Es un gran privilegio que nuestro nombre sea recordado con una plaza, una calle o un accidente geográfico. Pero hay un privilegio mayor: que se convierta en una palabra. No sólo tenemos que encontrar o inventar algo jamás visto ni nombrado antes; también debemos lograr que todos asocien esa novedad con nosotros. El botánico francés Pierre Magnol detectó una flor que no había sido clasificada, y desde ese día a la flor la conocemos como magnolia. Leopold von Sacher-Masoch escribió libros eróticos describiendo un tipo especial de placer, que a partir de ese momento llamamos masoquismo. Algo semejante le pasó al Marqués de Sade. Joseph-Ignace Guillotin, un médico francés, inventó un sistema pulcro y saludable para las ejecuciones sumarias, un aparato mecánico y racional que separaba la cabeza del tronco sin riesgo de infecciones o espectáculos grotescos; así nació la guillotina. El matemático árabe Mohamed ben Musa, apodado Al-Jwarizmi, tuvo el raro honor de originar dos palabras distintas: algoritmo y guarismo. En este listado podemos incluir a todas las palabras que señalan a los partidarios o seguidores de cierta persona, desde cristiano hasta maquiavélico, desde kafkiano hasta maoísta; pero son menos sorprendentes. Mejores son boicot, que remite a un terrateniente irlandés, linchar, a un magistrado de Estados Unidos, o saxofón, que recuerda a los inventores y músicos Charles-Joseph Sax, el padre, y Adolphe Sax, su hijo. Los nombres de las calles y las plazas vienen y van pero las palabras quedan.
(En la imagen: Philip Seymour Hoffman sorprendido por la inexplicable lluvia de ranas. En Magnolia, de Paul Thomas Anderson, 1999.)