiendo “solos” informales. Le mandamos el video y le gustó: “Me encanta esa participación y la cantidad de participación”, fue su respuesta.
—Claro, además la discusión vino porque en el programa tenemos dos extremos –añade López Puccio–. Comienza con La historia del soldado, y a Stravinski realmente no le podés cambiar mucho. Sería una herejía. En cambio, El carnaval de los animales es una obra en broma que Saint-Saëns hizo para sus amigos.
—Una parodia.
—Claro, y esto permite distintas interpretaciones. Con Stravinsky vamos a hacer una intervención muy digna (se ríe) y muy sobria. Y te digo esto porque tal vez haya público que espere que hagamos cosas graciosas, pero con Stravinski no se puede y no se debe.
—Confieso que es fascinante estar cerca de estos instrumentos ¡y tocarlos! –subrayo mientras caminamos por el escenario–. Ustedes llaman a éste (nos acercamos a acariciarlo) “base pipe”, ¿no? ¿Es siempre el mismo que tenían en el Di Tella?
—No. Es el segundo. El primero lo hizo Gerardo (Massana), y el “bolarmonio” tiene más o menos ocho años.
—¿Y éste con sartenes?
—Es nuevo –explica Núñez Cortés–. Lo utilizamos en Viejos hazmerreíres, donde hemos elegido las obras por su eficacia. Pero mientras ensayábamos la antología y la armábamos con trocitos de diferentes espectáculos se apareció Hugo Domínguez con este instrumento nuevo de ollas y sartenes. Nos gustó mucho. El aspecto es maravilloso y lo tomamos. Marcos escribió algunas cosas, un guión nuevo, y lo incluimos en la antología haciendo la salvedad de que es la única obra que no pertenece a la antología. ¡Es decir que la antología tiene una obra original que es la receta postrera! Un vals culinario.
—¡Muy bueno! Pero también implica que es lo último que vas a comer en tu vida.
—Núñez Cortés, yo entiendo que no tiene nada que ver con este instrumento, pero siempre quise saber cómo hacías con tu piano cuando prácticamente te tirabas al suelo y seguías tocando.
—Bueno… ¡no sigo tocando! En realidad, toco hasta el último segundo (no puede dejar de reírse) del Concierto para piano de Mpkstroff y, en el final, ¡hay un “arpegiado” que cubre todo, todo, todo el teclado! En serio, hasta que termina el teclado, y cuando se termina el teclado el pianista, pobrecito, ¡se va al demonio!
—Es muy genial verte rodando.
—Además –agrega Rabinovich–, Marcos pegaba un platillazo cerca de la cara del músico.
—Justo en el momento en el que yo me levantaba –añade Núñez Cortés.
—Te caías y te levantabas como con un resorte –recuerda Daniel.
—Sí, ¡me pegaba un platillazo en la oreja! Un final brillante –Núñez no deja de reírse–. Era tan lindo...
—Ustedes son realmente especiales (y lo digo con la sensación de que estoy subrayando una obviedad). ¿Cómo se conocieron?
—Yo me encontré, desde el público, con el proyecto hecho –explica López Puccio–. Ellos ya eran I Musicisti en el Di Tella. Los fui a ver porque me los habían recomendado. Los conocía del ambiente musical, y unos años después me invitaron a entrar en la bifurcación entre I Musicisti y Les Luthiers.
—¿Y vos, Mundstock?
—Yo formaba parte del coro de la universidad del cual salimos todos.
—Y como líder, escribiendo también –agrega Daniel–. Los primeros textos eran de él, como lo siguen siendo muchos de los actuales. También el argumento, los sketches.
—En realidad estábamos todos en los coros de la UBA.
—Yo estaba en la Facultad de Ingeniería –aclara Maronna.
—En cambio, conmigo el milagro se dio en otra forma –recuerda Daniel–. Yo estudiaba Derecho, me recibí pero me fui del coro de mi facultad porque quería cantar en el que dirigía López Puccio.
—Yo los veía desde Bahía Blanca –recuerda Maronna–. Los vi desde el público en la fiesta final del Festival de La Plata en 1964. Después viajé a Buenos Aires, pensaba estudiar Medicina y entré al coro de Ingeniería, y allí los conocí.
—Bueno, ¡allí terminó su carrera de médico! –aporta López Puccio.
