En abril de 2009, Benedicto XVI tuvo un gesto premonitorio: rindió homenaje en su tumba al papa Celestino V, único precedente de renuncia voluntaria al trono de San Pedro en la historia de la Iglesia Católica. En 1294, Celestino abdicó luego de un breve y turbulento papado, marcado por una guerra interna entre dos facciones de cardenales y por las presiones del rey Carlos II de Nápoles. Temeroso de que su antecesor se convirtiera en una fuente alternativa de poder espiritual, el heredero de Celestino, Bonifacio VIII, lo encarceló en un castillo hasta su muerte.
Benedicto XVI no irá a prisión, pero la situación inédita de la coexistencia de dos Papas vivos por primera vez en seis siglos –la última vez había sido luego de la dimisión forzada de Gregorio XII en 1415– lleva a preguntarse si Joseph Ratzinger será una presencia tan incómoda para su sucesor como la de Celestino V lo fue para Bonifacio. En sus últimos días como Papa, Benedicto dejó varios indicios de que su influencia sobre la dirección de la Iglesia podría prolongarse.
El famoso teólogo suizo Hans Küng, adversario académico de Ratzinger desde hace décadas, lo dijo claramente en una entrevista con el semanario alemán Der Spiegel: “Benedicto XVI podría convertirse en un Papa en las sombras y ejercer una influencia indirecta aun después de su renuncia. Y a ningún prelado le gusta tener a su antecesor mirándolo por encima del hombro”.
Al despedirse de los cardenales, el Papa abdicante hizo una previsible promesa de “reverencia y obediencia incondicional” a su heredero. Pero al hablar por última vez ante los fieles en la Plaza de San Pedro, Benedicto dejó en el aire una enigmática frase: “Mi deseo de renunciar al mandato petrino no revoca la decisión que tomé el 19 de abril de 2005. No abandonaré la cruz”. Esa “cruz” que carga todo papa no es otra que la de la responsabilidad de conducir a la comunidad de fieles.
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