El ciclo de auge de la “globalización naive” que inauguraron Margaret Thatcher y Ronald Reagan a fines de los setenta y principios de los ochenta tocó su techo con la crisis financiera global de 2008, inaugurando una etapa de estancamiento o retroceso que algunos han calificado como “slowbalization”. El proceso de integración global que tuvo su auge en aquellas tres décadas estaba impulsado por dos fuerzas. Por un lado, por el desarrollo y difusión de innovaciones tecnológicas que redujeron la importancia de la geografía y crearon nuevos mercados “globales”, multiplicando y haciendo más efectivos los canales a través de los cuales los agentes públicos y privados interactuaban. Por el otro, por una agenda de políticas que alentaba la integración a través de la reducción de las barreras y asimetrías regulatorias que fragmentaban los mercados.
Sin embargo, la predicción de que el mundo se encontraba en una trayectoria de convergencia regulatoria, distributiva e incluso ideológica no se materializó. Tampoco se cumplieron las expectativas de que el proceso de creciente integración conduciría a un mundo más plano y homogéneo. La reducción de las barreras regulatorias que acompañó el período de auge de la “globalización naive” y el creciente potencial de integración global alentado por la revolución de las TICs fueron funcionales para avanzar hacia un mundo con menos fisuras, pero no fueron condiciones suficientes. Por el contrario, asistimos a un resurgimiento de visiones y políticas más parroquiales, se hizo más difícil e inefectiva la cooperación internacional y llegaron al poder líderes que encabezaron procesos que, como en el caso de Donald Trump en Estados Unidos o de Boris Johnson en el Reino Unido, pocos años antes se habrían considerado inverosímiles.
Las tensiones domésticas e internacionales a las que condujo el proceso de creciente integración global y el fracaso de la ideología de la “globalización naive” pusieron fin a una época, sin que se hubieran abierto perspectivas claras de que la reemplazaría. Frente a este panorama de fin de ciclo es posible imaginar dos escenarios ideales que, como todo escenario, no deben interpretarse como proyecciones del futuro sino como representaciones simplificadas de la realidad para organizar el pensamiento.
El primer escenario (al que podríamos llamar de “fragmentación”) es tan radical e improbable como el de “globalización naive”. En el escenario de “fragmentación” la economía global se desintegraría en forma parecida a lo que ocurrió durante el período de entreguerras, en un ambiente de conflictividad creciente. Para los más pesimistas este escenario podría incluso incluir la posibilidad de conflictos armados localizados. Sin embargo, aún cuando no es imposible, este escenario es improbable por al menos tres razones. La primera es el nivel de interdependencia económica alcanzado por los países avanzados y por éstos y algunas economías en desarrollo (el lector puede incluir a China en la categoría que le resulte más apropiada). Incluso entre China y Estados Unidos (fuente de buena parte de los mayores conflictos regulatorios y de política que dominan el escenario internacional actual) el vínculo económico parece haberse consolidado lo suficiente como para que un escenario de fragmentación resulte altamente costoso. En segundo lugar, es posible que la comunidad internacional haya realizado un proceso de aprendizaje con relación a los efectos perversos de la fractura basado en la experiencia histórica. Finalmente, existe una infraestructura de cooperación internacional integrada por instituciones y organismos internacionales que, si bien es muy insatisfactoria como mecanismo de gobernanza global, proporciona un piso para administrar situaciones de crisis.
El segundo escenario (al que podríamos llamar “gobernanza de la globalización”) supone que los principales actores de la economía internacional son capaces de desarrollar una infraestructura de gobernanza que permita responder a los desafíos de la creciente integración global, implementando políticas de alcance equivalente. Mas allá de los beneficios agregados de un escenario de este tipo, sus perspectivas de materialización también son remotas. A las ya tradicionales diferencias entre los modelos regulatorios anglosajón y continental europeo se sumó en la última década un nuevo actor con un peso sin precedentes: el capitalismo estatal chino. Dado que las fuentes de la legitimidad política siguen residiendo principalmente en los Estados nacionales y que las concepciones sobre el papel del individuo, el mercado y el Estado de este nuevo actor son radicalmente diferentes de las prevalecientes en el llamado “mundo occidental”, es difícil imaginar un proceso de arbitraje que resulte en un traje adecuado para todas las tallas. En efecto, existen múltiples áreas en las que resulta muy difícil imaginar un proceso de convergencia regulatoria que pueda incluir a actores con preferencias (y desafíos) tan dispares. A diferencia de lo que ocurrió en el período de posguerra, en la actualidad el desafío al poder, a los valores y al liderazgo norteamericanos no provienen de una potencia militar con una frágil base económica (como la Unión Soviética) o de actores relativamente menores y con modelos de organización interna con más similitudes que diferencias con Estados Unidos (como Japón o Alemania), sino de un nuevo actor global de extraordinario dinamismo y con valores y modelos de organización social radicalmente diferentes.
En resumen, desacreditada la “globalización naive” y, por razones diferentes, con escasas perspectivas de que se materialice cualquiera de los otros dos escenarios, lo que queda como alternativa es un híbrido que combine en proporciones cambiantes ingredientes de todos ellos. Mientras que en algunos ámbitos es posible que haya progresos hacia una gobernanza global más efectiva, en otros la alternativa más factible parece estar más cerca del extremo de la fragmentación. Por ejemplo, es posible que el tratamiento del desafío del calentamiento global se transforme en un ámbito de gobernanza global más efectiva que en el pasado, ayudado tanto por razones de necesidad y urgencia como por el bajísimo nivel de cooperación del que se parte. La gobernanza del comercio electrónico o de Internet, por otro lado, probablemente siga caminos divergentes.
Entre las consecuencias inevitables de este híbrido se destaca un contexto de tensión permanente. Hasta ahora, las previsiones de que las fuerzas materiales e ideológicas que empujaban hacia la convergencia regulatoria global acabarían prevaleciendo no se materializaron. En el muy largo plazo los deterministas tecnológicos incluso podrían tener razón. Pero parafraseando a Keynes, que ahora parece haber vuelto a la moda, la existencia humana transcurre en fragmentos de tiempo más breves. Por lo mismo, los simples mortales no tendremos más alternativa que convivir con esa incertidumbre y esas tensiones. A la globalización le creció un grano: se llama China.
*Profesor plenario de la Universidad de San Andrés e investigador superior del Conicet.