Carcajada general, y Daniel habla también con afecto:
—Yo admiro a mis compañeros y los amo. Cinco tipos fantásticos, pero son tipos como vos y como yo. Y el producto no es como vos y como yo: el producto es un infierno. Se ha disparado una cosa que nos ha llenado de bendiciones y que es mucho más fuerte que nosotros mismos.
—No creo que se haya disparado, sino que es un conjunto de mucho talento y de mucho trabajo. No sé cuántas veces ensayan o se reúnen, pero transmiten la sensación de un trabajo muy intenso.
—Sí, es muy intenso –asiente Núñez Cortés–. Tenemos una historia como integrantes del coro de Ingeniería. Desde 1964 o 1965, cuando empiezan los festivales universitarios.
—En realidad empecé con Patricia Jaimovich.
—Pará, Carlitos, pará –Mundstock lo detiene–. Eso pasó en 1969, después todo es casi como un electrocardiograma plano.
—Recuerdo que en el ’73 falleció Massana y en el 70 entró Puccio.
—Daniel se tomó un año sabático en el ’69 y después volvió.
—¿Y Los Beatles? –preguntamos–. Tienen pocos años más que ustedes.
Aquí se produce una gran discusión: “Los Beatles acabaron mucho antes”.
—No, no. Son del 40.
—… del ’41…
—Paul McCartney es dos meses mayor que yo.
—Perdón, Carlitos, de todas maneras lo que yo te decía es que desde que entró López Puccio, salvo idas y vueltas, ¡somos siempre los mismos cinco!
—¿Siguen haciendo terapia de grupo?
—No, ahora, no.
—Lo hicieron mucho tiempo.
—Creo que con Fernando Ulloa fueron 17 años.
—Cuántas cosas para agregar o descartar, ¿no es cierto?
—Empezamos el año en el que se murió el flaco Massana. Esto nos angustió tanto. Su enfermedad… sabíamos que se iba a morir. Fue entonces que empezamos a trabajar con Ulloa. Creo que todos hemos seguido haciendo terapia pero en forma individual –recuerda Daniel.
—¿Tienen poco tiempo para salir?
—Sí –explican Daniel y Maronna–, trabajamos los fines de semana. Ensayamos para aprender, para preparar alguna cosa. Por ejemplo, Viejos hazmerreíres. Sí, lo ensayamos varios meses, y lo de Barenboim nos va a llevar varias semanas.
—Semanas de todos los días.
—Pero una vez que lo aprendemos y lo sabemos, no ensayamos más. Entonces, nos queda tiempo.
—Y cuando estamos de gira y hacemos cinco o seis funciones por semana, también hay tiempo para todo. Ahora –explica Daniel–, ¡hay gente en el grupo como Jorge y Puccio que hacen rendir el día de una manera que me produce mucha envidia! Laburan muchísimo y tienen tiempo para comer, para conocer, para dormir. A mí el tiempo se me acaba muy rápido.
—Pero Daniel, vos en una época cultivabas verduras, ¿te acordás?
(Todo el grupo se ríe)
—Sí, sí. Me acuerdo.
—Eran muy ricas.
—¡Un placer verlo llegar con la canastita! ¡No puedo olvidarlo!
—Vos de interesada nomás –se burla Daniel.
—¡Por supuesto! Toda la familia devorando las verduras de Daniel. ¿Por qué tenías esa plantación?
—Porque en casa (que vos conocés) había un pozo que no se podía usar. Entonces, una vez, viajando por Castilla veo un cerrito, una porquería en el desierto, en la parte más árida, y en un escalón habían hecho como unas callecitas y con un pequeño tractor había un señor arando, preparando la tierra. Y desde el autobús en el que iba me dije: “Si ese señor puede hacer trigo ahí, yo puedo hacer una huertita en el pozo”. Y fue lo que hice. Yo era más joven.
—¿Tienen tiempo para leer?
La respuesta llega al unísono:
—Sí, claro.
—Todas las noches.
—En cualquier momento.
—¿Qué leen?
Maronna: “En este momento, Los ensayos de Montaigne”. Núñez Cortés: “Las charlas que dio...”
—Cortázar en Memphis –interrumpe Daniel–. En la universidad.
—Son maravillosas –recuerda Núñez.
