
El café llegó a Europa a través de Italia, procedente de los calientes desiertos árabes. Fue a finales de la Edad Media, más bien en el Renacimiento; el mismo camino siguieron la cifra cero y el sistema de notación posicional que reemplazó a la vetusta numeración romana. Pero a diferencia de estos avances matemáticos, en el café sí quedó la impronta de su entrada por la península: el idioma italiano conserva privilegio y autoridad al momento de nombrar estilos para hacer café. Cuando entramos a un bar podemos elegir entre el macchiatto y el ristretto, entre el affogato o el lungo. O quizás prefiramos un espresso, que se prepara haciendo pasar agua extremadamente caliente y a gran presión a través de los granos molidos. El método y la maquinaria necesaria fueron inventados en la ciudad de Milán hacia 1900, cinco o seis siglos después de que los mercaderes venecianos llegaran con la novedosa bebida negra; a pesar del tiempo transcurrido el nombre en italiano pudo prevalecer y la bebida es conocida de esa manera en todo el mundo. El capuchino es otro método para preparar café, con el que queda cubierto con una peculiar espuma caliente de leche y crema. Aquí también el nombre es italiano: el original capuccino apenas fue retocado para que se asimilara a nuestra lengua. Los capuchinos son monjes de la orden franciscana que vestían sencillas ropas de color marrón y cubrían su cabeza con una capucha. No se sabe con exactitud por qué se eligió ese nombre para nombrar a esa manera de preparar café; unos hacen notar la semejanza entre la forma de la capucha y la espuma sobre el café, mientras que otros señalan más bien el parecido entre el suave color ocre del café diluido con espuma de leche y la vestimenta monacal.
(En la imagen: como todas las mañanas, Holly Golightly toma un café mirando los diamantes en la vidriera de Tiffany's. En Breakfast at Tiffany's, de Blake Edwards, 1961.)

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