OPINIóN
Tierra del Fuego

Ahua Saapa Yagan (Mi sangre Yagán)

Integrante de la cultura yagán Paiakoala, cuyos ancestros, nómades y canoeros, recorrieron durante miles de años las aguas del Onashaga, o Canal de Beagle, el autor cuenta aquí la historia de su bisabuelo, Asenewensis.

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Cultura. Llegó el momento en que las mujeres ya no enseñaban a sus niñas a tejer cestos de juncos. | cedoc

La cruda realidad

A mediados del siglo XIX, el Onashaga (Canal de Beagle) aún conservaba su estado natural. Los días trascurrían en una monótona pasividad que solo era alterada por el paso de alguna bandada de bandurrias, buscando refugio de las lluvias veraniegas. 

En ese entorno vivía nuestra gente, preocupados únicamente por proveerse el sustento diario. Desde muy pequeños, los mayores les transmitían todos los conocimientos ancestrales, que servían para la vida diaria y los preparaban para el futuro. El respeto por su hábitat y por ellos mismos como yámanas, eran las normas principales de su vida.

En aquellos tiempos, contaban los usúanes, los abuelos, sentados alrededor del fuego, varias anécdotas en las que fueron testigos de incursiones de seres extraños en su querido Onashaga. Se contaban como algo curioso, pero en general nadie tomaba como un mal presagio estas historias.

Las preocupaciones comenzaron cuando los avistamientos de canoas gigantes fueron más frecuentes. De ellas bajaban a tierra firme gente rara y misteriosa, cargada de cosas que nunca antes habían contemplado las retinas de un yagán. Nunca sospecharon que los asentamientos podían ser permanentes, porque se retiraban unos días después, navegando por donde habían llegado.

Por aquel entonces nació Asenewensis, nuestro bisabuelo. Los colonizadores lo nombraron Tomas Yagán. Como tantos otros mamakús, otros hermanos, se vio obligado a convivir con ellos la mitad de su vida. 

¿Hasta dónde llegará esto? Pensaba nuestra gente con tristeza y preocupación. 

Mientras tanto, Asenewensis y los demás yaganes, pasaban sus días lo más alejados que les fuera posible de los hombres blancos, anhelando la partida de todas esas canoas gigantes, que no solo los invadían, sino que restaban esa belleza limpia y pura a la hermosa tierra que los vio nacer.

Por las tardes, los yaganes de la playa, cuando el sol caía en el horizonte rojizo, se adentraban desde Shumakush (Punta Remolino) y divisaban a lo lejos el campamento donde los blancos tenían cautivos a una gran cantidad de hermanos. ¿Cómo vivía esa gente si durante varias primaveras no mudaban sus viviendas ni salían en sus enormes canoas? ¿Serían todos hechiceros de algún pueblo lejano?

Los pocos ancianos que quedaban, en sus presagios decían que los yámanas ya no vivirían felices, que no tendrían más siestas tranquilas en las orillas de las bahías después una comida abundante, que esos hermosos atardeceres juntando erizos no se repetirían en el futuro ni las mujeres volverían a enseñar a las niñas a tejer cestos de juncos (…)

Tushkápalan y las enfermedades desconocidas (1880). Pasaron veranos e inviernos, y Asenewensis, convertido en hombre, se daba cuenta de que los presagios, uno a uno, se iban cumpliendo. Cada vez más canoas gigantes llegaban a su tierra y no quedaba ningún rincón en su Onashaga donde no se topara con esa gente. Sus milenarias costumbres se iban perdiendo. El pusáki, el antiguo fuego, compañero necesario de sus vidas, se encendía con sumo cuidado para no advertir a los blancos dónde se encontraban. Tampoco se utilizaban más las señales de humo que antaño convocaron multitudes de yaganes, tanto para las ceremonias, como cuando Watauineiwa, el ser supremo, les regalaba una ballena varada.