—¿A que no sabés cómo se logró conservarlas? –explica Rabinovich–. Parece que se anotaron 110 tipos de los cuales 12 o 13 eran profesores. Creo que fueron ocho clases u ocho semanas. Pero lo cierto es que no son sólo interesantes sino divertidísimas. Hace algo de dos años apareció un cassette que grabó un pibe que no era profesor ¡y que lo guardó de milagro! Y Aurora Bernárdez (que fue la mujer de Cortázar) lo llevó a la editorial que luego publicó el libro.
—Cortázar debe haber sido un personaje fascinante…
—…y además, un buen amigo. Cultivaba mucho la amistad –recuerda Núñez– y tuvo muy buenos vínculos. Todos hablan muy bien de él…
—¿Quién piensa que sus cuentos son mejores que sus novelas?
—Depende de qué cuentos.
(Todos opinan y hablan a la vez)
—Yo los estoy releyendo.
—Los cuentos son maravillosos.
—Tiene de pronto unas cositas… esas pildoritas; por ejemplo, para subir una escalera empieza diciendo: “No sé si ustedes habrán observado que, de vez en cuando, uno va caminando y el suelo comienza a plegarse de una manera muy graciosa… a 90 grados… así”. ¡Y lo explica como si fuera un manual de instrucciones de una máquina! –recuerda Rabinovich.
—A mí, Blow up me gustó más en el cuento que en el cine. Y eso que el cine nos cambió la vida a todos. El otro día decíamos con Sergio Renán: ¿qué hubiera sido de nuestras vidas sin cine?
—¡Qué suerte hemos tenido!
—La misma suerte que acabo de tener yo cuando, hace un momento, los oí ensayar para Barenboim. De pronto es como un nuevo camino que ustedes empiezan. Una asociación que los convierte en un objeto de arte que, supongo, muchos compositores y directores no quieren dejar pasar. Ustedes son también una época y no tienen sucesión.
—Es cierto.
—Hemos tenido algunos ofrecimientos de músicos que querían hacer alguna experiencia con nosotros.
—A mí me da un poquito de pena que hagamos una sola función en el Colón –piensa Rabinovich en voz alta–. La van a ver tres mil personas y demás, pero tengo un poco de ilusión, también, de que se haga un DVD bueno que pueda circular.
—No podemos hablar todavía acerca de La historia del soldado porque empezaremos a ensayar mañana o pasado. Pero el Carnaval... es divino.
Marcos añade: “La esperanza que tenemos... mejor dicho, la otra opción va a ser repetirlo con otro grupo de músicos. Digamos, hay muy buenos músicos que no son Barenboim y Argerich.”.
Carlos pone su mejor entonación: “¡Ah, no, querido! No, no. Yo con cualquiera no. Y en un teatro que no sea el Colón, tampoco”.
Grandes risas.
—Bueno –reitera Marcos–, haciendo la cuenta, por ahí podemos hacer nosotros una temporada no tan multitudinaria como nuestro espectáculo pero ¿quién sabe?
—Supongo que cada uno tiene una listita en su corazón.
—Por supuesto. De todas maneras, no sé si es nuestro camino. Lo que sabemos hacer es lo que hacemos en el Gran Rex normalmente, y esto, con Barenboim, es una cosa ocasional que no sabemos todavía cómo va a funcionar.
—También es muy difícil cambiar una cosa que tiene cincuenta años, ya probada y absolutamente imparable.
—¡Hubo un clamor enorme el año pasado cuando las entradas se agotaron en 24 horas!
—Incluso nos ofrecieron hacer un segundo concierto pero era el mismo día, y la verdad es que no nos atrevimos.
—Y después nos propusieron hacer un ensayo con público, pero al Colón no le gustó: “¿Qué van a decir los que compraron el abono?”.
—Es que no vamos a hacer un recital de Les Luthiers…
—La risa y el ruido de estas 3.500 personas que tenemos aquí, en el Rex, no van a estar.
—Desde la platea es atronador. No sé cómo les llega a ustedes en el escenario.
—Muy fuerte. Este es un teatro muy amable para trabajar porque tenés al público muy cerca.
—Y ahora hay que aprender a tocar todo de la mejor manera posible. Sobre todo con estos instrumentos.
—Bueno. Por algo los quieren absolutamente Barenboim y Argerich.
—Gracias… Esto es y será toda una emoción.
*Entrevista publicada
originalmente el 22 de junio del 2014. Se editó en la presente edición para adecuar al espacio.