Los ancianos aconsejaban que bajo ningún motivo debían acercarse a Tushkápalan (primer asentamiento europeo en Ushuaia, NDR), porque en ese lugar la gente moría. Casi todos los que se refugiaban allí experimentaban enfermedades desconocidas. Lo gente de la playa lo llamaba ¨el cementerio yagán¨, ya que cada vez que preguntaban por alguno de sus hermanos acogido en ese establecimiento, la respuesta era: ¨Ya no está entre nosotros.¨ 

El tiempo pasaba, más yaganes morían y desaparecían las esperanzas de volver a ser felices. Los ancianos, encargados de almacenar los conocimientos de nuestro pueblo, ya no querían realizar las ceremonias ancestrales porque no se contaba con la privacidad necesaria. Los encuentros con la gente rara y misteriosa eran mucho más frecuentes y trágicos. Los blancos les arrebataban a sus mujeres y nunca más las volvían a ver. Hombres y abuelas tenían que hacerse cargo de los pequeños que quedaban huérfanos por estos hechos aberrantes. 

La supervivencia se vio comprometida y tenían que recorrer largas distancias, porque escaseaban los animales en su antiguo territorio. Niños y abuelos debían esperar largos días la llegada del alimento, y dependían de lo poco que pudieran juntar los hombres sanos y fuertes. En ocasiones era tan miserable que debían repartir entre veinte lo que normalmente alcanzaba para cinco de ellos.

Alrededor del fuego dejaron de escucharse las historias alegres y las lágrimas en los ojos de los abuelos lo decían todo. Cada yagán se lamentaba y le preguntaba a Watauineiwa por qué les enviaba todas estas penurias. 

Los muchos intentos de los viejos y cansados yecamush, los poderosos hechiceros de antaño, eran en vano. Nada podían hacer ante aquella invasión que los confinaba a los rincones más alejados de su intrincado territorio de islas y canales. La desconfianza y el temor aumentaban día tras días. Los inviernos se tornaban mucho más crudos y largos que de costumbre. Un rotundo cambio estaba ocurriendo en el que había sido el tranquilo país de nuestros abuelos.

En ese tiempo, varios misioneros blancos se asentaron en las costas del Onashaga: Tomás Bridges se instaló en Waia Ukatush (Bahía Harberton) y Juan Lawrence en Shumakush. Los comentarios sobre estas familias comenzaron a cambiar cuando entablaron buenas relaciones con algunos yaganes.

Asenewensis contrajo matrimonio con Catalina. A pesar de la alegría, sus días continuaban de la misma manera. Por un lado, escuchaban buenos comentarios sobre algunos blancos y, por otro, los sorprendían tragedias ocasionadas por el contacto con ellos. No debían confiarse demasiado: al menor indicio de la presencia de esa gente en su tierra, corrían a esconder a sus mujeres y a sus niños. Los yaganes eran obligados a volverse cada vez más sigilosos.

Los blancos buenos hacían muchas preguntas y no dejaban de llegar con cajas de madera que ponían frente a ellos por largos períodos de tiempo para atrapar luces y sombras. Ningún yagán toleraba los atuendos con que los vestían para posar delante de las cajas, pero como lo exigían para entregar los alimentos, lo tomaban como una manera diferente de satisfacer el hambre. 

Al relacionarse con los blancos, nuestro pueblo empezaba a conocer la codicia y el acaparamiento.

Las enfermedades traídas por los europeos se fueron esparciendo hasta los últimos escondrijos. Los fallecidos eran tantos que no tenían tiempo de practicar la yamalasemoina, la ceremonia de duelo del pueblo yagán. La tierra se poblaba de cosas extrañas, utensilios y animales nunca antes vistos por nuestros hermanos.

*Primer Consejero de la Comunidad Indígena Yagán Paiakoala de Tierra del Fuego. Fragmento de su libro Mi Sangre Yaguán.